En este breve artículo hablaremos de qué demonios es la transición digital o, utilizando un lenguaje más políticamente correcto, de la transición digital en primera persona.
Hoy comía a mediodía en un restaurante con unos amigos, por primera vez desde el confinamiento por el coronavirus, y mencioné en un momento que no tenía una cuenta de Facebook ni de Instagram. La hija de once años de mis amigos me miró como si fuese un marciano preguntándome cómo podía vivir sin ellas. Ello ilustra el que muchas cosas han cambiado en los últimos veinte años…
Internet Unchained…
Aunque la World Wide Web fue anunciada públicamente en 1991, según mis propios recuerdos fue durante los siguientes diez años cuando su uso se popularizó. Cuando yo trabajaba en la Universidad de Massachusetts en los Estados Unidos entre el 1990 y 1994, tenía acceso a Internet, pero su uso era incómodo.
Luego, apareció América Online, un servicio de acceso a Internet con muchos servicios asociados (incluso uno llamado Love&AOL, parecido al sitio de encuentros Meetic). Los disquetes con el programa de America Online eran gratuitos y omnipresentes y ofrecían, luego de un periodo de prueba gratuito de treinta días, un servicio bastante completo, incluida una cuenta de correo electrónico, por una tarifa plana muy asequible. Al menos en los Estados Unidos, ello contribuyó a que todo el mundo estuviese conectado.
Pero si Internet sufrió una verdadera explosión alrededor del año 2000, diez o quince años antes había comenzado la proliferación de los PC (personal computers). Yo adquirí mi primer computador IBM XT al graduarme en la Universidad de Miami en 1986. Me costó más de 3000 US$, que equivalen a unos 7000 US$ de hoy. Hoy, por un 5% de ese valor podemos comprar un ordenador que es entre 10.000 y 100.000 veces más poderoso si consideramos su cerebro (CPU), memoria RAM o capacidad de disco duro. El ordenador que hay en nuestros teléfonos móviles es más poderoso que las computadoras utilizadas para enviar al hombre a la luna.
Para aquellos que compramos las primeras computadoras y estudiábamos negocios, ello significaba el tener un milagroso procesador de palabras (programas como Wordstar o Wordperfect) y una prodigiosa hoja de cálculo (Lotus 123, parecida al Excel actual). Representaba el siguiente paso a cuando, en 1980, cual John Wayne, yo caminaba a través de los infinitos pasillos de la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile con mi calculadora científica HP 21 (Hewlett Packard) al cinto, en vez de un revólver.
Tomé conciencia de los cambios que se estaban produciendo cuando, en 1996, fui a visitar junto a un amigo a pequeños fabricantes de buses eléctricos que queríamos vender en varios países de América Latina (veinte años antes de que estuviesen de moda). Los dueños de la pequeña fábrica nos dijeron que ellos ahora estaban en condiciones de diseñar y fabricar estos buses gracias a los «workstations» (computadoras pequeñas poderosas) y a los programas de CAD-CAM (computer-aided-design y computer-aided-manufacturing). Diez años antes, solo grandes empresas con computadoras mainframe hubiesen podido utilizar este tipo de programas.
En el 2000, cuando estaba redactando mi tesis doctoral en la Universidad de Boston, tenía la poderosa ayuda de una computadora que me permitía hacer múltiples análisis estadísticos de los 7000 números de mi planilla de Excel, usando el programa SPSS. Hacer un cálculo me llevaba un minuto. Diez años antes hubiese debido acudir a los computadores mainframe de la Universidad y posiblemente un ciclo de cálculo me hubiese llevado un día entero.
Y llegamos al coronavirus… Encerrados, hemos mantenido contacto con los demás gracias a la nueva interconectividad. WhatsApp nos ha permitido hacer llamadas gratuitas a familiares y amigos, independientemente de dónde se encuentren a lo largo del mundo. Y colegios y universidades han continuado sus clases «online» con mayores o menores altibajos. También he aprendido a tener clases particulares de italiano «online» pese a las limitaciones de Skype, y los dos libros de texto de italiano que he pedido a Amazon han llegado a los pocos días, antes de lo prometido. Al mismo tiempo he utilizado una versión profesional de Zoom para dictar un seminario en línea a unas 250 personas, en unos diez países diferentes, con hasta ocho horas de diferencia de franja horaria.
Alguien preguntará: ¿y qué tiene que ver todo esto con la transición digital? Los que contamos en nuestro haber unos años, antes hacíamos muchas cosas de otro modo, pero hoy:
- Utilizamos nuestro teléfono para operaciones matemáticas que antes realizábamos con una regla de cálculo y, luego, con una calculadora digital (hace unos años compré por nostalgia un App para mi IPhone que emulaba eficazmente las funciones de la clásica calculadora financiera HO 12-C).
- Utilizamos programas informáticos como Word para escribir y corregir textos.
- Enviamos documentos adjuntos a un correo electrónico en vez de utilizar un fax.
- Llamamos a larga distancia utilizando WhatsApp desde casa, donde nuestro teléfono está conectado a WiFi para no consumir los datos de nuestro plan mensual.
- Utilizamos Google Maps en vez del GPS de pago, cuyas actualizaciones de mapas ya no queremos costear anualmente.
- Tomamos fotos con nuestro teléfono móvil. Durante un reciente viaje a Egipto, en enero de este año, descubrimos que ahora está permitido el tomar fotos «gratuitamente» con teléfonos móviles. Las autoridades egipcias se han resignado a aceptarlo, pues saben que es imposible el prohibirlo.
¿Y por qué no hablo de hacer las compras de supermercado en línea? Porque prefiero hacerlo en persona y todos los ejemplos de transición digital que he mencionado son personales.
En los últimos años nuestra vida ha cambiado vertiginosamente hacia un «modo de vida digital», como diría Steve Jobs. Hemos pasado de utilizar para ello, primero microcomputadoras, luego tabletas y hoy, principalmente, teléfonos inteligentes, que se han convertido en instrumentos imprescindibles para todos, al igual que peligrosas drogas causantes de adicciones digitales para adultos y jóvenes. Hoy, el peor castigo que se le puede infligir a un adolescente es quitarle su derecho a utilizar su teléfono digital durante unas pocas horas.
Bienvenido a la era digital…. ¡cortesía de Instagram!