La caída del mundo clásico
Desde la caída del Imperio romano de Oriente, acaecida en el siglo IV d. C., hasta llegar a la Europa medieval del siglo XII, el conocimiento atesorado por el mundo grecorromano, tal como si fuera un gran ser colectivo que intuyera el naufragio, fue buscando nuevas «rutas de conocimiento» que preservaran la esencia del saber tan arduamente logrado.
Dichos itinerarios, que han ido dejando sus huellas en la arena del tiempo, conformaron rutas entrelazadas que algunas veces fueron caminos de ida y vuelta; sendas, a veces claras y otras un tanto difusas, que dieron lugar a nuevos núcleos de saber, los cuales actuaron como verdaderos polos de atracción para las culturas limítrofes. En este sentido, alrededor de las otrora grandes ciudades, o bien aldeas perdidas en el desierto, fueron creándose pequeñas comunidades de monjes y eremitas, de rabinos o sabios sufíes que preservaron cuidadosamente los viejos códices y manuscritos que habían sido salvados de la ruina del mundo clásico. En dichos lugares, aparecieron de nuevo personajes del saber, filósofos de reconocido prestigio, retóricos y teólogos, místicos y acaso maestros de un saber secreto, que pasaron por la historia inadvertidamente; en suma, pensadores comprometidos, soñadores incansables que dejaron a su paso estelas de conocimiento, convencidos de las enseñanzas e ideales que portaban.
Nuevas rutas del conocimiento tas la caída del mundo clásico
Cuando el emperador Justiniano ordenó el cierre de las escuelas de filosofía griegas en el año 529 d. C., los filósofos y todos aquellos que se consideraban discípulos de la sabiduría atemporal la aventaron en todas direcciones, de modo que esta fue recorriendo nuevas rutas, descubriendo nuevos horizontes. Al desmoronarse el mundo clásico, parte de sus enseñanzas fueron acogidas por otros pueblos próximos que se hallaban ávidos de saber. De este modo, el conocimiento fue cambiando sus ropajes viejos para amoldarse a nuevas formas de pensamiento, otras lenguas y costumbres, tratando de preservar, sin embargo, su inequívoca esencia.
Núcleos del saber
El conocimiento clásico, al igual que las caravanas que cruzaban el desierto, se asentó primeramente en las comunidades cristianas de Anatolia, Capadocia, Antioquía y Siria (en las ciudades de Harrán o Edesa, Alepo y Damasco), pasando posteriormente hacia Persia (el Irán actual) y Mesopotamia (en donde florecían las ciudades de Bagdad y Basora), o bien, hacia el viejo Egipto (en torno al foco principal de Alejandría).
En torno a dichos centros de saber aparecieron entonces las comunidades monásticas de Capadocia, Antioquía y Siria; los grupos gnósticos y esenios de Judea, o los nasarreos y sufís de Basora. Y en la grandiosa ciudad de Alejandría se entremezclaron los terapeutas, cristianos, mazdeístas, judíos y gimnosofistas de túnica azafrán con los filósofos eclécticos de la escuela neoplatónica. Todo un mundo diverso que actuó como un gran atanor en donde maceraron las diversas ideas para recrear un mundo nuevo.
Así, cuando posteriormente el mundo árabe llegó a su esplendor, dicha cultura sirvió de catalizador de dichas corrientes de pensamiento. A través del norte de África, cruzando el desierto líbico e Ifriquiya (la actual Túnez), se expandió hasta implantarse en Berberia, (el Magreb actual, en las ciudades de Tlemcen, Fez o Marrakech) y en al-Ándalus (la España musulmana, dando lugar a ciudades del saber tan relevantes como Córdoba, Toledo y Granada).
Una poderosa amalgama de ideas
Las ideas provenientes del mundo griego, sobre todo de Aristóteles y Platón, una vez matizadas por el pensamiento de los nestorianos y de las comunidades cristianas, nutridas además con la filosofía neoplatónica y el saber de los sabios persas, fueron entonces absorbidas por el islam. Ello no implica que aquellas ideas fueran asumidas completamente por el pensamiento musulmán, pero las controversias y debates teológicos que provocaron en su seno enriquecieron sus principios, a la par que los comentarios y textos filosóficos que generaron nos han permitido conocer indirectamente las fuentes clásicas.
En consecuencia, debemos a la cultura árabe el que se hayan preservado los textos más relevantes de la Antigüedad clásica, que, posteriormente, al ser traducidos al latín y a la lengua hebrea en las diversas escuelas de traductores, favorecieron su divulgación, dando lugar finalmente a la filosofía europea medieval y al florecimiento de las nuevas universidades.
La filosofía clásica como fundamento de las ideas del islam
Los primeros pensadores musulmanes, principalmente los teólogos, anhelaban dar una fundamentación filosófica a sus ideas y preceptos, pues algunas nociones religiosas estaban expuestas continuamente a la duda o al debate. Conceptos tales como «la predestinación o el libre albedrío», «la visión trina de la divinidad», o bien la idea de «Dios como una unidad», necesitaban de una formulación filosófica. A causa de su expansión, a partir del siglo VII, el mundo árabe entrará en contacto con otros pueblos limítrofes, conociendo sus concepciones filosóficas y religiosas, adoptando finalmente como referencia las concepciones del mundo clásico grecolatino.
Es en la filosofía helenística donde los teólogos musulmanes hallaron respuestas a las cuestiones fundamentales que les preocupaban, siendo las ideas neoplatónicas las que mejor se adaptaban al pensamiento musulmán (por ejemplo, con su concepción de lo Uno que permitía explicar «la unicidad divina de Dios»), aunque pronto fue ganando importancia también para los teólogos el pensamiento aristotélico.
Aristóteles fue, finalmente, el pilar fundamental en que se cimentó la filosofía árabe, tras librarlo previamente del barniz «neoplatónico» de sus comentaristas, pues en realidad no se había tenido acceso a sus obras directas. De él extrajeron los filósofos musulmanes, principalmente, la capacidad de complementar correctamente «la razón y la fe», eterno debate que ha perseguido a «las religiones de Libro», y que aflorará posteriormente en Averroes y en Santo Tomás de Aquino. En cambio, fueron las comunidades místico-filosóficas sufíes, las cuales transmitían el conocimiento de boca a oído sobre la base de una sólida cadena de maestros y discípulos, las que preservaron sobre todo las ideas de Platón y del neoplatonismo alejandrino.
De este modo, el pensamiento aristotélico y platónico llegó hasta la Baja Edad Media, propiciando un renacer de las ideas, aunque preferentemente con la visión de Aristóteles.
Según Mircea Eliade, a partir de los siglos IX y X, cuando la filosofía árabe alcanzó su cima, será cuando se trasmiten las perlas de la filosofía griega «a través de las labores de los cristianos de Siria, bajo el patrocinio de los califas y de las elites de Bagdad».
La filosofía islámica y otras vías de conocimiento
Conviene tener en cuenta que la filosofía o falsafa, como expresión de conocimiento, tuvo en la cultura árabe una duración limitada. Aunque en la ribera oriental del mundo islámico la filosofía árabe se desarrolló desde el siglo IX hasta la mitad del XI, en el occidente andalusí se asentó más tardíamente, entre la segunda mitad del siglo XI y el XII.
Sin embargo, debemos señalar que en el mundo islámico el término falsafa se aparta ligeramente de la concepción que se tiene en Occidente sobre el término filosofía, pues no se considera como una vía racional de comprensión de las grandes verdades del pensamiento, sino un camino más profundo, vivencial e intuitivo. Es por ello por lo que otras vías de conocimiento confluyen junto a ella, algunas veces en armonía y otras en franca rivalidad, tal como ocurre con la teología (el kalam) y la teosofía (hikmat ilahiya). De hecho, aunque kalam (teología) es un término árabe que en realidad significa ‘el discurso’ o ‘la palabra’, acabó refiriéndose tan solo a la teología.
Por otra parte, en el pensamiento musulmán es difícil distinguir también entre falsafa (filosofía) y hikmat ilahiya (teosofía), palabra que designa el conocimiento de la divinidad mediante el desarrollo profundo y la iluminación interior. La teosofía es un término que se usa incluso con preferencia sobre la falsafa en el mundo islámico, pues veía encarnado en el teósofo el ideal del sabio completo, filósofo y místico. Bajo esta visión, la filosofía islámica no es, pues, un mero ejercicio especulativo racional, sino que, más cercana a las concepciones clásicas, implica una búsqueda profunda de la propia conciencia en pos de la sabiduría; búsqueda que no desdeña las vivencias teológicas, ascéticas o iniciáticas.
En esta concepción de la filosofía, no ha de extrañarnos tampoco que grandes filósofos sean considerados, a su vez, como místicos sufíes o viceversa, pues siendo tan amplia e integral su visión de la sabiduría, en todos ellos se vislumbra un decidido impulso en favor de la verdad, adoptara esta una u otras formas.
Las rutas seguidas por las ideas platónicas
Cuando Constantino se erigió como emperador del Imperio romano de Oriente y de Occidente el año 313 d. C. tomando la religión cristiana como religión oficial en contra del paganismo, florecieron abiertamente las comunidades cristianas otrora clandestinas y perseguidas. Así los nestorianos se asentaron en Anatolia, en las grutas de Capadocia, en Éfeso y en la región de Antioquía (en ciudades como Harrán y la antigua Edesa), y en Siria, donde establecieron sólidas comunidades en el entorno de Alepo y Damasco, salvaguardando el conocimiento de un mundo en declive.
Siria, que ya había sido invadida en el siglo V a. C. por los persas, y posteriormente por Alejandro Magno, los romanos y los bizantinos, se convirtió entonces en encrucijada y crisol de culturas; era puerta estratégica de las rutas que enlazaban Anatolia con Armenia, Persia e incluso la India, y a su vez enlazaba estas regiones con Mesopotamia y la península arábiga, sirviendo de paso hacia Palestina, Egipto y el norte de África. De este modo, Siria había recibido la visión sincrética aportada por los persas, que a su vez era una síntesis entre el helenismo y la tradición de la India, y supo ensamblarla con la influencia del mundo grecorromano. Es en Persia y en Siria donde se conservó la tradición clásica aun después de ser invadida por los árabes.
Finalmente, Siria fue dominada por los árabes desde el siglo VII d. C. hasta el siglo XVI, en que pasó a manos del Imperio otomano. Los cuatro primeros califas musulmanes habían mantenido desde el año 622 d. C. la capital del Imperio en Medina, hasta que el califa Muhâwiya la trasladó a Damasco en el año 661 d. C. Damasco se convirtió entonces en la capital del califato Omeya y centro de referencia del mundo musulmán.
También Irak había sido conquistado por los árabes en el mismo siglo, estableciéndose la capital del califato abásida en Bagdad en el siglo VIII d. C. Continuando la fusión de culturas que se había realizado en el período omeya de Damasco, es en Bagdad, bajo la dinastía abásida en donde comenzarán a traducirse los textos helenísticos al siríaco, de modo que sus conocimientos pasaron al mundo árabe y judío. Es en el reinado de Harún al-Rashid (788-809) cuando se alcanzará un renacimiento árabe. Entre los filósofos más relevantes que enseñaron en Bagdad se consideran personajes de la talla de al-Kindi, al-Farabí, Avicena y al-Gazzali.
Desde antiguo, floreció también en Irak un núcleo de conocimiento en la región de Basora (Bashra o Basra), ciudad situada junto al golfo pérsico. Allí destacaron al-Yubbai, al-Nazzam, al-Hallaf, al-Ashari y sus seguidores, los asharíes, y se desarrollaron grupos filosóficos como los Hermanos de la Pureza. En Basora se creó, desde el siglo IX d. C. un grupo de pensadores musulmanes llamados motazilitas (mu^tazila o muhtazila), alrededor del cual se congregaron rápidamente las élites cultivadas del pensamiento islámico. Este movimiento filosófico-teológico pasó prontamente a asentarse en Bagdad, capital del Imperio abásida, siendo considerada su doctrina como doctrina oficial sunnita, es decir, la tradicional (de la sunna o tradición).
Durante años, los motazilitas, que creían en un Dios eterno e incorpóreo, todo esencia, al cual evitaban señalar unos atributos concretos para no caer en el error del politeísmo, pugnaron con los antropomorfistas, que creían en el parecido de Dios con el hombre, y aun en la posibilidad de verle física y directamente, así como con otros grupos menores que podemos englobar bajo el nombre de los literalistas. Eran estas, pugnas interminables por conceptos y definiciones diversas: sobre la naturaleza y atributos de Dios, sobre los noventa y tres nombres de Allah, sobre si Dios puede ser concebido por la razón o por la fe, etcétera.
En Persia podemos citar, entre otros, a los maestros sufíes, que se hallaban imbuidos de gnosticismo y neoplatonismo, así como de las ideas de la India, destacando Abû Yazid Bistâmî, Husayn Tirmidhî, el primer sufí que utilizó la filosofía helenística, y la figura excepcional de Sohrawardi, el filósofo de la luz, que intentó relacionar la visión del mundo islámico con las filosofías preislámicas, tales como el hermetismo, el pitagorismo o el neoplatonismo.
En los desiertos situados en la zona de Siria, Damasco y Bagdad, aparecieron pequeñas comunidades de monjes o místicos musulmanes agrupadas bajo la tutela de un maestro o derviche, que ejercía las funciones de imán o guía espiritual, al menos, desde la época del maestro Hassan al-Basri (643-728), quien se inspiró en las comunidades judeocristianas. Aun antes de que se les conociera con el nombre de sufíes, los filósofos-místicos musulmanes ya vivían como tales.
Uno de los discípulos de Hassan al-Basri formó a Rabi`a al-Adawiya (801 d. C.), la cual, inspiraría posteriormente con su mística profunda a Santa Teresa de Jesús. Rabi`a fue también predecesora y maestra de los conceptos del amor puro, de la visión platónica, que luego aflorará también en los cantos de amor cortés en la Provenza del siglo XII, en la corte de Aquitania y en el Renacimiento italiano.
No puede extrañarnos, entonces, que los filósofos griegos platónicos, ávidos de conocimiento, se refugiaran en ciudades como Harrán o Bagdad, y, sobre todo, en Alejandría. Una vez más, esta fabulosa ciudad, que había servido como faro cultural del mundo helenístico, tornaba a ser un crisol de culturas desde el que partieron las ideas grecolatinas hacia el norte de África y al-Ándalus.