Yo soy dios de la música. Yo soy dios del oráculo.
Nada hay más agradable a los oídos de los dioses que esos sonidos maravillosos arrancados a las cuerdas, extraídos del viento, paridos de los vientres hinchados de tambores y atabales. Desde el más profundo, desde el más insondable fondo de la historia, la música sube hasta todos los dioses del universo. Sonó hace eones la música de las esferas. Los astros ritmaron sus acordes en los atriles del infinito, y su concierto inmarcesible resonó entre lo creado.
Marcaron los tambores matrices de la Tierra el ritmo de la vida, y su seno se abrió entre fragor, y dio a luz montañas y torrentes. Cantó el agua sobre lo seco del pequeño planeta, y a su paso fue una sinfonía de color y movimiento. Sonó la vida.
El mundo, humanos, se creó con música. El hombre, tan pequeño, tan torpe, tan limitado frente a la soberbia grandeza de su entorno, aprendió en seguida que los sonidos eran su comunicación con Dios. Y tocó instrumentos, y cantó con su voz, todavía casi un rugido, un gemido, un aullar a mi hermana Diana. Buscó su orquesta entre lo que tenía a su lado: ahuecó troncos, percutió piedras, golpeó huesos, sopló cañas, tensó los tendones de las bestias. Moduló su ronca voz y la dirigió al cielo. Y nosotros, los dioses se todos los tiempos, los conocidos y los desconocidos, los nombrados y los innombrables, nos sentimos satisfechos ante ese regalo para nuestros oídos.
Y fuimos propicios para aquella pequeña criatura. Le dimos lo que nos pedía con sus cantos propiciatorios: la caza, la cosecha, el hijo, la salud.
La criatura creció. Y con ella creció su amor a la música y su capacidad de hacer instrumentos. Hizo nacer flautas y tambores, cítaras en las conchas de las tortugas, crótalos con discos de piedra pulida y después de brillante metal; arrancó sonidos de los cuernos de animales, estiró su piel para golpearla. Aprendió la melodía toda de la naturaleza, que eleva a Dios un canto de amor cada mañana. Nacieron la cítara y el sistro. Es la melodía de las estrellas atada a unas cuerdas que saben invocar a los dioses.
Me regalaron la cítara, y la amé, y me serví de ella.
Soy, ya os lo he dicho, Apolo Citaredo.
He visto, he oído, muchos instrumentos musicales. Los amo a todos. Soy el Oráculo y veo…
Veo nuevas formas para crear melodía. Se llaman violín, y piano, y viola. Y veo hombres que son genios, cuyos nombres me suenan tan extraños: Beethoven, Mozart, Schubert, Strauss, Haendel…
En realidad, no importa mucho cómo se hayan llamado en vuestro mundo. Importa que crearon una belleza ilimitada. Que, continuando la línea de aquellos primeros hombres que golpeaban huesos bajo la luna, vibraron con la fuerza de unas notas. Llamaron a los dioses con un grito de armonía. Hicieron aparecer estrellas melodiosas en un cielo oscurecido por el miedo.
Con ellos, yo taño mi lira. Con ellos, entono un canto inmortal.
Escucha mi eterna melodía, Historia de los Hombres.