El medio ambiente es nuestro espacio vital. Todo cuanto nos rodea, sea próximo o lejano, está relacionado con el medio ambiente. No solo los bosques, montes y ríos, también las ciudades, por muy vastas que sean, forman parte de él. Todo cuanto se apoya en la finísima corteza terrestre puede englobarse en lo que denominamos medio ambiente. A veces, llevados por el hábito de vivir entre edificios y sobre el asfalto, podemos llegar a creer que vivimos de espaldas a la naturaleza. Esta creencia es harto peligrosa por cuanto puede conducir a la posición mental de que la naturaleza no forma parte de nuestras vidas y que lo que hacemos no le afecta.
Esta actitud ha producido una contaminación extensiva e intensiva del medio natural y, en los últimos decenios, la ecología y los movimientos de defensa de la naturaleza se han visto obligados, ante la posibilidad real de un colapso medioambiental, a lanzar campañas para que cambiemos ciertos hábitos de consumo. El resultado de su lucha no es nada halagüeño porque suelen terminar en predicaciones a los «conversos». Es difícil llegar a quienes no están interesados por el cuidado de la naturaleza.
Presentamos en el presente artículo algunos fundamentos filosóficos que favorezcan el necesario cambio de mentalidad que debe apoyar y motivar el cambio de hábitos.
Según Karl Kerényi, los griegos antiguos tenían tres palabras para referirse a la naturaleza. Por un lado, physis, que hace referencia a la vida física, al aspecto más concreto de la vida; por otro, bios, que designaba a todas las formas de vida; y, por último, zoé, la vida indestructible, que describían como una corriente que lo traspasa todo otorgando la cualidad de «vivo». Zoé está en todo y por todo el universo. Los filósofos indos se referían a ella como Jîva Prâna, la Vida-Una.
Esta concepción de la vida no es algo mítico, irracional o meramente poético. Las ciencias de la vida actuales han descubierto que la Tierra es un superorganismo vivo, que articula lo físico, lo químico, lo biológico y lo ecológico, de forma tan interdependiente y sutil que se hace siempre propicia a producir y reproducir la vida. Como muy bien aclara el profesor Sheldrake, «la teoría mecanicista se basa en la metáfora de la máquina. Pero es solo una metáfora. Los organismos vivos proporcionan mejores metáforas para los sistemas organizados en todos los niveles de complejidad (…). A la luz de la teoría del big bang, el universo en su conjunto es más bien un organismo que crece y evoluciona, en lugar de la máquina cuya energía se agota lentamente». Los biólogos todavía no saben qué es la vida, la estudian, describen procesos metabólicos, se imita la vida por medios artificiales, pero la ciencia no sabe explicar todavía qué es la Vida en sí misma (Diéguez, 2008). Esto significa que la vida no es el cuerpo, sino que lo anima, lo traspasa siendo algo más que él.
Para Platón, el universo y todo cuanto en él se expresa (lo vivo) es obra del demiurgo, un conjunto de dioses que, observando los arquetipos primeros, modelan la energía y la materia, cual experimentado alfarero, confiriéndole orden, cohesión, armonía, estructura, impulso evolutivo, etc. Siendo obra divina, además de respetar la vida en cualquiera de sus expresiones, debía el ser humano aprender de ella, porque como decía Dante, «la naturaleza es el arte de Dios». Aparece entonces la concepción de la naturaleza como un espacio sagrado, como un macro-bios, en el que todo está interconectado. La relación entre todas las partes del universo es matemática, geométrica y proporcionada según parámetros definidos. Esta interconexión es la que posibilita que la zoé fluya por todo y hacia todo, de manera justa y equilibrada.
Vida y naturaleza son dos realidades interconectadas e interdependientes. Podemos imaginarlas aquella como la electricidad y esta como el hilo eléctrico por el que circulan los electrones. Si quebramos o cortamos el hilo, la corriente se interrumpe y nos quedamos a oscuras.
Para las culturas chamánicas, injustamente tratadas por la ciencia positivista como inferiores e irracionales, las tribus pieles rojas y tantas otras amazónicas, siberianas, australianas, japonesas, etc., la vida fluye porque tiene alma. Todo en la naturaleza está vivo y tiene alma. Y lo que tiene alma posee pasado, presente y futuro, tres momentos que se unen en la noción de destino. Nadie tiene derecho a quebrar esa historia irrepetible que es la vida que se acurruca en cada ser vivo y le impulsa a ser él mismo. Haríamos bien los humanos en seguir el criterio del educador y arquitecto Frank Lloyd Wright: estudia la naturaleza, ama la naturaleza, acércate a la naturaleza. Nunca te fallará.
Lo mismo recomendaba el emperador filósofo Marco Aurelio, tomar a la naturaleza como maestra. Él mismo se maravillaba de la disciplina de las hormigas, de la naturaleza de las uvas y la del buey. Así llegó a ser uno de los mejores gobernantes de la historia de la humanidad. Necesitamos volver a la naturaleza. Este volver no es pasear por entre los árboles y la hierba. Volver es regresar a nuestros orígenes, cuando reconocíamos que la vida y la naturaleza conformaban el mundo misterioso que nos daba la vida y el alma. La naturaleza sostiene la vida universal de todos los seres, enseña el Dalai Lama. Necesitamos un volver humilde para poder reencauzar nuestras vidas y el sentido de la civilización que, evidentemente, hemos perdido. Necesitamos sentir que la naturaleza nos envuelve y que siempre está presente. Por todo ello, conviene cuidarla. De este cuidado solo obtendremos beneficios.
Bibliografía
BOFF, L., El horizonte de los derechos de la naturaleza. Revista América Latina en Movimiento, 479 (2012).
CAPACETE GONZÁLEZ, FRANCISCO. Yo, Animal. Editorial Arcopress, 2021.
CAPACETE GONZÁLEZ, FRANCISCO. La desacralización de la vida y la emergencia climática. Diario de Mallorca, 04/12/2019.
DIÉGUEZ, ANTONIO. ¿Es la vida un género natural? Dificultades para lograr una definición del concepto de vida. ArtefaCToS, vol. 1, n.º 1, noviembre 2008, 81-100.
KERÉNYI, KARL. Dionisos. Raíz de la vida indestructible. Editorial Herder (1998).
SHELDRAKE, RUPERT. El espejismo de la ciencia. Editorial Kairós. Barcelona, 2012.