El ejército de sombras. Ya somos solo eso. Aquí estamos todos iguales, con nuestros altos bonetes, con los brazos caídos, casi en posición de firmes. Firmes ante el tiempo, treinta y tres siglos antes de que vosotros nos vieseis, en el templo de Biblos, ejército de sueños para la mente de quien, como tú, se asoma curioso al fondo de la historia…
Biblos, hace 6000 años, era una metrópolis de la antigua Fenicia. Ella, la gran ciudad, tomó el relevo de Tiro cuando esta se debilitó por las luchas contra los reyes de Asur y de Babilonia y no pudo seguir protegiendo a los fenicios de Occidente de la amenaza griega.
¡Cuánto luchamos contra ellos! Los habitantes de Acaya, Eubea y Rodas, y los corintios y los jonios de Anatolia llegaron a nuestras costas tras las huellas de Ulises. Y tras ellas pisaron la Cirenaica, la Sicilia y Marsilia, y el reino de Tartesos, de fabulosa riqueza.
Todo Occidente hubo de unirse contra el invasor. Y fue Cartago, la ciudad de Melkart, quien asumió esa tarea. El impulsor fue el primer jefe político cuya personalidad ha recogido la historia: el rey Magón I, que gobernó desde 530 a 525 antes de nuestra era.
Magón creó un ejército de mercenarios, porque los cartagineses eran muy poco numerosos. Solo se reclutaron entre ellos los mandos y los cuadros selectos. Consolidó la alianza con los etruscos e impidió que los griegos se establecieran en Focea.
Vinieron años de guerra. Años en que la tierra se arrasó y los hombres murieron y los dioses volvieron su rostro hacia otro lugar, porque Biblos, y Tiro y Cartago entera fueron destruidas.
Delenda est Carthago, dijo el romano. Y Cartago fue destruida. La ciudad de Dido, la sede religiosa de Ba`al Hammon, la ciudad del Mekarte que luego fue Herakles, o al revés, qué más da eso a los dioses, fue arrasada.
Aníbal, ese general sin mancha, se inmoló ante ellos por no pasar la vergüenza de la derrota. Pero aún queda tanto Cartago… Quedan las plegarias de piedra del Campo de Saturno, estelas erigidas en recuerdo de los sacrificios, levantadas al cielo como espadas de fe.
Quedan las máscaras de la terracota, sonrientes, enigmáticas, hermosas, que depositábamos a la entrada de los santuarios y sobre las urnas funerarias para alejar a los demonios. Eran como el rostro amable de la vida ante la desconocida frialdad de la muerte.
Quedan las piezas de cerámica y de bronce que os hablan de refinamientos, de un modo de vida que apenas lográis entrever.
Y quedamos nosotros. Las sombras de piedra de los guerreros púnicos. Somos muchos. Cuidamos de las tophets sagradas, de la ciudad toda. En la paz velamos, y en la guerra hemos luchado con valor. Pero ni nuestra sangre, no la de Amílcar e Himilkan, fue suficiente para detener la ruina.
Cartago es solo una sombra. Pero la historia entera es eso, una sombra, más o menos oscura, que se recorta tras la vida de vuestro mundo de hoy. No des la espalda a las sombras. No desprecies a las sombras. No ignores las sombras. Ellas han sido alguna vez cuerpos fuertes y poderosos. Hoy os miran a todos desde el fondo de la historia.
Un día vosotros formaréis en vuestros ejércitos. Cuidad de ser dignos de ello.