No siempre lo más reciente, innovador o incluso rompedor, es lo más interesante y recomendable en nuestros días. A veces sucede lo contrario, y para eso están los aniversarios, que cada año nos recuerdan a los que dejaron huella en el mundo del pensamiento. Los celebramos recorriendo sus obras, sus biografías, las dificultades que tuvieron que superar, la grandeza de su talento, que triunfó sobre las penurias y los fracasos. Nos sentimos impresionados por su empeño en llevar a cabo una obra trascendental, a pesar de todo y de todos. Cada año nos ofrece unas cuantas oportunidades para redescubrir sus historias y sus reflexiones. Y descubrimos que todos los que conmemoramos, como se hacía en la Antigüedad con los héroes, tienen mucho que enseñarnos aquí y ahora.
Lo hemos comprobado con nuestra contribución al séptimo centenario de la muerte del poeta italiano Dante Alighieri, que nos ha permitido comprobar la atemporalidad de sus ideas y su actitud ante la vida. Ahora se nos presenta una nueva comprobación con la conmemoración del segundo centenario del nacimiento de Fiódor Dostoyevski, verdadero ejemplo del alma rusa, como han dicho muchos. Precisamente por esa identificación concreta es por lo que podemos sentir que es alguien que nos interpela, aunque nuestra historia sea distinta y estemos en otra época.
Son pocos los que alcanzan tal nivel de superación de las condiciones particulares de su tiempo para convertirse en interlocutores universales, y es justo que volvamos la mirada a sus obras imperecederas, que, paradójicamente, nos ayudan a comprender lo que sucede ahora mucho mejor que las que responden a la inmediatez de lo reciente.