No es el objetivo de estas breves líneas exponer el cada vez más confuso árbol genealógico darwinista-evolutivo de la humanidad, desde los australopitecos hasta el Homo sapiens; tampoco se trata de recopilar las diversas enseñanzas que las diferentes religiones han ido enseñando sobre el origen del universo y del hombre. Por contra y para comenzar, me gustaría traer a la memoria del lector una anécdota atribuida a la antropóloga Margaret Mead; se cuenta que una vez un alumno le preguntó en qué momento de la evolución se podría hablar de la aparición del ser humano, y esta contestó que en el momento en que aparecía un fósil con un fémur sanado de una lesión o rotura, pues esto implicaba que al individuo lesionado se le había estado curando durante largo tiempo hasta que se recuperase; eso indicaba altruismo e ir más allá de la mera supervivencia. En ese momento exacto la antropóloga establecía la aparición del ser humano como tal, es decir, que la solidaridad es lo que nos hace humanos.
Hace unos dos mil quinientos años, el filósofo griego Platón se preguntaba qué es la justicia, y en su escrito que hoy conocemos como la República establece una división entre el individuo, la sociedad de mera supervivencia y el Estado, apareciendo este último cuando se consigue alcanzar la justicia. Y para lograrlo, imagina una ciudad ideal con las cuatro virtudes que la tradición posterior conocería como virtudes platónicas, a saber, la templanza, la fortaleza, la prudencia y la justicia, siendo esta última la que aparece como una armonía colectiva cuando están presentes las otras tres. Aristóteles, discípulo de Platón, sigue sus enseñanzas definiendo al ser humano como un animal político, que nace, crece y se desarrolla en la polis, la ciudad, pues necesita de la colaboración de los otros para sobrevivir y viceversa, surgiendo así la sociedad que los griegos conocían como polis o ciudad, superando al mero ente individual.
Toda esta definición del ser humano como tal desaparecerá en la Edad Media con la subordinación de la filosofía a la teología y en ella aparecerá el orden teocrático-político que conocemos como feudalismo, donde cada ser humano tiene unas funciones muy claras y marcadas que son las que lo definen y lo distinguen socialmente.
Pero todo tiene su final, y al terminar la Edad Media se recuperan las enseñanzas y valores del mundo clásico en una nueva etapa histórica que conocemos como Renacimiento, en la que resurge de nuevo la conciencia del ser humano en sí y su situación dentro del cosmos. Sin embargo, esta nueva visión será antropocéntrica, centrada en el hombre; prueba de ello la tenemos en el Discurso sobre la dignidad del hombre, de Pico de la Mirándola, donde se habla de la libertad humana y de la posibilidad de poder convertirse en un ángel o dios o caer en la animalidad según sea el modelo de vida que se elija.
Este antropocentrismo, que halla su raíz en la Biblia, pues recordemos que en el Génesis Dios entrega al hombre recién creado —Adán— toda la tierra para su dominio, llevará consigo la excesiva consideración de la conciencia del hombre en sí como ente pensante y separado de las demás criaturas. El máximo exponente de este punto de vista será Descartes, con su famosísima máxima «Pienso, luego existo», con lo que implícitamente le niega al resto de la creación la condición de la existencia, pues sí de lo único de lo que no se puede dudar es del pensamiento, es el ente pensante el único que existe; y si yo soy consciente de que pienso… no estoy seguro de que los demás lo hagan y, por tanto, quizás no existan.
Esto traerá una serie de circunstancias sociales que ni el mismo Descartes hubiera imaginado, y que se plasmarán en la sociedad que actualmente vivimos. Una sociedad regida por el individualismo, donde la competencia es cada vez mayor y la solidaridad cotidiana es cada vez menor; tanto es así que vemos a una persona caída en la calle y nadie se inmuta, hasta el punto de morir por abandono. Para acallar nuestra adormecida conciencia caemos en el consumismo innecesario, en el culto al cuerpo, a los placeres, y las relaciones humanas se rompen, se vuelven superficiales o se limitan a la mera supervivencia; se considera al otro como un mero objeto sin buscar un contacto profundo.
El rabino Jonathan Sacks describe esta sociedad como la sociedad del hotel, donde cada persona está encerrada en su habitación, aislada de los demás, donde nos relacionamos por cuestiones de mero «mantenimiento del hotel» y lo único que pedimos es que el hotel esté en buenas condiciones, pagando la tarifa del mismo mediante impuestos anuales. Pero no salimos de nuestra habitación personal, y mucho menos del hotel en sí, pues tenemos miedo de conocernos y de conocer profundamente al otro.
Los principales efectos de este aislamiento psicológico están delante de nosotros, y son la creciente violencia, el aumento de las enfermedades mentales o las cada vez mayores desigualdades sociales. Bien es cierto que como reacción a todo esto están surgiendo una serie de movimientos sociales, como podemos ver en las asociaciones de beneficencia o en el creciente voluntariado. Pero no pasan de la superficialidad, no se busca el ser interior de la persona.
Se hace necesario, por no decir casi imprescindible, salir de nuestra habitación interior y buscar las raíces espirituales e intuitivas que nos hacen humanos; descubrir al individuo interior pensante (no pensado) y que es el que debe entrar en contacto con el otro. Para ese conocimiento interior tenemos la filosofía, que es amor a la sabiduría.
Ya hemos visto muy someramente los aportes de la filosofía occidental para conocer al ser humano en la sociedad; hagamos un breve repaso de la filosofía del antiguo Oriente, aunque la filosofía académica actualmente no la reconozca como tal. Como aporte de la filosofía hindú, tomada del Bhagavad Gita, llamamos cuaternario al conjunto de lo físico, lo vital, los cambiantes sentimientos y los variables pensamientos.
En el ejemplo del hotel del rabino Sacks solo se mantiene el cuaternario,la mera existencia, pero la filosofía oriental nos enseña que hay algo más. Nos enseña a ir más allá de la existencia mudable del cuaternario para encontrar nuestra verdadera esencia, lo que somos realmente. Esta condición del ser sería lo que llaman la tríada; una parte de ella sería la mente universal, la creativa, la que está abierta al mundo; también están presentes en esa tríada que constituye el ser la intuición y la voluntad pura.
Es en la tríada donde debemos buscar nuestra condición humana real, no solo en la existencia variable de nuestro cuaternario. En la República, Platón, hablando esta vez del ser humano, lo considera formado de cuerpo, alma y espíritu, siendo este último la sede de nuestra naturaleza interna. Nos aparece la cuestión de dónde está nuestra conciencia la mayor parte del tiempo, si en el cuerpo, en el alma o en el espíritu. Pero para elevar la conciencia hacia el espíritu necesitamos una vía, un camino que nos lleve más allá de nuestras necesidades físicas, vitales, emocionales o mentales, que muy a menudo nos son inculcadas por esta sociedad materialista.
Esa vía, ese camino, ese elemento unificador sería la conciencia, necesaria para establecer un hábito de armonía y equilibrio en nuestra manera de vivir. Sin descartar el mundo en el que vivimos, la existencia deviene como resultado del ser, no es la meta en sí, es la conciencia de nuestro ser y del de los otros. Hay que despertar la conciencia para saber realmente lo que somos, más allá de las elucubraciones filosóficas. Para ello debemos educar nuestra atención y nuestra concentración. Si focalizo mi atención en mi cuerpo, me identifico con él; si la focalizo en mi emoción o en mi pensamiento me identifico con ello. Entonces, la mejor manera para llegar al ser es elevar la conciencia mediante la atención hacia la tríada, despegándola de los elementos del cuaternario, aunque sin descuidar este último.
Para ello tenemos la inteligencia y el discernimiento, la capacidad de elegir entre dos opciones sin dejarnos llevar por las corrientes de moda o de pensamiento. Se hace imprescindible hallar nuestro centro, es decir, estar concentrados en nosotros mismos más allá del cuaternario. Si estamos dispersos es muy difícil que nos conozcamos, que hallemos nuestro camino.
Platón también nos habla en la República de alcanzar el ideal filosófico y el ideal político. Si para conquistar el ideal filosófico necesitamos de lo que los griegos llamaban la ética, los valores, el sentido de la justicia, de la generosidad, del amor, de la tolerancia, practicando este ideal trascendemos la mera supervivencia colectiva, y llegamos a la política entendida como ciencia. Si la conciencia es lo que nos unifica como individuos, los gobiernos, a través de la aplicación de la justicia como conciencia social, unifican a la sociedad en un ente trascendente que llamamos Estado haciendo equivalentes ética y política. Recordemos que el ser humano no está solo en un hotel, vive en sociedad.
Ser un individuo no nos viene de nacimiento, debe conquistarse por la elevación de la conciencia hacia el ser, el sí mismo; esto último nos llevaría hacia la convicción interior. Esta convicción viene porque hemos tomado conciencia de las experiencias vividas; y para ello hay que dar coherencia a nuestra vida intentando armonizar pensamiento, sentimiento y acción; si no es así volvemos al desorden, al caos, y para evitarlo debemos estar concentrados. Somos diferentes en nuestra existencia, pero en nuestra esencia no. Si hemos descubierto algo del ser, sabremos que por encima del aspecto o la cultura hay algo en común, hay humanidad; eso también es reconocerse, descubrir el alma del otro.
Entonces aparece la concordia, el corazón con corazón, y nos mejoramos mutuamente, porque no estamos solos en ese camino, debemos aceptarnos para conocernos a nosotros mismos y a los demás descubriendo lo que nos hace realmente humanos.
Extracto de una conferencia impartida por Pilar Viera y el autor de estas líneas en el Centro Habis de Huelva (España) con el título que encabeza este artículo.