«Donde hay miedo, no hay libertad; y sin libertad, no hay amor». Krishnamurti
El ser humano fue puesto en esta tierra para conocer, vivir y expresar todo su potencial, desarrollar todas sus virtudes, pero al parecer en muchas ocasiones se nos olvida. El miedo nos intimida cada vez con más fuerza, limitando nuestra capacidad de acción y realización. Pero ¿a qué tenemos miedo? Nelson Mandela, refiriéndose al inconmensurable potencial humano, afirmaba que «el ser humano realmente no tiene miedo a su oscuridad, sino que tiene miedo a su propia luz». Profundicemos un poco en ello.
Indiscutiblemente, podemos decir que a todos nos afecta el miedo, padeciendo alguna de sus innumerables formas de manifestación, aunque en diferentes grados y niveles de nuestra conciencia: miedo a la oscuridad, a lo que pasará, a enfermarse, a envejecer, miedo al cambio, a fracasar, a vivir o a morir…, lo que nos provoca una tremenda conmoción. Y todo ello activa nuestro estado de alerta, aumentando los niveles de cortisol (la hormona del miedo) en la sangre, en lugar de la serotonina o la dopamina, hormonas que tienen un impacto positivo y de bienestar en el cuerpo y en la mente. En consecuencia, naturalmente, se activan una serie de mecanismos internos con el fin de volver a sentirnos a salvo ante el peligro.
El miedo en sí es una reacción instintiva ante un riesgo, una alerta para que nos pongamos a salvo. Sin embargo, el problema es cuando amplificamos de manera fantasiosa y exagerada los peligros. En tal caso, las consecuencias se manifiestan de diferentes formas, dependiendo de las características de cada persona: vulnerabilidad para los sensibles, bloqueo para los tímidos, obsesiones para los intelectuales, ansiedad para los controladores…, haciendo que esa idea de miedo nos produzca reacciones físicas y psicológicas paralizantes, lo que podría convertirse en una enfermedad psíquica que impide que podamos realizar nuestros mejores objetivos y sueños.
Para ahondar en la naturaleza del miedo, J. Krishnamurti nos propone reflexionar de manera desprejuiciada, tratando de comprender su origen. Nos invita a verlo como un movimiento en el tiempo del pensar. Define el miedo como el fruto de una comparación con elementos existentes en nuestra memoria, llena de recuerdos y experiencias, que nos condiciona a atenderlo con verdadera libertad. Nos recomienda escucharlo, observarlo y aprender de él. No querer librarse, no huir o verlo como algo negativo, dañino o malo, sino tomarlo como punto de partida para escuchar lo que nos quiere enseñar esa voz de la luz, porque solo aquel que aprenda de él, será capaz de atesorar grandes conocimientos. Solo una mente libre y atenta es capaz de disipar el miedo, porque este jamás está en el aquí y el ahora.
Si el universo es mental, tal y como nos propone el principio del mentalismo del Kybalion egipcio, el miedo es fruto de un pensamiento. De suerte que es importante entender cómo funciona nuestra mente —«la loca de la casa», como solía llamarla Santa Teresa de Jesús—. La mente juzga, busca amparo y seguridad para autoprotegerse; no soporta la vacuidad (el no saber la perturba), y, por ello, muy aguda, ha desarrollado innumerables estrategias para evitar el miedo: lo reprime, trata de controlarlo, lo rehúye, lo niega, se distrae… pero, al ser un elemento natural, a medida que huimos de él, crece.
El miedo y el placer son dos caras de una misma moneda, al igual que la alegría y la tristeza, como nos decía Kahlil Gibrán. Por eso, para superar la dualidad inestable y cambiante, debe trascenderse y transmutarse la semilla que engendra: luz en forma de conocimiento.
Para superar el miedo es necesario estar alerta, que no es apartarse de la vida, sino más bien una forma de vida. Es el cultivo de la atención consciente, de una vida meditativa, lo que nos permite vaciar la mente de las falsas creencias que nos paralizan ante él. Así, en ese vacío, la mente se rejuvenece, se refresca y se torna cristalina, inocente. Y con esa mirada inocente —como la de un niño que no juzga— es capaz de percibir correctamente la realidad, para discernir lo atemporal de lo perecedero, y ver que la vida es un continuo cambio al que no hay que temer. Nos hace entender el eterno ciclo de la creación, donde la destrucción de las viejas formas es necesaria para dar paso a las nuevas y más adaptadas a nuestra evolución.
En este sentido, hacemos referencia al cuento del sapo y la serpiente, donde esta última simboliza lo atemporal, lo nuevo y renovado; y el sapo, lo conocido, caduco, rígido y limitante. Este cuento nos relata cómo el sapo, atemorizado, escupe baba tejiendo un círculo de protección alrededor suyo cada vez que la serpiente intenta pasar el borde.
Nuestro sapo se oculta en creencias que nos frenan, en antiguos recuerdos inconscientes, inercias, automatismos, etc. Y esa baba que sale de la boca en forma de palabras, de miedos, encierra a su presa asegurándose su propia subsistencia, la del pequeño ego. Y cuanto más tiempo pasa, más invisible y poderosa se hace. Pero es nuestra responsabilidad el desafiar al sapo y actuar con coraje y superar el victimismo. Jamás la responsabilidad será exterior, sino más bien un camino interno como el del guerrero de luz que todos somos, y que recorre los laberintos de su propia mente, guiado por el amor, para vencerse a sí mismo y conquistar su propio ser.
El ser es atemporal, pero solo podemos apresarlo en el presente, sin las fronteras del pensamiento ni del sentimiento. Simplemente, estando de manera activa en el eterno presente. Dentro de la ilusión del tiempo y el pensamiento, hay miedo y placer. Este dualismo está dentro de Maya (la ilusión de las formas materiales). Vivir en un estado meditativo consciente significa vivir con energía en forma de luz y conciencia plena.
Cada vez nos resulta más difícil pensar que algún día podamos vivir sin miedo a nada, ¿verdad? Pero de allí que nuestra tarea constante de reflexión debe estar enfocada en obrar con coraje, obrar con el corazón inspirado por ideas estables, luminosas, bellas y justas, para ir progresivamente adquiriendo una relación más armoniosa con nuestros miedos. No huir, sino reflexionar, sentir y actuar, a pesar del miedo.
En la mayoría de los momentos difíciles, donde el miedo nos atrapa e inmoviliza, lo único que nos puede ayudar es la acción. No una acción movida por el miedo, ¡no!, pues esa acción resultaría instintiva, primaria, en muchos casos manipulada. Y tampoco una acción que busca el placer, que como ya hemos comentado, sería la otra cara de la moneda. Se necesita una acción consciente y alineada con nuestro ser. La acción vence el miedo y aleja el sentimiento de fracaso, puesto que cuanto más se teme, más se acrecienta la sensación de impotencia ante los riesgos. Así que, actuar con voluntad nos proporciona seguridad interior y confianza en nosotros mismos. Cultivar el espíritu de victoria diaria nos va a ayudar a resignificar la palabra miedo como el camino de superación a recorrer, o la prueba que necesitamos para aprender.
El miedo en sí refleja una falta de voluntad para trabajar con nosotros mismos, y si algo sabemos es que hemos venido a aprender, a equivocarnos y a evolucionar. Buscamos el progreso, no la perfección. Y para aprender necesitamos del movimiento, de la acción inteligente. Esa práctica constante de la acción con valor nos fortalece. Y como nos aconseja Delia S. Guzmán, «debemos ir hacia lo desconocido, es decir, hacia lo que nos falta por saber, no con miedo, sino con la alegría espiritual del que va descubriendo las leyes inexploradas de la naturaleza y los poderes latentes del ser humano».
Debemos tener claro que el miedo marca el camino a seguir, marca el camino del valor, del ser y de la luz.
¿Estás preparado para transitarlo?
wooow ¡Que aventura!
Guiados por el Amor, siempre. 🙂