No parece que exista mayor distancia que la que hay entre el simbolismo tradicional y la ciencia, y, sin embargo, es justo lo contrario. El pensamiento científico avanzado se fundamenta en leyes que a menudo se expresan con «símbolos» matemáticos, extraños para el profano, esotéricos para el no iniciado.
Como ejemplo, contemplemos la famosa ecuación de Schrödinger dependiente del tiempo, donde se describe un sistema físico evolucionante.
Podría objetarse que lo «esotérico» aquí se limita al desconocimiento de unos símbolos matemáticos, que una vez bien explicados… nos dejan tan confusos como al principio, porque a menos que se esté «iniciado» en sus secretos, no solo de las matemáticas, sino del significado profundo de la física, no entenderemos nada acerca de conceptos tales como tiempo, espacio, materia, evolución y transformación. Para el profano es tan fantástico o ilusivo como pueda ser el más simple de los símbolos numéricos masónicos, como el siguiente:
Entonces, ¿de qué estamos hablando?
Mente lógica y mente analógica
La realidad siempre puede ser definida desde varios ángulos posibles. La visión científica, por ejemplo, considera que H2O representa como símbolo al agua. La visión profunda, o sea, en búsqueda de su función real, nos dirá que también es símbolo de la vida.
Un símbolo matemático tal como el que representa lo infinito numéricamente, considerado desde una visión profunda es un bucle que se repite, formando un círculo de manifestación para luego volver a reiniciarlo en otro nivel paralelo, y de nuevo volver a manifestarse. Sería el símbolo del tiempo infinito, y de las sucesivas oleadas de creación y adormecimiento, lo que la tradición hindú denomina como Manvántaras y Pralayas, tanto del universo «in toto» como de la vida humana, o reencarnación.
La ciencia mecanicista del siglo XIX y sus herederos contemplaban, por ejemplo, la actividad mental como subordinada al mecanismo del cerebro, hasta tal punto que el pensamiento era considerado como una especie de jugo segregado pasivamente por la actividad fisiológica de las células neuronales.
Estableció esta ciencia materialista reglas inamovibles que compartimentan la existencia entre lo lógico y lo demás, considerado como irracional, condenando así a toda otra forma de pensamiento, e ignorando que hay formas de pensamiento no lógicas pero sí racionales.
De esta manera, dichas reglas racionales, de obligado cumplimiento en el ámbito del trabajo, en la universidad, en el laboratorio, se aplican a las cosas que pueden ser «tocadas», bien de manera directa o a través del cálculo y las teorías científicas. No obstante, se permite en el ámbito privado, como especie de escape alucinatorio, entregarse a la locura de las creencias en valores morales o en credos, relacionados con principios invisibles y planos no reconocidos por la lógica racional.
Toda alternativa a este modelo es considerada como volver a un pensamiento de la era prelógica y prerracional, o sea. a un pensamiento primitivo aún persistente, que, no obstante, la ciencia positivista se encargaría de eliminar poco a poco con el paso de los años.
Se trata de una concesión menor: sea usted científico, racional y materialista en su vida pública, aunque si a usted le place puede entregarse a sus «locuras» en la vida privada, como especie de fantasía personal relajante.
No obstante, el hombre también posee otros instrumentos de conocimiento, aunque cada uno de ellos debe ser aplicado al plano adecuado.
Nos referimos aquí a la «mente analógica», aquella capaz de ver la esencia de las cosas, en su naturaleza última, sin recurrir al análisis que divide y trocea la realidad para llegar a conclusiones solo válidas en el plano material. La analogía, por el contrario, es capaz de encontrar similaridades, peculiaridades repetidas en diferentes niveles, que permiten una integración en una concepción única.
La forma de pensamiento analógico, no solo reconcilia cosas que aparentemente son contrarias, sino que además las hace convivir armoniosamente. Así, por ejemplo, para la lógica racionalista blanco y negro son distintos, e incluso opuestos. El pensamiento analógico, cuando se aplica al caso, descubre que negro y blanco comparten cosas en común: ambos son extremos entre los colores, y ambos no son colores. Cuando los místicos hablan de la Oscuridad, que es la Luz Verdadera, a partir de la cual se genera la luz física que ilumina las cosas, nos damos cuenta de que esta última es parcial, ilusoria, porque no «ilumina» toda la Realidad, sino solo su aspecto manifiesto.
Precisamente, el «símbolo» es aquello que unifica e integra esa concepción unitaria. A partir del símbolo se puede llegar a todas sus consecuencias y derivadas de manera simultánea y holística.
Los símbolos, ya sean místicos, míticos, matemáticos, psicológicos, etc., son precisamente las unidades fundamentales del pensamiento integrador, del pensamiento que tiene en cuenta las realidades analógicas y lógicas, la luz manifiesta y la no manifiesta, lo blanco y lo negro.
Y es su aspecto integrador el que permite, como una ofrenda, ofrecer a la mente desprejuiciada y libre toda su riqueza, todos sus significados armónicos y resonantes en todos los planos posibles, siendo el único límite nuestra propia capacidad para navegar en ese mundo lleno de significados.
La regla segura, tanto para la ciencia como para el simbolismo en general, consiste en que todo símbolo verdadero responde a un fundamento lógico y basado en la naturaleza. H. P. Blavatsky apunta que «ningún símbolo ha sido nunca adoptado en Oriente sin estar basado en una razón lógica y demostrable».
Afirmaba también que cada símbolo posee, cuando es completo, hasta siete claves de interpretación, todas ellas basadas precisamente en distintos puntos de vista, algunos de ellos en relación directa con las ciencias:
– Clave fisiológica, antropológica y psicológica, que versa sobre la constitución interna del hombre.
– Clave histórico-geográfica, en relación con la geografía sagrada de los enclaves especiales. Asimismo, encripta también la localización de lugares históricos en relación con mitos.
– Clave astronómica, cuya aplicación se fundamenta en los movimientos estelares y sus ciclos, tanto en su aspecto físico como simbólico y mítico.
– Clave metafísica, se refiere a los elementos sutiles y trascendentales con respecto al hombre. Se refiere a las potencialidades y capacidades metafísicas del ser humano.
– Clave místico-simbólica, que, operativamente, permite acercarse a la experiencia mística y religiosa.
– Clave teogónica, en la que se estudian los dioses de la tradición como expresión mítica de principios universales.
– Clave geométrica y matemática, de base científica también, sobre todo aritmética y matemática, y se utiliza tanto en la construcción sagrada como en el arte, así como en el análisis de textos religiosos encriptados, como ocurre en la Cábala hebrea, aunque no de manera exclusiva.
Subjetivismo científico
Para las ciencias en general, el ideal perfecto era la objetividad, la descripción independiente del sujeto de leyes inamovibles en las que no interviene la subjetividad del observador.
Sin embargo, la nueva física cuántica, la física relativista, enseña algo completamente diferente; de repente, los hechos objetivos no son tales, salvo en grandes líneas generales. Cada ser humano se inserta en medio de las fórmulas matemáticas, de las leyes físicas.
Evidentemente, en el plano físico habitual, aunque cada ser humano posea su propia perspectiva espacial y temporal, dadas las pequeñas diferencias existentes, podemos considerar que compartimos leyes, espacio y tiempo en común.
Al introducir la variable del «observador», especialmente en la física cuántica de las subpartículas atómicas, la realidad del fenómeno se modifica. Se podría objetar que esas modificaciones son negligibles y mínimas. Ciertamente, pero no es eso lo importante; lo que de verdad importa es el hecho de que existe una realidad subyacente, por debajo de lo objetivo y corpóreo, que está íntimamente ligada a la naturaleza y psicología del observador, a su propio comportamiento, a su percepción del tiempo y el espacio, el lugar donde todo sucede.
Es como si en la realidad diaria, en la oscuridad en la que nos movemos, apareciera debajo de la puerta una ligera luminiscencia que nos indica que hay vida, que hay algo más allá del teatro-vida en el que nos movemos.
Y entonces, volvemos de nuevo al símbolo, porque para expresar esa realidad subyacente, no bastan las fórmulas matemáticas, también es necesario un entendimiento profundo de aquello que la ciencia meramente vislumbra.
A los secos símbolos científicos habría que añadir los símbolos vitales, comprensibles para aquellos que no son matemáticos, ni físicos, ni científicos, sino seres humanos que buscan en esos símbolos una respuesta. Sí, ciertamente, hay espacio y tiempo. Pero ¿Cuál es la esencia profunda que hay que entender y para qué nos sirve?
Si H2O no era solo agua, sino también vida, al espacio-tiempo de la ciencia hay que añadirle otra visión, la visión que los egipcios, por ejemplo, tuvieron hace miles de años, cuando Einstein aún no había nacido.
Un hombre, un ganador, alguien que sabe, triunfó sobre la prisión en la que transcurre nuestra vida, la prisión representada aquí por los cuatro hijos de Horus, o sea, las cuatro direcciones del espacio, también llamados los cuatro pilares de Shu, que son los que conforman las bases sobre las que el universo está construido: el espacio-tiempo.
Constituyen el marco espacio-temporal en el que nos movemos, del que nunca salimos, salvo transitoriamente en la muerte. No importa lo lejos que viajemos, no importa los años que hayan transcurrido. Siempre nos movemos en el interior de ese túnel espacio-tiempo, simbolizado aquí por el sarcófago («lo que se come la carne», de sarco: ‘carne’, y fago: ‘comer’).
La vida sagrada es la clave, la llave, lo que los egipcios llamaban el «Anj», o cruz-llave de la vida, y entonces aquel que penetra el símbolo sabe que se puede escapar de esa tumba del espacio-tiempo, de ese sarcófago cuya tapa es Nut, el cielo, representado por las estrellas pintadas en la misma, y cuyo fondo es el símbolo de Ge, el rectángulo de la tierra.
Este símbolo me enseña así lo fundamental. No me interesa tanto saber la fórmula de Schrödinger, su significado, sino entender el símbolo que la vida presenta ante mí. No obstante, bien leída, incluso esa fórmula puede llevarme a entender Aquello.
La ciencia del siglo XXI se ha liberado de muchas de las limitaciones psicológicas del siglo XIX y principios del XX. Solo necesita un paso más, como dijo H. P. Blavatsky, para rozar los límites de lo místico.