¿Piensa el universo? Si es así, ¿cómo se manifiesta en nuestra vida y pensamientos?
Que el ser humano es un ser mental es una evidencia para todos nosotros; solo hace falta contemplar la vida y la naturaleza a nuestro alrededor para darnos cuenta de que el ser humano se diferencia por la posesión de la capacidad individual de elaborar pensamientos, razonamientos e intuiciones que determinan esa forma de vida característica que llamamos vida humana.
Podemos decir, pues, que el ser humano es un ser mental, pero también es un ser que es emanación o criatura de una forma total y única de vida a la que no puede llegar a comprender en su totalidad por su infinitud y a la que ha denominado universo —uno y todo—. ¿Podríamos pensar que ese universo por el que somos es, asimismo, mental?
No estamos expresando esa idea por primera vez. Desde el origen de la humanidad y a través de sus textos más profundos y mistéricos, las diferentes civilizaciones han sostenido que «El universo es mental» y «Como es arriba es abajo»[1]. Pero lo cierto es que el momento histórico y social en el que vivimos actualmente ha cerrado las puertas a grandes enseñanzas que, siendo patrimonio de todos los pueblos del planeta, se desprecian como manifestaciones de un tiempo no lógico, como si la razón fuera el único instrumento que podemos usar para ejercer nuestra capacidad mental, obviando la imaginación, la intuición, el sentido de trascendencia o el impulso de búsqueda más allá de lo visible.
Así, al ser humano solo se le permite vivir fraccionado e incompleto, lo que le lleva a una insatisfacción permanente, a una pérdida de la finalidad de la existencia o incluso a una contradicción entre pensamiento y conducta, entre la compulsión de muerte o vivir al precio que sea.
Pero volvamos a ese universo mental, manifestación del Todo Absoluto e Incognoscible y del que somos una de las tantas manifestaciones de vida que emanan de él. Para acercarnos un poco a esta idea, podemos hacer una analogía basándonos en ese principio de correspondencia que hemos citado en párrafos anteriores, es decir, observemos cómo pensamos y actuamos los seres humanos. Tenemos pensamientos en lo abstracto y en lo concreto, pero, ante cualquier acción o construcción, primeramente la pensamos de acuerdo a lo que podríamos llamar un modelo. Para realizar cualquier acto, primero pensamos cómo debe ser la forma más adecuada de hacerlo. Por la citada analogía, y tratando de simplificar los conceptos para que nos sea más fácil acercarnos a la comprensión de la mente del universo, ¿podríamos deducir que los pensamientos del universo son los arquetipos?
Hagamos una reflexión etimológica: arquetipo, derivado del griego (como tantas palabras de nuestra lengua), vendría a significar ‘origen, principio, fuente primordial o patrón’ que sirve o es ejemplo de perfección de algo y copia, modelo o forma.
Sigamos con las analogías. Pensemos el lugar que ocupamos en ese universo al que también denominamos cosmos en su manifestación física, simplemente por lo más básico, el tamaño. Por lógica, podríamos pensar que podríamos aplicar la misma comparación a otros niveles. Con nuestra mente hemos sido capaces de llegar a otros planetas, crear Internet o descubrir los virus, pero el universo ha creado las galaxias y los soles, la materia oscura y los agujeros negros, que alcanzan tamaños que no podemos concebir, Y eso si solo nos referimos al tamaño físico, y apenas nos damos cuenta porque los planetas giran alrededor de los soles, porque todas las criaturas del espacio ocupan su lugar y cumplen su misión. Es decir, se manifiestan en el plano físico pero también en planos de comportamiento cumpliendo una finalidad que somos incapaces de comprender o justificar.
Pero volvamos a la especie a la que pertenecemos y nos interesa, es decir, la especie humana. ¿Cómo se relacionan los pensamientos del universo en nuestra existencia?
Todas las culturas, religiones y tradiciones de todos los grupos humanos lo han comprendido en mayor o menor medida y lo han expresado bien de forma oral o escrita a través del lenguaje simbólico. Y podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que el símbolo es el lenguaje que se manifiesta más allá del tiempo y el espacio, que es universal y que nos rodea en todos los contenidos de la vida.
Desgraciadamente, vivimos un momento que ha perdido la capacidad de comprender que el símbolo es la forma en la que el universo se comunica con nosotros y cuya función primordial es manifestar un contenido interior. Es decir, el símbolo sería contenedor y contenido. El contenedor varía en forma y significado según los momentos históricos y las culturas. Está, por lo tanto, relacionado con el espacio-tiempo, mientras que el contenido sería atemporal o haría referencia a grandes ciclos de tiempo inabarcables en comprensión para nosotros, los humanos, pero, sin embargo, dándonos valores y significados para conocernos a nosotros mismos, la sociedad que conformamos y la propia historia que construimos. Podríamos hablar de un significado simbólico exotérico y otro esotérico o interno.
Pero cuando se transmite un mensaje entre emisor y receptor, existe la necesidad de que el receptor comprenda el significado o lenguaje del mensaje, ya que, si no, será imposible la comunicación y comprensión del mismo. Pongamos un ejemplo. Imaginemos una partitura musical. Si la observa una persona que nunca ha visto nada semejante e ignora totalmente el significado de los signos, solo verá en la hoja un galimatías sin sentido. Pensemos en otra persona que tiene una vaga idea de las notas musicales: sabrá que es una partitura musical, pero no pasará de ahí. Imaginemos otra persona que sí conoce el lenguaje musical y no solo es capaz de reconocer la música reflejada sino también de reproducirla en un instrumento musical. Y, finalmente, está aquel o aquella que es capaz de componer piezas musicales. Pero imaginemos también que juntamente con la partitura se entregaran las enseñanzas para ir comprendiendo, aprendiendo e integrando ese conocimiento.
Así funciona el universo. Su comunicación tiene muchos niveles de significado. Así, podemos decir con Mircea Eliade[2] que si el símbolo integra al hombre con los ritmos de la naturaleza, integrándolo en el universo, se ajusta a la infinita variedad del cosmos. Pero ¿qué sucede con nosotros, los seres humanos? Refiriéndonos de nuevo a la necesidad que tiene el receptor de un mensaje de conocer las claves del mismo para comprenderlo o de estudiarlas si las desconoce, nos vamos a encontrar con varias dificultades a la hora de recibir esos mensajes del universo que llamamos arquetipos.
Hagamos un esfuerzo y tratemos de ir más allá de las limitaciones racionales de nuestro tiempo. Reflexionemos que la razón es solo un instrumento de los infinitos que la naturaleza nos ha otorgado para lanzarnos a la vida. No seamos cobardes en el uso de esos poderes casi infinitos que nos conectan con el universo del que emanamos, y enfrentemos así la dificultad que puede representar para nosotros entender el lenguaje simbólico. Su vehículo externo varía en espacio y tiempo, cultura o tradición. Si en un momento determinado tenía un significado, en otro momento o lugar puede significar exactamente lo contrario. Tomemos como ejemplo el símbolo de la rata o la serpiente. En unas culturas representa valores de trascendental contenido ético o espiritual y en otras representa exactamente lo contrario, vinculándolos a lo maligno. Ahora bien, si pensamos un poco nos daremos cuenta de que la forma en la que el mensaje simbólico está contenido no es lo importante, sino que la finalidad del mismo radica en el contenido.
Pero lo cierto es que vivimos inmersos en un mundo de símbolos que nos rodean por doquier aunque, dada la dificultad de vivir en un tiempo desconectado de todo lo que no sea material y temporal, acceder a la forma de comportamientos simbólicos de los que ignoramos su significado, la posibilidad de intuir el arquetipo que está tras el lenguaje del símbolo nos está vedado, y así, percibimos la vida como una manifestación sin sentido no exenta de crueldad, como si tuviéramos sed y nos diéramos cuenta de que nos encontramos ante un cántaro vacío, sin percibir que al lado hay otro pletórico de agua fresca.
El psiquiatra suizo Carl G. Jung entendió que, de la misma forma que existe un «modelo» o forma para el hombre físico pero con las diferencias individuales de cada sujeto, así sería también en su aspecto psico-mental, al que denominó inconsciente colectivo y que sería el depositario de esos pensamientos del universo o arquetipos[3]. De ahí se manifestaría al inconsciente individual de cada ser humano, pero a través del lenguaje simbólico representado por diferentes figuras o entidades, manifestándose no solo en lo individual, sino también en lo social e histórico a través de las narraciones mitológicas, las representaciones artísticas, los textos religiosos, los cuentos y relatos e incluso en los sueños (las sociedades como la griega o la romana tenían templos dedicados a los sueños, donde no solo se conectaban con el dios-arquetipo, sino que se le pedía consejo o curación).
Jung le puso nombre a los arquetipos, desde los más elevados (clave de la evolución del ser humano) hasta su manifestación en comportamientos y actitudes cotidianas.
Jung destacó un mito que reflejaría el recorrido de la existencia humana en la conquista de su identidad, de la conciencia de su yo real, «el camino del héroe», recorrido lleno de pruebas, peligros y enfrentamientos con entidades monstruosas a las que el héroe debe plantar cara. Pero la meta final de ese camino no es externa al héroe, sino que es su centro. El sí-mismo, el self para Jung o el dios olvidado que somos para Platón. El difícil camino hacia ese centro sería el sendero de individuación, donde, a través de cada etapa o prueba superada, se conquista un grado más de conocimiento e identidad. En ese viaje, iría integrando sus opuestos —ánima/ánimus—, iluminando lo oscuro y caótico, la sombra, hasta alcanzar el sí mismo. Jung compara este proceso con la alquimia donde, a través de una serie de fases, se consigue la transmutación final: el ser humano de hierro se ha transmutado en el ser humano de oro, ha unido su alma con el alma del universo.
Así estaría reflejado a través de relatos como la batalla de Arjuna en el Bhagavad-Gita, los trabajos de Hércules, el mito de Teseo o, de otra manera, en los mandalas, el juego de la oca etc. No obstante, como ya explicamos con anterioridad, estas representaciones o narrativas simbólicas tienen diferentes niveles de comprensión y manifestación, semejantes al ejemplo expuesto con anterioridad sobre la partitura musical.
Podemos acceder, por tanto, a las claves que nos permitan conectar nuestro pensamiento, provisto de todas sus capacidades, con la mente universal, si bien el proceso no es fácil y requiere constancia y perseverancia para que nuestra conciencia se eleve progresivamente hacia el corazón-mente de ese universo donde nacen los arquetipos. Tal vez, como nos narran algunas de las antiguas civilizaciones en sus libros místicos, se necesiten muchas vidas, pero la clave está en tener la determinación de dar un paso tras otro en la conquista de nuestro propio misterio.
A lo largo de la historia de la humanidad, muchos grandes hombres y mujeres lo lograron y cumplieron la gran condición: no basta elevarse, saber y comprender, la obra no se termina aquí. Es necesaria la transmisión, porque nadie puede retener el conocimiento para sí, ya que, de alguna forma, estaría transgrediendo las más elementales leyes universales. Por lo tanto, busquemos las enseñanzas en los grandes sabios y maestros que en el mundo han sido, activemos nuestra natural inquietud filosófica y tomemos conciencia de que, si el símbolo deriva del arquetipo, es, asimismo, el camino que conduce a él.
Es fácil comprender entonces la importancia que tenían en el llamado mundo clásico, antecedente civilizatorio de nuestra cultura, las escuelas de filosofía, donde esta búsqueda de saber no sería una mera especulación intelectual, sino una forma de aprender a vivir y conocer; en una palabra, a ser en lo trascendente y atemporal.
En nosotros está el poder de ir aumentando —con humildad y generosidad— nuestra comprensión del mensaje simbólico que nos indica el sentido de la vida, la trascendencia de nuestros actos y pensamientos, nuestra conexión desde lo finito a lo infinito. Así, no solamente nos iremos construyendo a nosotros mismos, sino que también construiremos nuestra sociedad, recobrando para ella el vínculo a los arquetipos y la comprensión y activación de lo simbólico, e igualmente escribiremos algún renglón en el libro de la musa de la historia.
[1] Mentalismo: primer principio del Kibalión. Correspondencia: segundo principio del Kibalión.
[2] Mircea Eliade (1907-1986). filósofo y escritor rumano. Profundizó en el estudio de la mitología, la simbología y las religiones comparadas. Estudió sánscrito en la India y el Himalaya. Cuando se desató el conflicto de la 2.ª Guerra Mundial, se trasladó a EE. UU. donde ejerció como catedrático en la Universidad de Chicago hasta su muerte. Fue autor de una ingente obra, en la que destaca El mito del eterno retorno.
[3] Jung utilizó el término arquetipo por primera vez en 1919, inspirado en las ideas de Platón, las categorías de Kant y los prototipos de Schopenhauer.
María Jesús Iglesias es también profesora en Universitas Estudios Generales, plataforma de cursos online.