NOTA PRELIMINAR: generalmente, suelo incluir a cada cita textual incorporada el texto en su idioma original. Sin embargo, en un volumen tan escaso de palabras como el que ocupa este artículo, incluir todos y cada uno de los textos en, mayoritariamente, inglés, resultaría en la práctica un duplicado de volumen y contenido. Por lo tanto, remito a la bibliografía para rescatar en inglés original los párrafos citados, y los eliminaré como referencias individuales. Excepto hecha de algunos de ellos, que realmente merecen una significación aparte.
Los anishinabek
El viajero visita Washington con la esperanza de poder consultar documentación relevante para la elaboración de sus trabajos. Lo hace de camino a España, a la que llegará en breve, no sin antes visitar rincones que, para él, suponen un hito en su búsqueda. Hoy toca explorar el Museo del Indio Americano.
Montado por primera vez en un patinete eléctrico alquilado, como un intrépido auriga del siglo XXI, comprueba que sus escasas dotes de ciclista son perfectamente extrapolables a los mínimos requerimientos que precisa como imprescindibles para conducir un «skater» eléctrico (como los llaman en Utah), y que su habilidad es tan escasa en una bicicleta como con en una patineta. Por suerte, los vehículos en Washington son extrañamente escasos, casi impropios de la capital de la primera potencia mundial. Quizás el fallo del viajero sea comparar esta circulación con la de la capital de su propio país, donde los atascos, las retenciones y el tráfico denso como melaza son elogiados alegremente por los dirigentes locales bajo el aplauso bobo de sus hooligans políticos.
Sorteando como puede los semáforos y los vehículos, el viajero se acerca a su destino poco a poco, a lomos de su corcel metálico de dos patas, destino que por fin descubre al final de una amplia calle y al otro lado de un extenso bulevar. Esta amplia avenida ajardinada cruza el centro de Washington y se extiende en perfecta orientación este-oeste, desde el Capitolio al Memorial de Lincoln. El Memorial a Washington, o el Obelisco, como es más conocido internacionalmente, se encuentra en el medio geométrico de ambos lados mayores, a una distancia áurica de ambos extremos. Aquí, reflexiona el viajero, también pueden chequearse las profundas influencias masónicas y esotéricas que el nacimiento de esta nación tuvo. Washington, en general, posee una distribución matemática arquetípica dentro de los códigos masones, movimiento al cual pertenecieron los grandes políticos que independizaron Estados Unidos, pero también otros «libertadores» como Bolívar y San Martín. El propio Brigham Young, Segundo Profeta mormón y padre del Estado de Utah, igualmente bebió en sus comienzos de las mismas ideas masónicas, y fundó Salt Lake City con los mismos principios.
El edificio del Museo es nuevo, y de lejos resulta horrible. Chocante, para ser considerado bajo cánones indígenas, piensa el viajero. De cerca, un paseo de acceso circundado por una corriente de agua cristalina, estatuas diversas y monolitos cambia la perspectiva, creando una curiosa atmósfera para aquel que se disponga a acceder al interior, preparándolo para la experiencia.
Sorteando una chiquillería variada de niños, niñas y adolescentes, pertenecientes a diversos grupos escolares que los maestros y profesores intentan poner en orden, el viajero sorprende varias conversaciones en su español natal. «Pobres colegas», piensa, mientras sortea bandadas de personajes y personajillos que se agitan como una nube de estorninos en el cielo, haciéndole casi caer en varias ocasiones.
En el interior del edificio, la grandiosidad de los espacios norteamericanos vuelve a dominar la sensación. Un amplio hall que se extiende hasta la última planta acoge en ese momento un recital de rock, a cargo de un conjunto de músicos indoamericanos. El edificio, el ritmo rabiosamente actual, la disposición de las piezas y la decoración en la entrada le penetran de golpe, haciéndole entender que este es un museo de las naciones indias «vivas», no un reservorio de colecciones de piezas de la época del far west. Comprende que lo que va a visitar en esta monumental catedral moderna es, no ya el presente, sino el futuro soñado, largamente reivindicado a veces, para unos supervivientes que se merecen incorporarse como miembros de pleno derecho a la construcción social de su país.
Con esta nueva visión, inundado de la luz que se filtra por las vidrieras futuristas que coronan el hall a 20 m de altura, como una cúpula, y que visten espacios estratégicos en los muros laterales, el viajero contempla las tres plantas en altura y el atrio (que recibe el nombre de «Potomac»). Fiel a sus costumbres, encamina sus pasos al Servicio de Información, porque aunque se asesore en sus visitas a través de San Google, prefiere una última ayuda de quien está al pie del cañón, de aquellos y aquellas que disfrutan informando, que van a ofrecer al explorador el dato que no hay en ningún sitio, lo mejor que ver, lo que no te puedes perder. Estas personas norteamericanas cumplen con esta labor imprescindible la mayoría de las veces como voluntariado cultural, como el que desarrollamos en la Asociación Cultural Nueva Acrópolis, siempre con una sonrisa en los labios, siempre con la idea de ofrecer lo mejor de un lugar que aman, por pura vocación. El americano, rabiosamente individualista, posee una alta estima de su legado, de su obra y de sus posibilidades futuras como nación. El mejor lugar para comprobarlo son sus museos, sus parques nacionales y sus bibliotecas. El día anterior, el viajero estuvo en el mayor depósito de libros del mundo, la Biblioteca del Congreso, atendido durante minutos interminables por un personal dotado de una paciencia infinita, personas que más que trabajar parecían realizar una labor sagrada.
En el mostrador de información del museo, llevado por sus necesidades académicas, pregunta dónde podría encontrar material relevante sobre los anasazi (o Pueblo Ancestrales), y la respuesta que recibe le deja desconsolado. Al parecer, no hay nada temático referido a esta nación de la prehistoria norteamericana. Pero, un momento: «…quizás pueda encontrar algo en las colecciones permanentes de la planta cuarta» (o eso cree entender él), agrega una de las amables damas norteamericanas que le reciben, agradecidas de ser útiles. Armado con un par de planos del museo, jovial y con su corazón abierto, el viajero emprende la subida en ascensor para comprobar qué es lo que le espera en las alturas…
El viajero recibe más de lo que esperaba. Adrede, se pierde por entre paneles, imágenes, objetos y escritos, auténticos y reproducidos, que pretenden captar lo que probablemente no se explique en ningún otro «Museo del Indio Americano» en Estados Unidos. El contenido del museo es temático, y deambula con ojos atónitos, hechizados, totalmente abstraído, absorbiendo como puede en el menor tiempo posible la mayor cantidad de vivencia de lo que no había visto nunca, hasta ahora. Este museo abarca perfiles tales como los roles familiares, la evolución del trato hacia los nativos americanos de los colonizadores a través de los cientos de tratados firmados por ambos; objetos clasificados de mil y una maneras, formas de vida y sostenimiento, ropa…, no solo de Norteamérica, sino también con frecuentes referencias a las principales primeras naciones de Sudamérica.
Aunque el viajero encuentra algunos rincones verdaderamente interesantes, muy útiles en su investigación, otros lo son per se. Y uno de los más interesantes, a su criterio, empieza en la lectura de los denominados Siete Maestros. Le resulta familiar. Es algo coherente con lo que ya ha leído acerca de los símbolos de los pueblos antiguos. No se contradice con las antiguas tradiciones del mundo occidental y, por ello, el mensaje es más valioso, más universal, más rotundo. Confirma sus creencias, las avala en alguna manera.
Literalmente: «Los Dones de los Siete Abuelos eran las Siete Enseñanzas: honestidad, amor, valor, verdad, sabiduría, humildad y respeto. Estas enseñanzas sagradas y la comprensión de las Cuatro Direcciones se transmiten a los miembros de la comunidad en la Logia de Enseñanza».
Debajo lee un nombre que jamás había escuchado: anishinaabe. Pronto cae en las redes bien tendidas de una explicación excelentemente presentada. Poco a poco su curiosidad aumenta. Comprueba que no es el único pendiente de los vídeos, las fotos, los enseres. Muchos de los niños y niñas están parados delante de él, contemplando lo mismo. El viajero sabe por experiencia que eso es casi un milagro: un muchacho o muchacha contemplando algo expuesto que no sea en la pantalla de un smartphone durante más de treinta segundos. Así que decide zambullirse directamente en la exposición, y eso le lleva a abrir las puertas de otros lugares en el museo. Lo que parecía que iba a ser un día de sorpresas se torna un día de descubrimiento, por lo que decide profundizar en el conocimiento de estos anishinaabe, y con esa idea en mente, continúa la visita. Por ahora, todo lo demás tendrá que esperar.
Los anishinabek
Los anishinaabe (plural anishinabek) son los pueblos de habla algonquina que se distribuyeron alrededor de la zona de los grandes lagos, en la frontera noreste entre Estados Unidos y Canadá. La palabra anishinaabe hace referencia a la lengua común, compartida por dichas comunidades. Algo parecido a castellano, o inglés. Anishinaabe tiene, sin embargo, significado propio también, que como tantos otros términos que las naciones nativas norteamericanas se dan a sí mismas, podría traducirse como ‘auténticos’, ‘originales’, en el sentido de ‘diferentes’. En otro sentido, un contenido relacionado con ‘primeros’, ‘aquellos que realmente son’, ‘los buenos’, porque continúan fieles a las enseñanzas de la Deidad que los protege y guía. Solo son anishinaabe aquellos que siguen los preceptos de la tradición anishinaabe o algonquina. Autores ojibwa (una nación anishinaabe) traducen el término como ‘hechos de la nada’, ‘espontáneos’, porque piensan que fueron creados a partir del soplo del Gran Espíritu (en algonquino, «Guitche Manitú», «Gizhe-Manidoo» en ojibwa). Los anishinabek son los seres humanos auténticos, porque continúan con la práctica de los preceptos sagrados de ese Ser Incognoscible (por estar más allá de la mente) de los que emanaron, formando parte de él. Dios en nosotros, diría Platón.
«Nos han llamado ojibways o chippewas, ottawas, delawares, potowatomis, algonquinos. Somos naciones cuyas lenguas son similares, cuyas culturas están próximas, cuyas tierras a menudo compartimos. Durante años, más allá de la memoria, hemos estado confederados; nuestros jefes se han reunido y han actuado juntos en beneficio de nuestro pueblo».
«La estructura de gobierno de los anishinabek existía antes del contacto con los colonos europeos, y en la década de 1600, se formalizaba a través de la Confederación de los Tres Fuegos de los ojibway, odawa y potawatomi».
Dentro del concilio, cada nación protagoniza un rol especial, siendo los ojibwa considerados el «Hermano Mayor», los Guardianes de la Fe; «Hermano Medio», los odawa, Guardianes del Comercio; y, finalmente, los potawatomi como el «Hermano Menor», los «boodawaadam», los relevantes Guardianes del Fuego. Esta división tripartita recuerda, en muchos aspectos, a la división trina muy presente en las cosmogonías, y que en cualquier caso enlaza y traba una organización social práctica con una significación trascendente espiritual unificadora, que permite el acceso al mundo superior a través de la actividad política; una de las caras de la pirámide, recuerda el viajero.
En la actualidad se han censado más de 40.000 personas en el territorio canadiense anishinaabe, al norte de los Grandes Lagos. Asentados, según sus creencias, desde hace milenios en este territorio, lo cierto es que sus leyendas recogen la ruptura de los muros de hielo del lago Nipissing («Gran Agua»), y que algunos asentamientos se han datado con más de 5000 años de antigüedad, lo que resulta realmente sorprendente.
Mapa disponible en: https://es.wikipedia.org/wiki/Anishinaabe#/media/Archivo:Anishinaabe-Anishinini_Map.PNG
«Ser anishinaabe es comprender tu lugar en toda la creación. Somos seres espirituales en un viaje humano. Todo en el mundo anishinaabe está vivo. Todo tiene un espíritu y todo está interconectado».
Conflictos y guerras
Los primeros europeos en tomar contacto con esta etnia fueron los franceses, a través de tramperos comerciantes de pieles que, a golpe de remo, no solo exploraron los vastos bosques canadienses y del noreste estadounidense, sino que se acercaron a los indios en una relación de igual a igual. Hasta el punto de que los matrimonios mixtos fueron tan numerosos que los descendientes mestizos instauraron una nueva raza y una nueva cultura, la «cultura métis».
Es oportuno agregar que los mestizos fueron los responsables primeros de la apertura del oeste americano, por su conocimiento del terreno, de la lengua y de las costumbres nativas. Ellos impulsaron el comercio, establecieron fuertes lazos con las naciones indias y… finalmente fueron traicionados por el fundamentalismo social y religioso del puritanismo norteamericano, que los denigró como mestizos y los rebajó de condición social hasta rechazarlos como ciudadanos de pleno derecho del joven país que habían ayudado a fundar. En Fort Laramie el viajero puede dar fe de que existe una placa agradeciendo a estos hombres y mujeres mestizos la enorme deuda histórica que los Estados Unidos tiene para con estos seres humanos. El viajero no vio ninguna parecida en ningún otro lugar del país.
No eran de naturaleza guerrera, aunque no rehuyeron en modo alguno el enfrentamiento para defender sus territorios, sus familias o sus gentes, como lo demuestra esta maza de guerra de finales del siglo XVIII y expuesta en el Museo del Indio Americano de Washington. La confederación solía reunirse periódicamente en su centro espiritual, Michilimackinac, para tratar precisamente aspectos de índole social, comercial y conflictos militares. El lugar fue escogido, como es natural, por su significación simbólica. Traducido como ‘Gran Tortuga’, Michilimackinac es, literalmente su «lugar de nacimiento, (…) el Centro del Mundo». Este lugar fue el escogido para la fundación del Concilio de los Tres Fuegos, y designado como punto de reunión significativo en encuentros posteriores.
Sin embargo, la guerra como la conocemos distaba mucho de su concepto idealizado de «guerra». Los combates entre los anishinabek y sus vecinos eran rituales más que físicos, parecidos a contiendas medievales o al enfrentamiento entre ases homéricos, donde una batalla se paralizaba para ver enfrentarse a dos campeones, o donde una disputa se dirimía en combate singular. El viajero reflexiona que mucha sangre les costaría entender la guerra de aniquilación «civilizada» de Occidente, donde quienes inician los conflictos están siempre muy lejos de la lucha real, y en los que suelen ganar los poseedores de la tecnología más avanzada, no los de corazón más fuerte. Por lo tanto, no es de extrañar que hasta la llegada del blanco, los ashininabek no registraran bajas en sus contiendas. Tampoco solían pelear, en cualquier caso, por ningún tipo de ganancia material, fuera esta botín o territorio. «Qué cosas, ¿verdad?», piensa el viajero.
Por si fuera poco, los civilizados occidentales, británicos y recién bautizados estadounidenses, urdieron un educado plan para exterminar a los nativos de la confederación, dado que la continua expansión de colonos comenzó a generar los inevitables conflictos. Ese plan era simple y efectivo: erradicar a todo un pueblo distribuyendo ropa y enseres contaminados de viruela.
En cualquier caso, la intromisión de un sistema de vida tan radicalmente diferente provocó los ajustes inevitables que causarían caos y destrucción en todo el «nuevo» continente, donde visiones del mundo tan divergentes no podían coexistir. Como aliados unas veces, como enemigos otras, las Primeras Naciones se defendieron militar, cultural y religiosamente como pudieron, sin mucho éxito. A veces, peleando entre ellas para el bien común del blanco, añade en su cabeza el viajero. Le vienen inevitablemente a la memoria los policías y soldados apaches que, una vez vencido Gerónimo y anulada la resistencia indígena, fueron trasladados y recluidos en reservas a miles de kilómetros de distancia de sus tierras natales, en compañía de los mismos contra los que habían luchado y a los que traicionaron.
Los ashininabek, aprende el viajero, pelearon contra naciones muy poderosas, como la liga iroquesa y los sioux. Durante La Guerra de los Siete Años (1756-1763), del lado de sus amigos franceses contra los británicos, sin saber que en el fondo era una lucha de poder europeo que, por no ensuciar las puertas de sus propias casas, se libró fundamentalmente en las colonias. En la Guerra de la Independencia intentaron mantener una precaria neutralidad, y su escasa participación consistió en apoyar a los británicos.
Como aliados de Francia, lucharon a favor de esta en su contienda con Gran Bretaña, de 1760 a 1764, conflicto que terminó con la derrota francesa y, a la larga, con un honroso tratado, el Tratado de Niágara, recogido en un cinturón o wampum, y donde Sir William Johnson estableció con la nación anishinabek «una cadena de alianza hecha en plata».
«Este tratado se conservó en un cinturón de wampum. Esta era la convención en este país en aquella época, ya que nuestra gente no tenía escritura, y porque el papel no duraría. Tanto el cinturón como la tradición de la cadena se han transmitido a través de las generaciones de nuestros líderes, y esta relación permanece fuerte en nuestras mentes. A lo largo de los dos siglos transcurridos desde que se hizo la cadena, hemos renovado nuestras alianzas a menudo, mediante tratados posteriores y con nuestra sangre».
Arriba izq.: wampum Mohawk, 1700-1750. Hecho con conchas, piel y fibras vegetales (los cuatro están fabricados con estos materiales), «encarna» un pacto entre los convertidos de la nación mohawk y la Iglesia de Quebec.
Arriba dcha.: wampum entregado en 1612 por los hurones a los haudenosaunee como acuerdo de paz.
Centro: wampum haudenosaunee de 1671 entregado a los anishinabek o algonquinos, muy probablemente, por el diseño, para establecer una alianza militar.
Abajo: wampum chippewa (1807), encargado por William Claus, funcionario británico del Departamento Indio, para reclutar aliados nativos antes de la Guerra de 1812.
Un wampum es un cinturón, más bien una faja, que se fabricaba expresamente para reflejar un acuerdo, un trato. Una ligadura moral indestructible, a la que necesariamente había que honrar. Fabricado con cuentas, podía ser figurativo o idealizado. Como muestra, el viajero pudo recoger varias fotos de algunos de estos wampums, que todavía se conservan, se fabrican y se usan.
«El Tratado del Niágara incluía una promesa de Sir William Johnson de entregar regalos a los ciudadanos de las naciones indias, una entrega anual de la generosidad del rey como medida de su estima, que duraría «mientras brille el sol, los ríos fluyan y los británicos lleven abrigos rojos». Los regalos se entregaron cada año durante casi un siglo, y aprovechamos la ocasión de los regalos anuales para renovar y recordarnos unos a otros nuestros compromisos de renovar la cadena».
Extrañamente, el Tratado del Niágara se mantuvo… durante un siglo. La relación con Gran Bretaña fue fructífera, de igual a igual, y duradera. Los anishinabek aún consideran esa relación como «una cadena de plata» que une ambas naciones, anclada a las montañas de los dos países, y que se lustra y engalana cada año con el recuerdo y la memoria del pacto.
Ávida de territorio para su creciente población, la Guerra de los Indios del Noroeste (1786-1795) los enfrentó a los Estados Unidos, y les granjeó con el tiempo una política despiadada por parte de esta pujante nación. Los primeros resultados se vieron en la Guerra de 1812 (1812-1815), librada entre EUA y Gran Bretaña (aliada, otra vez, con los Anishinabek), que, al ser derrotados, les provocó su desplazamiento y exterminio sistemático al sur de los Lagos, en una política estalinista de traslado forzoso. La reacción gubernamental contra los nativos fue tan desproporcionada y cruel que hasta la opinión pública norteamericana medió para librarlos de la extinción total.
«En 1812, el rey volvió a pedirnos ayuda militar contra Estados Unidos y una vez más accedimos a su petición y respetamos las promesas hechas en nuestro pacto. Es indiscutible que nuestras fuerzas militares desempeñaron un papel vital en la preservación del control británico sobre sus colonias en Norteamérica. Los sacrificios que hicimos fueron grandes, no solo en términos de pérdidas de personas, sino porque muchas de nuestras tierras dentro de Estados Unidos las perdimos como consecuencia de la guerra. Nuestra alianza con la Corona fue fuerte pero costosa».
Muchos de los ashininabek norteamericanos se fusionaron entonces con otras tribus o, simplemente, migraron a Canadá, donde hoy sobreviven con una autonomía y con una independencia política envidiable.
«Hoy somos más de 40.000 personas en nuestras tierras al norte de los Grandes Lagos. Somos un pueblo distinto. Tenemos un territorio distinto y nuestras propias tierras. Tenemos nuestras propias leyes, lenguas y formas de gobierno. Hoy sobrevivimos como naciones».
Gobierno
Políticamente no son una democracia, y se vanaglorian de ello. Elijen a un «Ogimah», un jefe responsable ante el consejo, pero no para gobernarlos, sino para guiarlos. En su labor es ayudado por los «Anikeh-Ogimauk» (consejeros), mediante un sistema antiquísimo y solo modificado por la «imposición de las leyes canadienses». «Nuestras comunidades y los Gobiernos de nuestras naciones son tribales por naturaleza. Se adaptan a las necesidades y al carácter de nuestro pueblo». Tanto el consejo como el Ogimah actúan en caso de necesidad o por solicitud, ni más sin menos. Consideran un error «que una mayoría (tenga) derecho a obligar a los demás a seguir sus costumbres. Por el contrario, hemos llegado a la conclusión de que podemos tomarnos el tiempo necesario para buscar soluciones que sean aceptables para todo nuestro pueblo. En nuestras comunidades tribales no podemos vivir de forma que nos divida: somos un solo pueblo». Para ellos, en una unidad no puede haber «partidos».
La organización social utiliza los clanes o tótems («dódems»). La creencia en tótems no alude al carácter divino de un animal, ni a la supuesta descendencia de los mismos. Más bien simbolizan cierto perfil moral de acción, para el cual, el ser que representa el tótem resulta un buen ejemplo, una «encarnación» concreta de una entidad abstracta. Son generalmente animales, pero también pueden ser entidades, plantas u objetos. «Los dódems o clanes anishinaabe dictan cuál es el papel tradicional de cada uno en la sociedad. Los dódems varían según la región. Hay siete clanes originales: Grulla, Somormujo, Oso, Pez, Marta, Ciervo y Pájaro» , a los que se les han ido añadiendo dódems nuevos, en virtud de los cambios de territorio, como el lobo y el águila. En relación con los glifos anasazi, Patterson-Rudolph (1990) escribe algo perfectamente aplicable en este nivel: «Los animales usados como metáforas poseen (más poder) con un contenido metafísico y psicológico. (…) Las metáforas permiten a una cultura definir sus parámetros en sus normas sociales, rituales y cosmológicas».
«El Creador dio el sistema de clanes a los anishinaabe para ayudarles a gobernarse sabiamente y seguir el camino correcto en la vida».
Estados Unidos trató de destruir la estructura política y de organización en clanes, en un intento de «civilizarlos» e integrarlos en la sociedad, imponiéndoles la obligación del sistema democrático de gobierno interno, mediante la elección por sufragio de representantes.
Mitología
El viajero reconoce que esta es la parte donde realmente disfruta cuando lee sobre los nativos americanos. Para él, la forma de expresar de estos pueblos las más sublimes abstracciones sobre la realidad más allá de esta realidad, en la que cree firmemente, resulta muy comprensible. Aunque «comprender» no es el término adecuado. La religión nativa del norte de América es difícil de abordar, empezando porque ninguna de las Primeras Naciones posee una palabra para «religión».
En su cosmogonía y la narrativa de sus orígenes, recogen la tradición de una «Gran Migración» que los anishinabek realizaron desde sus territorios ancestrales, al noreste de Canadá, hasta ocupar el territorio cercano al lago Ontario y sus aledaños. Esta «migración» está presente en la mayoría de los Primeros Pueblos, que reflejan en su acervo la idea de «proceder de otra parte». En el caso americano, esto es algo intrínsecamente cierto. Por ejemplo: «Nuestros antepasados, hace muchas vidas, vivían en las orillas de la Gran Agua Salada del este…» es la tradición denominada «Mediwiwin», y transmitida por la Grand Medicine Society Chipewa. Para el viajero resulta muy curioso el hecho de que estas naciones migraran «desde el este», y no desde el oeste, lugar por el que se supone penetraron en el subcontinente procedentes de Siberia.
De una antigüedad ancestral, las denominadas hoy «Enseñanzas de los Siete Abuelos», a las que ya nos hemos referido y que son las responsables de que el viajero se haya adentrado en esta fascinante realidad, están ampliamente difundidas entre los anishinabek. Se consideran altamente valoradas, y todas las organizaciones indígenas las tienen bien presentes, desde escuelas a compañías comerciales, desde representaciones artísticas a consejos tribales.
Entre los anishinabek, el siete es un número de poder con muchas connotaciones simbólicas. En el mito de la migración, los anishinabek realizaron siete paradas desde el este al oeste. Las representaciones de siete seres celestes en una barca son comunes. Muchas de las constelaciones importantes en su teogonía poseen siete estrellas. También son siete los grandes maestros de la humanidad. Estas enseñanzas están destinadas a guiar de manera mística, ética, la conducta en la vida de estos pueblos. No obstante, la forma final de las mismas, sistematizada y sometida a una lógica fundamentalmente occidental, muy probablemente se organizará como respuesta al intento misionero de implantación de los diez mandamientos cristianos. En la bibliografía adjunta, el viajero descubre que la corporeización de los Siete Abuelos es relativamente reciente, y piensa qué pobre es el alma que debe reducir a conceptos simples el Misterio para comprenderlo, aunque la sociedad que utiliza dicha forma de conocimiento se autoproclame «civilizada».
En cualquier caso, consideradas como normas, provienen de un pasado remoto, y pueden considerarse el esqueleto primordial de la forma de vida anishinabek. Su práctica conlleva alcanzar el «Minobimaadizi», que puede traducirse como ‘vivir bien’. El viajero recuerda los conceptos de Dharma y Nirvana, y cómo esta conducta, apropiada y armónica, es universalmente mencionada para la consecución de la paz interior, del logro del sentido de la vida, saber quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos. Reflexionando en la simpleza y autenticidad de estas naciones, el viajero siente celos de los anishinabek.
«Los regalos de los Siete Abuelos fueron las Siete Enseñanzas: honestidad, amor, valor, verdad, sabiduría, humildad y respeto. Estas enseñanzas sagradas y la comprensión de las Cuatro Direcciones se transmiten a los miembros de la comunidad en la logia de enseñanza. Nos ayudan a vivir en armonía con la naturaleza y benefician a todos los habitantes del mundo. Durante cuatro días en primavera, la gente acude a la cabaña de enseñanza para aprender qué representan sus nombres, cuál es el poder de las medicinas, qué son los clanes y cuáles son sus responsabilidades como hombres, mujeres, niños, abuelas y abuelos. Todo el mundo es bienvenido (…) en esta ceremonia».
Cada valor de los siete tiene asociado un animal simbólico, que es el que mejor encarna dicha cualidad. La personificación en animales de estas virtudes ni mucho menos los hacer considerar algún tipo de deidad animal, sino la percepción natural de ciertos arquetipos que en un lenguaje simbólico se expresan mejor con animales idealizados que con razonamientos, como intentamos expresar antes.
Según la grafía ojiwa:
Nibwaakaawin (sabiduría). Animal tótem, castor (Kikayndama Wisiwin): «Usa el sentido común».
El castor es un animal que se mueve en dos mundos, entre el agua y la tierra, y un maestro en el uso de la madera (elemento Aire). Sus construcciones son como islas que recuerdan la Isla Seca donde comenzó la creación del mundo, pirámides de troncos que emergen en el centro de los lagos que fabrica con sus represas. El castor simboliza la sabiduría. En el pasado, cuentan las leyendas, los ancianos anishinabek «aprendieron sobre medicina directamente observándole, como con el uso analgésico de las cortezas de álamos y sauces».
Zaagi’idiwin (amor mutuo). Animal tótem, águila calva (Migizi): «Practica la bondad absoluta».
Para el pueblo anishinaabe, el amor es siempre incondicional, y signo de fortaleza. Los débiles no pueden amar, en realidad necesitan ser amados. Solo los fuertes aman.
El verdadero amor comienza por uno mismo, por lo cual es preciso conocerse, para saber qué parte de nosotros es la que se merece ser amada. Entonces, paz y amor se tornan equivalentes.
Una vieja leyenda nos cuenta que el Creador, insatisfecho con lo que veía, pensó en destruir el mundo porque sospechaba que la humanidad había dejado de seguir sus preceptos. Para comprobarlo, envió al águila a que recorriera los vastos caminos del cielo observando si la gente vivía de acuerdo con la ley o no. A punto de retornar con las peores noticias, encontró a los anishinabek y, alborozada, pudo regresar junto al Creador declarando con alegría que al menos una nación aún se regía según Sus enseñanzas. «La Tierra se salvó a través del amor del águila por los anishinabek».
Minadendmowin (respeto). Animal tótem, búfalo (Shkode-bzhiki): «Actúa sin provocar ningún daño».
El respeto se manifiesta para toda la Creación, que en modo alguno ha sido dispuesta para uso y disfrute de la humanidad. Nada nos pertenece. Ninguna vida puede ser arrebatada sin sentido. Ningún espacio natural expoliado porque en algún papel está escrito que es «nuestro».
«Si más gente aprendiera sobre los animales, habría mucho más respeto por la naturaleza. Cuando aprendemos humildad, aprendemos a ponernos en el lugar que nos corresponde en este universo».
Aakdewin (valor). Animal tótem, oso (Soongi Tayay Win): «Elige con valor».
El viajero escuchó alguna vez: «hay un misterioso vínculo entre lo difícil y lo válido», y también ha leído la vieja máxima militar de los legionarios romanos «per aspera ad astra». No hay un sendero fácil de la tierra a las estrellas, como ya dijo Séneca. Muy relacionada con la integridad, esta palabra puede ser traducida aproximadamente como «estado de mente en el cual se manifiesta un corazón intrépido», fuerte, sólido.
Dbaadendizwin (humildad), lobo (Tapasayn Da Mowin): «Tratar todas las formas de vida por igual».
Para los anishinabek, la humildad necesita que el ser humano se conozca a sí mismo, y reconocerse en el universo como un ser cuyo camino y existencia no es mejor ni peor, ni más importante ni más insignificante, que el resto de los seres con los que compartimos el sendero. Esta palabra también se traduce en algunos contextos como ‘compasión’, lo cual, medita el viajero, resulta muy diferente al sentido de la compasión que a él le enseñaron. Humildad nacida de la empatía, considera el viajero, no de la prepotencia.
«El lobo enseña a los anishinabek a pensar las cosas cuidadosamente, a ser siempre precavidos. El viejo lobo nunca está solo; siempre se ayudan unos a otros. El lobo siempre mira hacia atrás cuando sale a alguna parte. El lobo nos enseña que debemos mirar atrás en nuestra vida y aprender de ella», aprender de la experiencia pero no revivirla, porque con ella puede volver el dolor, reflexiona el viajero.
Gwekwaadziwin (honestidad) Sasquatch: hombre salvaje (Misabay Tay ): «Di la verdad».
«El Sasquatch (u hombre salvaje) enseña la honestidad. Se le ha conferido la responsabilidad de velar por toda vida humana. Su honradez anima a la gente a ser honesta consigo misma».
Debwewin (verdad), tortuga (Kitchi Tay Bwaywin): «Sé fiel a la realidad».
El viajero se pregunta: «¿qué significa ser fiel a la realidad», ¿tendrá relación con la percepción lo más exacta posible de lo que le sucede, y no respecto a una visión subjetiva de los sucesos?». Los anishinaabek sintetizan esta última virtud de una manera simple: sé fiel a estas enseñanzas. Solo así se alcanza la verdadera dimensión humana.
«El Creador es la Verdad. El sol es la Verdad. Nadie en este universo podría cambiar el sol. La verdad está representada por aquellas cosas que nunca cambian». El tiempo es el mejor testador de la validez de las cosas de este mundo. Lo que no dura no merece la pena.
El viajero continúa su recorrido, porque la simbología de los pueblos anishinabek no se reduce a su alta consideración ética, sino a una cosmovisión muy cercana a la máxima hermética «Todo está vivo». Por ejemplo, lee en algún póster, la luna juega un rol muy interesante en las historias nativas, como para la mayoría de las naciones indias. Generalmente, ayuda a crear el universo y los seres humanos (sin importar la raza), y mantiene la vida sobre la tierra. Los ciclos de la luna proveen de un ritmo para secuenciar los caminos del universo y para contabilizar el paso del tiempo. La relación obvia también entre la luna y la menstruación se manifiesta poderosamente en el enorme número de naciones indias norteamericanas donde el rol de la mujer es, como mínimo, tan activo política y religiosamente como el del hombre, o con la presencia de tribus francamente matriarcales.
Estructura social
Al igual que otros Primeros Pueblos, los antepasados y los ancianos gozan de una especial posición, no per se, sino porque son los depositarios de las leyes fijadas por tradición de las que son un ejemplo vivo y fiel. A miles de kilómetros de distancia, Tessi Naranjo, nativo Pueblo de Santa Clara, afirma que «nuestros mayores han creado para nosotros un camino sagrado para ser en el universo. Es nuestra responsabilidad transmitir esta comprensión a las siguientes generaciones. (…) Los valores espirituales nativos viven en las historias. Se transmiten verbalmente de generación en generación; las historias (para nuestros pueblos) preservan la cultura nativa, los lenguajes y las maneras de explicar el universo». La sociedad que rompe esta cadena de transmisión, piensa el viajero, está destinada a desaparecer como tal.
El proceso de enseñanza anishinabek refleja la vieja tradición maestro-discípulo. Los ancianos están a cargo de la formación integral de los jóvenes, aunque, como es usual entre todos los nativos americanos, cualquiera de las personas de valía del clan con edad suficiente puede actuar de tutor, o reconviniendo a un joven alocado, o transmitiendo determinada técnica de curación de una manera más sistemática. «En la logia de enseñanza y en la vida diaria, los ancianos usan su poder para ayudar al pueblo a desarrollar sus destrezas, su fortaleza y su espiritualidad».
Sea cual sea la ceremonia, no puede faltar el humo. Nuestra alma está hecha de humo, y el humo actúa de mensajero entre el mundo de los humanos y el de los dioses, llevando las plegarias y trayendo sus favores. Los maestros anishinabek utilizaban un ramillete de hierbas sagradas (el «kinnikinnick»), formado por hierba de búfalo (o hierba dulce, cierto tipo de junco, Hierochloe odorata), salvia (Salvia sp.) y cedro (Cedrus sp.). Estas tres plantas son de uso universal entre los nativos americanos, y los anishinabek añaden, además, corteza interna de sauce rojo o «tabaco de sauce» (Cornus sericea).
El uso del kinnikinnick es purificante. Tanto el sacerdote como la sacerdotisa pueden usarlo antes del comienzo de otras ceremonias, en un ritual que tiene por objeto «limpiar» los planos sutiles. No solo el aspirante o la candidata deben ser «purificados». El oficiante pasea las plantas sagradas para que su aroma bañe adecuadamente a las personas o a los lugares, por cada rincón de casas o logias. También se «purifican» objetos con este ritual. El humo de este sahumerio «sana y purifica todo lo que toca».
De esta forma, la transmisión cultural está asegurada. Como jóvenes, ambos sexos permanecen con sus madres y mayores, protegidos, en el seno de la comunidad. Sus juegos y sus juguetes les ayudan también para aprender de la vida de su sociedad e integrarse como anishinaabe. «De esta forma (nuestros chicos y chicas), descubren su especial camino en este mundo». En la logia, te enseñan «sobre el amor, sobre las tradiciones y la responsabilidad del clan en la enseñanza de esas tradiciones. Te enseñan sobre el Abuelo Sol, la Abuela Luna y el Hermano Cielo. (…) Aprendes sobre su responsabilidad para con la Madre Tierra, sobre cómo debemos cuidarla. Y aprendes también sobre la gente que se ha ido ya al mundo de los espíritus, y cómo ellos nos ayudan a nosotros».
«Ha habido ancianos que han partido al mundo de los espíritus, pero cada uno ha dejado una huella postrera. Trabajaron con eficacia, guiándonos y otorgándonos poder en nuestro viaje colectivo hacia el gobierno anishinabek. La nación estará agradecida por siempre a esta participación, y nos gustaría reconocer sus interminables contribuciones a esta gobernanza, y por ello su trabajo nunca será olvidado».
Esta logia no es un edificio levantado al azar, ni su ocupación es caprichosa. La puerta debe mirar al este, y el fondo donde se prepara algo parecido a un altar, al oeste. Tiene forma de óvalo, en cierta medida un huevo, y los varones se sitúan en esta orientación a la derecha, con los jóvenes más cerca de la puerta, los adultos en medio y los ancianos cerca del lugar más sagrado. Enfrente, de este a oeste se sientan en orden las jóvenes doncellas, las madres y mujeres adultas con los niños y niñas, y las ancianas al fondo.
La logia es usada con fines menos sacros, aunque cualquier actividad en su seno siempre debe revestir un cierto carácter trascendente. Por ejemplo, es el lugar donde se dan cita los grupos para celebrar una fiesta. En cualquier caso, la reunión del clan es un nuevo motivo de agradecimiento al Creador. No hay ningún problema en cocinar y compartir la comida en su interior, que suele consistir en bayas, carne y pescado, arroz salvaje de Canadá (Zizania sp.) y «baneques», cierto tipo de torta típica de influencia francesa.
Los roles están ritualizados y son los tradicionales. En el caso de las abuelas, o ancianas, estas son expertas sanadoras, del cuerpo y del espíritu, y se especializan en el conocimiento de remedios y en el uso de las plantas para otros fines. Son verdaderos tesoros con un vastísimo acervo etnobotánico. Toman parte igualmente en la mayoría de las ceremonias de igual a igual con los ancianos, y entre ambos se erigen en custodios de la tradición.
El hombre adulto se supone que mantiene y protege la familia, cazando, pescando, yendo de expedición o defendiendo a los suyos. La mujer es la dueña del interior de la casa, donde se ocupa del cuidado de los pequeños, pero también mantienen vivas las habilidades de recolección y conservación de alimentos, la cocina diaria, el curtido de las pieles de los animales cazados, la confección de ropa y herramientas para la casa, y son expertas en el tejido con abalorios.
Los jóvenes de ambos sexos se ocupan fundamentalmente de aprender, y ayudan a sus respectivos mayores en los roles que ambos tienen. Los niños pequeños son considerados una bendición, y observados para aprender de ellos. La frescura innata de los mismos, sus ansias por conocerlo todo, son enseñanzas que todos comparten en el clan.
Pictografía actual que representa y guía el sentido de nación anishinabek:
1 El Creador sobre la Madre Tierra.
- Los Cuatro Elementos.
- Las Siete Enseñanzas.
- La familia.
- El sentido de respeto hacia la tradición y la historia anishinabek.
We are the Anishinabek (declaración de 1980: Somos los anishinabek); extracto:
«El Creador puso todas las cosas en esta isla. Él ordenó que todos viviéramos juntos en armonía. Los pájaros, los peces, los animales y las plantas, como nosotros, compartimos para sobrevivir. Nuestras familias, nuestros clanes, eligieron vivir en comunidades del tamaño más adecuado para la caza, la pesca y la agricultura. Cada una de estas comunidades tenía y conocía sus propios territorios, sus propios recursos.
Conocemos todas nuestras tierras: seguimos utilizándolas como fuente y sustento de nuestras vidas y comunidades, tanto en sentido económico como espiritual. Cada lugar tiene su nombre y su importancia para nosotros. Que quien dude de nuestra conexión con estas tierras viva con nosotros, observe nuestras costumbres. Aunque hemos compartido nuestras tierras a través de tratados, nunca hemos separado a nuestra gente y nuestras tierras en nuestras mentes».
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A pesar de las excelentes relaciones de principios del s. XIX entre Gran Bretaña y los anishinabek, estos volvieron a tener problemas, sobre todo con la codicia del hombre blanco, que saqueaba su territorio primero y preguntaba después. El asunto se agravó con la instauración de la figura de Canadá como nación. Los anishinabek continúan reclamando su «Pacto de la Cadena», que es como llaman al Tratado de Niágara, y a su relación fiel y honesta con la Corona británica.
La respuesta canadiense a las reivindicaciones históricas de los anishinabek es, cuando menos, sorprendente. El viajero se sorprende de la reacción del hombre blanco. Se siente ahora como Cuervo Ingenuo, el indio de la canción de Javier Krahe, y no entiende nada. Cuando el consejo anishinabek reclamó a Canadá el 19 de octubre de 1977 el respeto por un trato acorde a los acuerdos firmados en el Tratado de Niágara, la respuesta del Ministro de Asuntos Indios canadienses no pudo ser más esperpéntica:
«Nuestros funcionarios están intentando localizar copias del original y le agradecería que me remitiera una copia de este tratado».
Los conflictos entre civilizaciones nacen siempre de un profundo desconocimiento de la manera de pensar del otro, y de la casi imposibilidad de acoplar a la fuerza marcos cognitivos fundamentalmente distintos. Antes de rechazar al otro, reflexiona el viajero, bien haríamos primero en intentar conocerlo de verdad. Seguramente, ese «otro» nos enriquecería espiritualmente.
Pero eso cuesta mucho trabajo. Mejor lo adjudicamos a un cajón mental previamente diseñado, lo encerramos dentro y nos olvidamos de él/ella.
Pequeño Niño y las Siete Enseñanzas
«El Creador cuida de los anishinaabe. Pero a cambio, los anishinaabe deben cuidar de las creaciones del Creador. Cuando el Creador terminó de crear esta Tierra, los anishinaabe recibieron instrucciones sobre cómo cuidar de sí mismos y de la Madre Tierra. El Creador nos dio comida, ropa, refugio, medicinas y buena salud.
Más tarde, los anishinaabe dejaron de cuidar y utilizar los dones que habían recibido del Creador. Desarrollamos todo tipo de enfermedades y fuimos infelices porque habíamos perdido los caminos y las enseñanzas del Creador.
Un día, mientras los anishinaabe padecían, Pequeño Niño decidió buscar soluciones para mejorar la forma de vida de su pueblo. Pequeño Niño, también conocido como Niño del Tambor de Agua, estaba decidido a encontrar la manera de que el pueblo anishinaabe se curara y trabajara unido y cuidara de la madre Tierra.
El Creador nos dio nuestro propósito en la Tierra dándole a Pequeño Niño enseñanzas para ayudar a nuestra nación. Para seguir las enseñanzas, debes pensar como un anishinaabe. Debes verte a ti mismo como una persona humilde, cariñosa, solidaria, que comparte, veraz, honesta, respetuosa, fiel y que perdona» (Mark Thompson, 2002).
El mito de Little Boy
Según cuentan, esta es una historia sobre lo que sucedió después de la gran inundación que fue enviada para purificar los errores que se habían cometido en el planeta. Después de las grandes aguas, una nueva Tierra fue creada con la ayuda de «Gidchi Manidoo», el de las Cuatro Patas, y a ella volvió la humanidad, la Segunda Gente. Esta humanidad prosperó tanto que engrosó y creció hasta poblar más allá el horizonte. Su elevado número rompió el equilibrio con el mundo. Entonces fue cuando apareció el dolor, y la enfermedad, y la muerte. Aún no habían aprendido cómo vivir en armonía con la naturaleza.
Los Siete Abuelos, según la tradición ojibwe, eran siete ancianos en quienes el Creador depositó la responsabilidad de cuidar a la gente de la tierra, la Segunda Gente. Los Siete Abuelos eran espíritus llenos de poder. Al comprobar que la vida para aquellos que debían tutelar era realmente dura, plagada de calamidades, enviaron a su ayudante Oschkwabe para que caminara entre el pueblo y le trajeran a alguien que pudiera ser enseñado sobre cómo vivir en paz con la Creación.
Hasta seis veces el espíritu visitó la tierra y regresó sin encontrar ningún candidato apropiado. Por fin, en su séptimo viaje, rastreando a fondo en cada una de las cuatro direcciones, descubrió un poblado donde la Segunda Gente hablaba del reciente nacimiento de un bebé, fruto del amor de una joven pareja. Oschkwabe pudo contemplar cómo el pequeño atisbo de vida humana aún se estaba amamantando de los pechos de su madre, y entonces se dio cuenta súbitamente de que ese retoño era el único al que podía llevar ante la presencia de los Siete Abuelos. Su alma era un alma totalmente inocente, y su mente no había sido alterada ni por la corrupción ni por el dolor del mundo. Estaba, de hecho, más cerca del mundo de los espíritus del Creador que del mundo mortal al cual acababa de llegar.
El niño fue llevado ante la presencia de los sabios en su mundo espiritual. Los Siete Ancianos observaron al bebé soñoliento, y consideraron que era aún demasiado débil para que les prestara atención o entendiera sus palabras.
Uno de los Ancianos ordenó a Oschkwabe que se marchara del mundo espiritual, que el chico no estaba preparado, pero que enseñara al bebé toda la creación, todas y cada una de las cosas de las cuatro direcciones del universo. Las indicaciones se cumplieron, y el espíritu llevó al niño a recorrer cada rincón del cosmos, lo cual necesitó de una gran cantidad de tiempo. El niño fue instruido en los secretos de la naturaleza del mundo físico, mientras se desarrollaba, sano y alegre.
El chico retornó al tipi de los Ancianos cuando ya había cumplido los siete años. Estos se dieron cuenta a lo lejos de cuánto había crecido, y se percataron de su fortaleza y de la agudeza de su mente, que le llevaba constantemente a preguntar con curiosidad sobre cualquier cosa que se encontrara a su alrededor. El muchacho iba, por fin, a recibir el Poder (Sabiduría) de los Siete.
Conforme se aproximaba al tipi, un gran temor fue creciendo en él, a pesar de ser reconfortado por su maestro Oschkwabe. Con reverencia y respeto, ingresó en la tienda ritual donde encontró a los Ancianos sentados. El muchacho se dio cuenta de que la puerta estaba encarada hacia el oeste, y que los Siete se sentaban en el este, el lugar de donde mana todo conocimiento. También averiguó que su compañero y maestro era en realidad su «gizhishenh», su tío. Y que su tío era un Hijo del Creador. El muchacho escuchó las palabras de los Venerables sin que estos parecieran mover la boca, dándose cuenta de que estaban utilizando el poder de sus mentes para comunicarse con él. Le hablaron de su origen, y de cómo había sido seleccionado entre todos los seres humanos para ser instruido. Le dijeron que sus padres estaban esperando su regreso, y le mostraron los colores de las Cuatro Direcciones que habían atrapado en una vasija sagrada: rojo, «miskwande», para el sur; «mahadewa», negro, para el oeste; «wabishkande» para el norte, el color blanco; y, finalmente el amarillo en el este, «ozawanzan». Estos colores también representaban las cuatro razas de hombres que el Creador puso sobre la tierra.
El chico estaba aturdido. Apenas podía comprender lo que sus ojos mortales contemplaban en la vasija: todo el tiempo, todos los colores, todos los sonidos, todas las joyas de la vida. Podía contemplar todo el ayer, todo el presente, todo el mañana. Todo lo que ha sido, todo lo que estaba siendo, todo lo que algún día sería, y todo lo que podría ser, aun sin serlo ni ahora ni nunca. Ese era el regalo de los Ancianos, el cual aún no comprendía del todo, pero que sabía que era bueno; esencialmente bueno. Cada Abuelo introdujo su mano en la vasija, extrajo un elixir de ella, y lo restregó contra el chico. En la esencia del hechizo se contenían las Siete Enseñanzas, aunque aún no lo sabía. Ese fue el regalo de cada uno.
Los Ancianos encargaron al espíritu que de nuevo regresara al niño a su aldea. Oschkwabe viajó cuatro veces a la tierra sin encontrar a nadie capaz de hacerlo. Finalmente, en un quinto viaje, descubrió a la nutria, Nigig, que jugueteaba en una corriente cristalina, quizás buscando algún jugoso pez con que rellenar su panza. Oschkwabe llamó a Nigig, pero esta no le hizo caso, porque estaba muy ocupada con sus juegos y cabriolas. Aún la llamó una sexta vez, pero tampoco fue atendido. Por fin, Oschkwabe llamó a Nigig una séptima vez, y entonces el animalito le prestó atención. La nutria fue instruida de vuelta al tipi, y meditó acerca de lo importante que resultaba la misión que se le había encomendado, por lo que Nigig llevó con sumo cuidado al muchacho de regreso a su tierra natal. Durante el largo camino, cada vez que paraban, el niño recogía una concha de las que encontraba a su alrededor. No se daba cuenta de que esas conchas eran depositadas en su sendero por espíritus que provenían del mundo de los espíritus, y que sigilosamente regresaban a él. Se cuenta que el muchacho y la nutria llegaron a detenerse en siete lugares diferentes, y en cada uno se entretuvieron durante cuatro días.
El viaje de regreso le pareció al chico inacabable, tanto que le permitió seguir creciendo en cuerpo y mente, aprendiendo más y más cosas a medida que retornaba a su hogar en la tierra. Cuando por fin alcanzó su aldea, el muchacho era ya un hombre, Al ver en el agua su reflejo quedó sorprendido: allí estaba la imagen de un anciano de pelo nevado, no el de un chico fuerte y joven. El tiempo en el mundo de los espíritus corría de manera distinta a como lo hacía en la tierra.
Nigig le explicó que su gente, su pueblo, vivía en dolor porque no había conocido aún cómo alcanzar el equilibrio, y le enseñó su cometido. La nutria le brindó el último regalo: las conchas que había ido recogiendo eran especiales. De alguna manera iban a jugar un rol en su futuro, porque eran conchas mágicas, con el mismo poder de vida que tenía el Creador que las dispuso a su alcance.
Con alegría se despidió de su amiga Nigig, caminando corriente abajo hasta que encontró su aldea. A pesar del cambio producido, todos le reconocieron, y le confesaron que de alguna manera sabían que estaba vivo y que algún día retornaría a su hogar. El chico, ahora convertido en un Abuelo en la Tierra, les habló de su viaje, de lo que había aprendido, y del regalo de los Siete Ancianos.
Traía para la humanidad el ansia de conocimiento, que debería otorgarles el Poder. El descubrimiento del amor, que serviría para vivir en paz. El deber de honrar toda la creación, para lo que debían desarrollar el respeto necesario. El valor de enfrentar la vida, pero con integridad. Honestidad, a la que se llega encarando cada situación con honor. También la humildad, que conlleva reconocerse como una parte sagrada de la sagrada creación. Y por último, la síntesis de las Siete Enseñanzas, la verdad; todas estas enseñanzas, que son necesarias para alumbrar una vida nueva, un camino hacia un mundo nuevo y mejor.
Pero había que tener cuidado. Cada regalo de los Siete poseía una contraparte que, si caíamos en la indiferencia o la falta de atención, podría disfrazarse de los regalos, y hacernos daño, a nosotros y a la Creación. Cada luz poseía su propia oscuridad. Era misión de cada hombre, mujer y niño descubrir el engaño y apostar por la luz.
También les instruyó en que los Abuelos le habían dicho que los regalos servirían para encontrar un equilibrio entre lo espiritual y lo material. Para explorar el mundo espiritual se nos habían dado los sueños, la meditación y la búsqueda de la visión. Solo el equilibrio entre ambos mundos y la conducta ética apropiada podría dar a la humanidad la felicidad.
Bibliografía
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https://en.wikipedia.org/wiki/Anishinaabe
https://web.archive.org/web/20060708060438/http://www.anishinabek.ca/uoi/declaration.htm
https://www.saulttribe.com/history-a-culture/story-of-our-people
https://thewolfstrail.com/the-seven-teachings/
https://www.youtube.com/watch?v=ZkIzGsXpcYA&ab_channel=RaineDawn
«The Anishinabek Nation». Union of Ontario Indians. 2020 Printing by Beatty Printing
BRIZINSKI, Morris. Where eagles fly: An archaeological survey of Lake Nipissing. 1980. Tesis doctoral.
PATTERSON – RUDOLPH, Carol. Petroglyphs & Pueblo Myths of the Rio Grande. 1990. Avanyu Publishing INC. Alburquerque (NM)