Existen ciertos lugares geográficos o momentos en la historia que se encuentran íntimamente ligados al imaginario cultural de la humanidad. Uno de ellos es la guerra de Troya y su mítico emplazamiento en el corazón de la Anatolia. Heinrich Schliemann lo presentía y buscó denodadamente la Ilion fortificada hasta que en 1873 logra desenterrar el tesoro con objetos de oro y plata, que llamó enfáticamente «el tesoro de Príamo», si bien, investigaciones posteriores indicaron que se trataba de piezas elaboradas cientos de años antes de la época que sitúa a Príamo en la mítica Troya. No obstante, se convirtió en el mayor hallazgo arqueológico del siglo XIX. Excavaciones posteriores de los arqueólogos Wilhelm Dörpfeld y Carl William Blegen pusieron en evidencia la existencia de al menos nueve ciudades superpuestas, pudiendo atribuirse a la Troya VII la posibilidad de coincidir con la cantada por Homero en la Ilíada.
La mítica Troya era inexpugnable, pues la tradición habla de murallas megalíticas e imposibles de asaltar. Se cuenta que la astucia de Ulises concibe penetrarlas utilizando la artimaña de un regalo envenenado que dejan en la playa. Según se ha entendido y así se recoge en numerosas tradiciones, se trataba de un inmenso caballo de madera en cuyo vientre la argucia de Ulises puso un grupo de dánaos escogidos de entre los mejores guerreros griegos.
La guerra de Troya será narrada por el vate ciego en la epopeya que describe solo cincuenta días del conflicto bélico, el cual, según las tradiciones, duró unos diez años. Precisamente, la guerra termina con la introducción, por los mismos troyanos, de este «presente griego» en el interior de las murallas de Troya, convencidos de que se trataba de una ofrenda a Atenea.
Homero no habla del caballo en ningún párrafo de la Ilíada y solo existen algunas breves referencias en la Odisea, cuando pone en boca del espartano Menelao al alabar la paciencia de Odiseo, quien logra que sus compañeros guarden silencio en el vientre de caballo, o cuando Odiseo solicita al poeta Deódoco, durante el convite en el palacio feacio de Alcinoo, que narre la escena de cómo Epeo, con ayuda de Atenea, construye el caballo que será la ruina de Troya, o cuando Odiseo platica en el Hades con Epeo sobre el alma de su padre Peleo.
Habrá que esperar a la Eneida de Virgilio para que encontremos referencias más explícitas sobre el mítico caballo. El poeta romano desarrolla la llegada del teucro Eneas con su familia a las costas de Italia, con el fin de marcar los orígenes genealógicos relacionados con Troya para el reinado de Augusto y la gens Julia. Es en este canto donde aparece una descripción más detallada del caballo, cuando indica que «los jefes de los dánaos, quebrantados al cabo de la guerra, / patente la repulsa de los hados —son ya tantos los años transcurridos— / construyen con el arte divino de Palas Atenea un caballo del tamaño de un monte». Indica que lo dejan en la playa como ofrenda votiva para que la diosa custodie su regreso a Grecia y se retiran hacia la isla de Ténedos, cercana a Troya, donde ocultan sus naves para retornar al asalto de la ciudad, una vez que el ardid se consume. Apunta Virgilio que «a escondidas encierran en sus flancos tenebrosos / la flor de sus intrépidos guerreros y llenan hasta el fondo las enormes cavernas de su vientre con soldados armados».
Nadie oye las críticas del sacerdote Laocoonte, que advierte a los troyanos que el caballo es una trampa, como tampoco antes lo hicieran con Casandra anunciando la caída de Troya, empecinados en llevar la ofrenda a la Acrópolis al templo de Atenea, en el corazón de la ciudad. Se dejan embaucar por los argumentos del prisionero Sinón, que les convence de que se trata de una ofrenda votiva de los griegos para solventar el robo del Paladio con la imagen de Atenea por Áyax.
No obstante, en relación con la figura del caballo, resultan sugestivas las reflexiones realizadas por Ruiz de Arbulo, cuando indica que, de acuerdo con las tradiciones relativas a las ofrendas votivas consagradas a Atenea, estas se realizaban para asegurar una feliz travesía en el mar y que, desde la óptica sacra, el caballo ha podido ser interpretado como una representación teriomórfica de Poseidón, como domador de caballos o con Atenea, inventora del bocado. Indica: «por lo cual la ofrenda de una xóana o estatua de madera representando un gran caballo como exvoto de navegación a ambas divinidades sería completamente asumible». Sin embargo, a continuación, apunta que «en esta ofrenda votiva de un caballo de madera, sus enormes dimensiones nos desconciertan. (…) Las grandes dimensiones del caballo, imprescindibles para el ardid de ocultarse unos hombres en su interior, encajan bien desde el punto de vista excepcional y único de un «mito poético», pero resultan imposibles de explicar desde una perspectiva histórica y arqueológica».
A partir de esta reflexión, se aventura a indicar que «el caballo de Troya pudo ser en realidad el barco de Troya». El argumento se puede fundamentar en criterios filológicos cuando Austin, en un artículo relacionado con el poema de Virgilio, indica que el término cavernas ingentis que utiliza el poeta para describir el vientre del caballo, en realidad se trata de un vocablo que en el lenguaje náutico latino indica la bodega. Siguiendo a Austin, Ruiz de Arbulo nos recuerda que tanto autores clásicos como Eurípides, el gramático egipcio Trifiodoro o Quinto de Esmirna ya apuntaban la idea de que el caballo pudo ser en realidad un barco. A los que se suman en época moderna autores como Van Leeuwen, Bethe, Luzón o Tiboni.
En realidad, tiene sentido pensar en la posibilidad de un barco, dado que la flota griega, para invadir a la ciudad, tal como narra Homero en la Ilíada, había atracado junto a la playa vecina de Troya y que, de la gran cantidad de barcos que utilizaron, uno de ellos pudo muy bien servirles para dejarlo como ofrenda, lo que tiene una lógica argumental mucho más verosímil que la construcción de un caballo de madera «del tamaño de un monte».
No se trataba de un barco cualquiera, sino del tipo de los llamados hippos, de origen fenicio, conocidos por llevar un mascarón de proa con forma de una cabeza de caballo, a los que, por su rapidez venciendo las olas, se les consideraba como «caballos de mar» (alòs hippoi), que se movían por vela y remo. Se ha señalado que en lengua griega existe una gran concomitancia entre el lenguaje ecuestre y el náutico, por lo que no es de extrañar que las referencias al caballo de Troya estuviesen relacionadas con el barco de Troya.
Además, Atenea, en el panteón griego, protege a los navegantes tomando la forma de corneja marina (Aithuia) volando sobre las naves durante sus travesías. Por ello, para Ruiz de Arbulo, «llegados a este punto, hemos de interpretar la lógica de este “barco/caballo” como ofrenda votiva de los griegos para asegurar una feliz travesía. Esta interpretación nos permite entender por qué los troyanos decidieron introducir el barco en su ciudadela”. De lo cual se deduce que el barco abandonado en la playa con la proa decorada con una cabeza de caballo no tuvo que significar ninguna sorpresa especial para los troyanos. El hecho resulta comprensible que, después de diez años de guerra, a la hora de partir la enorme flota griega, hubiese dejado una de sus naves y no una simple maqueta votiva en honor de la diosa Atenea y «unos pocos hombres pudieron perfectamente camuflarse creando un doble fondo en uno de los extremos de la bodega». Lo que se corrobora con el engaño del prisionero Sinón, que se refiere al presente como una ofrenda a los dioses.
Por otra parte, no resulta descabellada la idea de que «el barco/caballo abandonado por el enemigo en la playa era ante todo un botín de guerra. (…) Es evidente que los troyanos no podían admitir que la ofrenda votiva del enemigo (en palabras del prisionero Sinón) permaneciera en su playa (…) (por lo que) el lugar más oportuno para la permanencia de este botín de guerra y gran exvoto sería el santuario nacional en la Acrópolis de la ciudad».
Recientemente, el arqueólogo submarino Francesco Tiboni, de la Universidad de Marsella, ha filmado un documental, dirigido por Roland May en 2021, donde abunda sobre la idea de que, en efecto, la confusión se debería a una interpretación errónea de las palabras que describen al caballo de Troya. El término hippos hace referencia, como ya hemos señalado, a un tipo de embarcación fenicia que cae en desuso y, como consecuencia, la ignorancia de los autores de siglos posteriores puede que haya traducido a hippos como ‘equino’, cuando en realidad, estaba haciendo referencia a una nave (alòs hippoi).
Sobre todo, porque, para Tiboni, en una copia antigua de la Odisea, aparece escrito, en referencia al caballo, el nombre de «dourateos hippos», por lo que el arqueólogo sostiene que Homero podría haberse referido con ese término a un hippos, típico barco fenicio, con su proa y popa talladas con la forma de la cabeza de un caballo y no literalmente a un caballo.
Incluso hace referencia a esta ambivalencia de los términos cuando, en el cuarto libro de la Odisea, Menelao conversa con Telémaco, el hijo de Ulises, y le cuenta que con su padre se hacían compañía sobre «un costado del caballo», por lo que el término costado puede ser interpretado como ‘parte del cuerpo de un animal’ o como ‘la amura de una embarcación’. Incluso, sobre esta idea, Tiboni recoge otro pasaje de la Odisea en el que Penélope le pregunta al heraldo: «¿Por qué se fue mi hijo? No necesitaba subirse a las veloces naves que para los hombres son los caballos del mar».
En conclusión, nos hallamos ante unas reflexiones interesantes fundamentadas en criterios filológicos y en el sentido común que, desde una perspectiva histórica. resultan más verosímiles. Dejar uno de los barcos de la flota griega en la playa con la construcción de un doble fondo en su bodega tiene más sentido práctico que la fabricación de un inmenso caballo de madera.
No obstante, que sea un caballo o una nave con cabeza de caballo en su proa, no cambia la historia, pues, de un modo u otro, Troya cae por la argucia de Odiseo y será destruida en una noche (Iliou persis). La historia y el mito se envuelven en los velos de las palabras, y más allá de las frases que guardan misterios, los seres humanos siguen fraguando narraciones que embelesan y desarrollan el imaginario simbólico de las generaciones venideras. Troya es un ejemplo.