Dicen las más antiguas historias de los Mares del Sur que Ku-Kaili-Moku acompañaba al rey de Hawaii en los campos de batalla. Era una divinidad protectora. Su cuerpo es un armazón de cestería, sobre el que se tendió una red de fibras vegetales. Los ojos, de terrible y obsesiva fijeza, son conchas nacaradas. Los dientes, prestos a devorar, son de roedor.
No sé a vosotros. A mí, excavador del Fondo de la Historia, me infunde el pavor que estaba destinado a infundir.
El atrevimiento expresivo de los artistas de los Mares del Sur chocó al gusto occidental en los primeros contactos. Eran obras raras, grotescas, divertidas y feas sin más. Hasta que llegó el «arte» del siglo XX y vimos que las obras de los artistas del llamado mundo civilizado podían ser raras, grotescas, divertidas y feas sin más. Entonces empezamos a comprenderlas…
¿A comprenderlas?
El hombre del mar del Sur vive inmerso en la belleza. Se le desborda en la disposición de los poblados, en sus casas colectivas, en la Casa del Hombre, con sus puertas de madera talladas en horror vacui hasta convertirse en una danza cósmica de figuras retorcidas y grandiosas. Se manifiesta en los menores objetos de uso cotidiano, extraídos de la naturaleza que les rodea. Y en el arte hay alma: el escudo del guerrero no luce el dibujo del antepasado solo porque adorna: ese dibujo es el espíritu que va a proteger a su dueño del golpe enemigo. El escudo no vale de nada ante el dios de las batallas; el dibujo sí. Igual que las naves son marineras por las figuras protectoras de sus costados, no por la obra muerta de madera.
El espíritu entra en la figura tras una complicada ceremonia.
La ceremonia fue realizada con Ku-Kaili-Moku, aterrorizador dios de las batallas. Y funciona. Esos ojos obsesionantes, hipnóticos, no pueden ser en vano. Deben, lo creemos, llenar el corazón enemigo del más profundo terror. Esos dientes han de devorar la carne del guerrero que alza su espada contra él…
Existes, Ku-Kaili-Moku, en el Fondo de la Historia y en el fondo del alma grupal. Porque el artista, antes de realizarte, te sueña. No te inventa. El artista melanesio nunca inventa. Durante noches llama al sueño hasta recibir una imagen. Luego la plasma. Por eso existes, dios de las batallas, porque primero fuiste soñado. Y si nosotros somos sueños en la mente de los dioses, y existimos, ¿por qué tú no, extraña deidad de ojos de concha?
El artista melanesio se ríe de la realidad. Su realidad es lo irreal, porque entra en el mundo del emblema totémico. Si en las estatuas funerarias se hiciera un retrato del muerto, los demonios lo reconocerían y tratarían de hacerle mal. Así pues, solo se representará por sus emblemas, sus tótems personales, aquello que fue su intimidad. Las manos, con tres dedos, para que se confundan con garras de ave…
Vamos, hombre civilizado. ¿Te ríes de Ku-Kaili-Moku y te descubres ante el caballo del Guernica? ¿Acaso, confiesa, porque eres esclavo de una moda no entiendes la libertad de un artista que aprende de sus sueños la forma de sus dioses?
Tu guerra interior tiene su dios. Qué importa si tiene el rostro grotesco de Ku-Kaili-Moku o el hermoso de Ares…
Es tu dios.