Cuando una abeja melífera encuentra un buen lugar para recolectar néctar y polen, regresa a la colmena para informar a las demás. Con los movimientos de su cuerpo irá transmitiendo con gran precisión la distancia, orientación respecto al sol y calidad del hallazgo.
El etólogo austríaco Karl von Frisch recibió en 1973 el Nobel de Medicina por descubrir y describir la danza con la que las abejas se comunican, así como de su sorprendente sentido del olfato. La complejidad de los movimientos que realizan y la no menos compleja información que transmiten con ella, no ha dejado de ser objeto de estudio por parte de gran cantidad de investigadores y curiosos. ¿Cómo saben las abejas qué movimientos hacer y cómo? ¿De qué manera reconocen las demás el significado de la danza? ¿Viene todo eso codificado ya en los genes de las abejas? La respuesta a estas preguntas parece haber sido descubierta recientemente por un equipo de científicos de la Universidad de California en San Diego y la Academia China de las Ciencias.
La explicación sencilla sobre cómo saben realizar e interpretar su danza es que aprenden viendo a otras hacerlo. Sin embargo, detrás de esta afirmación hay implicaciones mucho más apasionantes. Por una parte, al tratarse de un comportamiento aprendido, requiere que se haya producido una transmisión fiel de ese conocimiento desde que, en algún momento de la historia de las abejas, alguna de ellas comenzó por primera vez a danzar y, al mismo tiempo, las demás aprendieron a interpretar el significado de aquella diversidad de movimientos.
Al separar desde muy temprano una colonia de abejas del resto, impidiéndoles ver a las danzarinas que bailaban por primera vez, descubrieron que, aunque el instinto de alguna manera les llevaba a intentar ejecutar la danza, la transmisión de la información era muy deficiente, no logrando comunicar eficientemente el lugar del alimento. Mientras, abejas de la misma edad que habían permanecido en la colonia principal, y que habían podido seguir los movimientos de las abejas más veteranas, aprendieron a danzar y a interpretar la danza con mucha mayor precisión. Otro aspecto interesante es que, aunque luego pusieron en contacto a las abejas de la colonia separada con las otras, las que no habían estado expuestas desde temprano a los patrones comunicativos de las más experimentadas, nunca consiguieron igualar la buena transmisión de las distancias respecto de las que lo habían visto desde muy jóvenes.
Esto no difiere mucho de lo que ocurre con los humanos, cuya exposición temprana a determinados estímulos ayuda enormemente al buen desarrollo de las capacidades cognitivas, ni de la necesidad que tenemos los seres vivos de aprender bien de los buenos ejemplos. En el caso concreto de las abejas, la forma de codificación de las distancias mediante la danza no es igual en todas las especies de abejas de la miel. Según han descubierto los investigadores, cada una aprende y perfecciona un «dialecto» específico que se transmite por medio de la observación de las demás. Cuando las abejas no aprenden este «dialecto» de forma temprana, desarrollan uno diferente, que mantienen durante toda su vida.
Familias de árboles
El aislamiento aparente de los árboles en los bosques, compitiendo cada uno de ellos en soledad por captar más luz, más nutrientes y más agua que los demás, es una vieja idea que, desde hace algunos años, ha comenzado a quedar atrás. Concretamente desde que la ecóloga forestal canadiense Suzanne Simard publicara el resultado de unos estudios, en los que afirmaba que los árboles no solo están conectados entre sí por una extensa red de micorrizas (esto es, el resultado de la simbiosis entre las raíces de algunas plantas y los hongos), sino que comparten información y nutrientes entre ellos de la misma forma que una enorme familia vegetal.
El descubrimiento de Simard convierte los bosques en poblaciones sociales, similares a las de los humanos más «primitivos», en las que los individuos más ancianos, a los que Simard llama «árboles madre», cuentan con la mayor cantidad de interconexiones dentro de la red, y cuidan, como los abuelos, de los nuevos brotes que germinan en el suelo de las forestas; y lo hacen compartiendo sus propios recursos con aquellos individuos que más pueden necesitarlo, especialmente con los más jóvenes, que todavía no cuentan con suficiente «experiencia» ni conexiones, y que por su tamaño tampoco reciben suficiente luz. Por medio de la red de micorrizas, los árboles más antiguos transmiten el carbono y los nutrientes a los árboles más nuevos. Estos, conforme vayan creciendo, irán ampliando sus propias redes y contribuyendo al desarrollo de otros individuos.
Una de las cuestiones más interesantes de este descubrimiento es que, de alguna manera, la red conecta entre sí a todos los árboles de una misma especie dentro del bosque, de tal manera que, cuando a decenas de kilómetros nace un nuevo retoño, los árboles madre lo «saben», y comienzan a ayudarle en su desarrollo. Cuando uno de esos árboles madre muere, cosa que no ocurre de golpe, sino en un lento proceso de pérdida, comienza a compartir tanto sus propios nutrientes como su «conocimiento» acerca de lo que es bueno o malo para el conjunto, de la misma forma que haríamos nosotros. Finalmente, cuando la vida se le acaba, sirve de soporte físico para el desarrollo de nuevos árboles.
La canción triste de las ballenas
Cuando llega la época de apareamiento, los machos de las ballenas jorobadas del Pacífico despliegan fuertemente su canto, único y vibrante, que, además, forma parte de un conocimiento que estas vienen transmitiendo de generación en generación para mantener vivas sus poblaciones. Gracias a estos cantos, entre otras cosas, los machos logran atraer a las hembras con las que luego tendrán descendencia.
Los investigadores han estudiado los patrones de estos cantos, y han descubierto la gran complejidad que encierran. En general, las poblaciones de ballenas muestran muy pocas diferencias en las distintas frases que vocalizan en cada canción. Sin embargo, no mantienen los mismos temas a lo largo de toda su vida. En un momento determinado, los machos cambian completamente sus frases por otras totalmente nuevas, y este cambio se extiende rápidamente entre todos los machos, aunque estén separados por miles de kilómetros, de manera que en poco tiempo todos entonan de nuevo las mismas canciones. Los cantos se aprenden, cambian y se adaptan continuamente. Los más jóvenes los imitan de los mayores, y así es como conocen las reglas de su particular comunicación.
Después del apareamiento, cuando las crías han nacido, las madres de ballena jorobada hacen lo que haría cualquier madre humana: comienzan a jugar con ellas para enseñarles a comer, a respirar y a nadar en línea recta. De hecho, nada más venir al mundo, empujan a sus crías hacia la superficie para que tomen aire por primera vez. Durante sus dos primeros años de vida deberán aprender todo lo necesario para poder sobrevivir por su cuenta, ya que es habitual que acaben abandonando la seguridad familiar en busca de sus propias experiencias y parejas.
Curiosamente, cuando los investigadores comenzaron a prestar atención por primera vez al canto de las ballenas jorobadas, en la década de los 70 del siglo XX, percibieron sus canciones como baladas tristes y melancólicas. En aquella época, en muchos lugares, las poblaciones de ballenas estaban cerca de la extinción a causa de la pesca masiva. Por eso, cuando los grupos comenzaron a recuperar su número después de la prohibición internacional, las canciones empezaron a dejar de ser tan «tristes».
Bibliografía