Cuando menos es curioso, si no ridículo, observar cómo en libros, películas, etc., se justifica la «humanidad» de ciertas máquinas o robots por el hecho de tener sensibilidad y emociones.
No hace muchos años, en una famosa serie, Star Trek, un personaje curioso era el del jefe científico Spock, medio humano y medio nativo del planeta Vulcano. A lo largo de la serie, este lucha constantemente entre su mitad vulcana, caracterizada por la razón y la lógica, y su mitad humana, regida por la emoción. Muchos dudaban precisamente de su humanidad por su apariencia fría, por no expresar emociones.
Este es el mismo tipo de juicio que hacemos con respecto a la conciencia robótica. Sin embargo, en esta serie, en las situaciones más peligrosas, a menudo tras el fracaso de los «humanos», con sus miedos, histerias, agresividad, etc., la figura de Spock salva a la tripulación, frecuentemente poniéndose en peligro, sacrificándose por el bien de los demás, dominando sus pasiones, miedos e incertidumbres, y sobre todo, dominando el propio egoísmo.
¿Es esto último ser medio humano? ¿Infrahumano? ¿Suprahumano? ¿O auténticamente humano?
Cuando hablamos de conciencia, ¿nos referimos a la autoconciencia o a la conciencia perceptiva del mundo alrededor? O sea, ¿se trata de una intra-conciencia o una extra-conciencia?
Si la conciencia consiste en «darse cuenta» de «lo otro», percibir lo externo a nosotros mismos, en ese caso un átomo e incluso un electrón tienen conciencia, pues ante la «presencia» de otra partícula reaccionan, uniéndose a ella o rechazándola. Una ameba sería otro buen ejemplo: póngase uno de estos «bichejos» en un medio líquido, en un contenedor que de un lado acumule más elementos nutritivos que del otro lado. Después de un cierto tiempo, veremos todas las amebas del recipiente alrededor de ese lado nutritivo del contenedor. Hagamos la misma prueba colocando un electrodo que genere una descarga eléctrica. Rápidamente la ameba «toma conciencia» de ese electrodo tras recibir unos cuantos vatios de descarga.
Dotemos a estos seres de nuevas opciones, como volar, andar, nadar, trasladarse, unirse con otros, etc. Aquí tenemos un nuevo órgano especializado en almacenar las buenas y las malas opciones, un sistema nervioso central, que nos «aconseja» huir cuando es conveniente o «acercarnos» si llega el caso.
Así hemos llegado a un grado de conciencia más sutil, proceso válido para los descendientes lejanos de la ameba y para los hijos de la ingeniería, estos últimos ayudados por la inteligencia y memoria almacenada en un pequeño ordenador ambulante. Esta conciencia y su memoria correspondiente puede ampliarse todo lo que se quiera, puede ocupar terabytes de terabytes, una increíble masa de información, y con un sistema automático de decisiones «convenientes o no convenientes» para ese ser manejado por una CPU cuántica.
¿La misma inteligencia?
Hemos llegado, pues, a dos seres superinteligentes, llenos de esa cualidad llamada «conciencia externa», uno como resultado de la evolución biológica, el otro como hijo de la ingeniería humana avanzada. Hasta aquí nada les distingue; de hecho, la máquina puede ser más rápida en tomar ciertas decisiones, en aprender ciertos datos y almacenarlos sin verse afectada por cosas como el Alzheimer; e incluso puede hablar, expresarse en varios idiomas y, con el tiempo, aprenderá a IMITAR TODOS LOS SENTIMIENTOS HUMANOS. Llegados a este punto, muchos dirán que dónde está la diferencia entre un ser humano y una máquina avanzada. Algunos señalarán que no hay diferencia, salvo que la máquina es más rápida, puede incrementar aún más su memoria, y… es eterna, basta con transferir su memoria y CPU a otras máquinas más avanzadas.
De hecho, lo anterior es la base del llamado transhumanismo, donde algunos propugnan no solo cambiar una pierna, o un ojo u oído, por otro mejor y artificial, sino también almacenar «todo el ser» (o sea, lo que algunos entienden por ser), su memoria, sus gestos, sus gustos, etc., en una máquina, siempre renovable, y por tanto, conseguir la inmortalidad aquí en la Tierra.
—¡Oiga! Todo eso está muy bien, pero ¿qué pasa con lo que señaló más arriba, con la intra-conciencia?
—¡Ah! Eso es harina de otro costal. Y muy importante, porque aquí radica el quid de la cuestión.
Pero antes de proseguir, quisiera hacer un pequeño inciso aclaratorio.
Se puede reunir una biblioteca tan grande como la mítica biblioteca de Alejandría, y juntar allí todos los tratados importantes, metafísicos, religiosos, míticos, filosóficos, etc., que han existido a lo largo de la historia. Y además todas la grabaciones en directo de los grandes filósofos y místicos que han existido (si pudiéramos grabarlos desde las ondas etéricas del espacio infinito), y con todo eso tratar de convencer a alguien de la existencia de lo METAFÍSICO, o sea, de aquello que va más allá de este mundo material.
Por otro lado, también podríamos reunir una legión de escépticos, de materialistas convencidos, de ateos incorregibles, de científicos creyentes solo en los átomos y en sus números atómicos, de evolucionistas que insisten en hacer del mono nuestro ancestro, e incluso de geneticistas que dicen que entre el ADN de un mono y el de un hombre no hay gran diferencia; en fin, todos ellos juntos para convencerte de que no hay nada metafísico, de que TODO ES MATERIA.
Tú decides. Creo que todos hemos decidido alguna vez sobre este tema; argumentar sobre ello es interminable, agotador e inútil. Por tanto, si piensas que lo metafísico existe, continúa leyendo; si por el contrario no piensas eso, solo sigue leyendo por curiosidad, si quieres.
El ser humano posee también intra-conciencia, o sea, la percepción, la sensibilidad y el pensamiento que se dirige hacia otros mecanismos más allá de la razón. ¡Ojo!, más allá, pero siempre apoyados en la razón para llegar hasta ahí, hasta sus mismas fronteras, hasta donde la razón llega a su límite, y desde ahí poner en marcha otros mecanismos intuitivos, lo que los orientales califican como «intuición interna». Si no lo hiciéramos así, caeríamos en fantasías y elucubraciones sin fin.
En ese otro nivel encontraremos cosas como la razón pura, muy diferente de la razón material y de las conveniencias que hemos dejado detrás por superación; también está la intuición iluminadora, la inspiración espiritual, y una visión profunda que nos permite integrar, más allá del tiempo, todo el ser ligado al presente con lo atemporal. Ahí encontraremos también las raíces necesarias del Bien, de la Justicia, de la Verdad y de la Belleza trascendente, que serán las inspiradoras del quehacer cotidiano, y la fuente de toda ética trascendente, válida para conducirnos desde esta vida a otra vida superior, que no es la de los «angelitos con un arpa», sino la vida cristalina y diamantina del espíritu.
Allá al fondo, se puede oír el ruido de los engranajes de la máquina, e incluso percibir el movimiento de los electrones a través de sus circuitos, de la conciencia mecánica externa e intelectual, la que sabe elegir entre el sí y el no, entre el 1 y el 0, y entre las cosas de este mundo horizontal aquello que más le conviene, pero no es la Música que tú oyes en el silencio, ni la Inteligencia que te permite elegir en tu interior AQUELLO QUE TRASCIENDE ESTE MUNDO.