Los seres humanos desarrollan extrañas costumbres, especialmente cuando se trata de las amenazas que se ciernen sobre su supervivencia. Suele ocurrir que, cuanto más grave y global es el peligro, se produce una especie de ceguera que impide ver la necesidad de tomar medidas contundentes que puedan alejar los presagios. El caso es que los expertos científicos suelen avisar de lo que se avecina, cuando todavía es tiempo para corregir las trayectorias desviadas que tarde o temprano llevan directamente a la catástrofe. Pero es tal la prepotencia de los humanos (o más bien deberíamos decir estupidez temeraria) que, a pesar de los avisos de sus sabios, renuncian a enfrentar los peligros que tarde o temprano se van a hacer visibles, con sus largas secuelas inevitables.
Esta ceguera ha aparecido muchas veces en la historia, singularmente cuando se ha tratado de amenazas de guerra, latentes aunque bastante previsibles, cuestión que se ha producido en todas las épocas y lugares. Ahora está presente en lo que se refiere al medio ambiente, tan maltratado desde hace siglos a causa de la codicia, el enriquecimiento rápido, el poder a toda costa. Nuestra madre la naturaleza está avisando, con los medios que puede, sobre la temible extinción del género humano desde hace décadas.
Esta vez el peligro afecta a todos, nadie está a salvo de las terribles consecuencias que ya se avistan en el horizonte. Pero el enemigo esta vez está entre todos nosotros.
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