Ciencia — 1 de septiembre de 2023 at 00:00

La ética: enlace necesario entre ciencia y sociedad

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En nuestra sociedad, la ciencia es un aspecto primordial que influye en todos los ámbitos y afecta a nuestras decisiones individuales y colectivas. La hemos constituido como guía para actuar y sabiduría para vivir, pero la ciencia no le dice a la realidad cómo debe ser, solo la estudia y la describe, ni nos puede decir cómo deberíamos vivir.

Por otro lado, en las sociedades actuales estamos llenos de desacuerdos: ¿se puede permitir el aborto, la eutanasia? ¿Cuál debe ser el trato a los terroristas ante un ataque inminente? ¿Cuál es la proporción de impuestos que debemos pagar para disfrutar de los beneficios de vivir en sociedad? ¿Qué hacer si el diagnóstico prenatal dictamina alguna enfermedad en el feto? ¿Se pueden preservar los embriones para la obtención de células madre para la cura de enfermedades? ¿Cuándo una célula es moralmente valiosa, depende de si está fecundada? ¿Cuáles son los derechos de los animales? ¿Se les puede utilizar en los espectáculos, en investigación? ¿Y la investigación de nuevos medicamentos con pruebas en seres humanos? La ética medioambiental, ¿tiene un valor intrínseco o solo porque nos afecta a nosotros? Parece que el progreso y la ciencia nos han generado muchas más controversias y desacuerdos, y la convivencia cordial se aleja con cada nuevo descubrimiento.

Para encontrar respuestas a esta inquietud, propongo empezar con un poco de historia. En los siglos XIX y XX las ciencias naturales, físicas y sociales cosecharon grandes éxitos al mismo tiempo que entró en crisis profunda la ética. Las razones son múltiples, pero se pueden centrar en los filósofos de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud. Cada uno de los tres critica un aspecto diferente de la realidad, guiado por su pensamiento.

  • Según Marx, la ética que se nos impone socialmente está al servicio de los prejuicios de la clase que gobierna, que usa la religión y, con ella, la moral para adormecer las conciencias.
  • Nietzsche enuncia que Dios ha muerto. Esa frase lapidaria implica, como dice en uno de sus pasajes más famosos, que hemos borrado la línea del horizonte, no hay arriba y abajo, no hay delante, no hay atrás. Para Nietzsche, la ética de origen cristiano reprime la vida, y el ser humano se vuelve débil e impotente. Por eso hay que poner fin a la moral del rebaño y crear nuestros propios valores, ser un superhombre. Solo es «bueno» lo que ensalza la vida, no lo que la sociedad presenta como moral.

Con ellos dos se diluyó la religión, pero no toda la moral; recordemos que Kant no necesita de dimensión trascendente para la fundamentación metafísica de las costumbres, se apoya en la razón humana y la capacidad de ser libres. Pero llega Freud y sospecha de la razón: quizás solo hay pulsiones de la sexualidad.

  • Según Freud, la moral se basa en el miedo que desde la infancia nos produce el padre, interiorizado por el inconsciente en forma de ética o represión del deseo. Por eso hay que promover la liberación del placer y de la sexualidad, como única forma de evitar la neurosis y la angustia.

A ellos le sumamos la revolución darwiniana en el siglo XIX, afirmando un origen único de la vida desde un ser unicelular y la evolución del hombre desde los animales. Con esta teoría el espíritu entra en crisis: ¿dónde está el alma? ¿Hay una identidad esencial que nos constituye, porque si las especies evolucionan… dónde está la esencia de lo humano?

A Darwin le siguen en el siglo XX la genética y la neuropsicología, tan brillantes que ciegan a la filosofía por momentos. Con el descubrimiento del ADN dijimos: «hemos descubierto el secreto de la vida». Se le ha atribuido los poderes del alma inmortal, porque en él está escrito el programa de un ser humano, explica la conducta y el destino.

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Sidney Brenner, premio Nobel de Medicina en 2002, dijo que si alguien pensó que el genoma es la vida, se equivocó.

Tenemos tantos datos… Hoy los datos se vuelven sustitutos del pensamiento, nadamos en un mar de datos pero estamos sedientos de ideas.

La bioética, que se inicia en la década de los setenta del siglo pasado, es un encuentro entre las ciencias de la vida y el derecho y la filosofía. En verdad, es multidisciplinaria, surgió para ayudarnos a tomar decisiones, una sabiduría de la vida, una guía. En 1974 el Congreso de los Estados Unidos crea una comisión para identificar los principios éticos básicos que deben regir la investigación con seres humanos en la medicina. En 1978 los comisionados publican el «Informe Belmont», donde distinguen tres principios éticos básicos, por este orden: respeto por las personas (autonomía), beneficencia y justicia. Posteriormente se ha añadido la no-maleficencia.

Pero ¿cómo hacemos en un caso concreto, cómo aplicamos estos principios? ¿Cómo actuamos ante un problema difícil? Debemos hacer una reflexión moral, que consiste en buscar en qué principios se basan mis opiniones (todos tenemos opiniones, un adolescente también opina sobre la lista de temas anteriores), y discutir conmigo mismo o con otros si estoy de acuerdo con esos principios y con las objeciones que se le pueden articular.

Lo óptimo sería al revés, tener unos principios y que mis juicios deriven siempre de mis principios. Muchas veces nos hacemos la ilusión de que es así como pensamos, pero sugiero examinarnos con sinceridad para localizar aquellos juicios que están desconectados de los principios, y donde no hay acuerdo, lograr la concordancia entre los juicios que hacemos y los principios a los que nos adherimos. Aún quedaría la coherencia con nuestras acciones. Lo importante es que esta reflexión puede conducirnos a la verdad moral.

En este artículo voy a esbozar brevemente las tres grandes líneas de la historia de la ética para acompañar esta reflexión moral.

 

Ética utilitarista

Unos principios muy extendidos, sobre todo entre economistas y empresarios, y en toda la ciudadanía es la ética utilitarista: «maximizar la felicidad, el bienestar, aumentar la prosperidad, lograr la mayor felicidad para el mayor número». En la época moderna, el padre de esta teoría fue el filósofo y economista Jeremy Bentham, que llegó al principio de maximizar la felicidad con el razonamiento de que a todos nos gobiernan las sensaciones de dolor y placer, que son nuestros amos soberanos. Bentham se burlaba de los derechos naturales que podía tener cada persona, y esta es la primera objeción a plantearse, dónde quedan los derechos individuales de cada persona. Por ejemplo: ¿se puede torturar a los hijos de corta edad de un terrorista para que confiese el lugar donde ha colocado un artefacto explosivo?

La segunda objeción se basa en que el utilitarismo es una ciencia moral basada en medir y calcular la felicidad. Necesitamos una unidad común de valor, como una moneda que diga la equivalencia, por ejemplo, entre el placer o felicidad de comerse un pastel de chocolate, disfrutar de un concierto de música, leer a Benedetti o a Lope de Vega, un orgasmo, contemplar una puesta de sol, jugar con los niños… Incluso necesitamos llegar a responder esta pregunta: ¿cuánto vale una vida humana? Las compañías de seguros tienen unos baremos para los accidentes donde la vida de una persona se calcula en función de diversas condiciones: si tiene personas a su cargo, su edad y su sueldo. No vale lo mismo un mileurista que un ingeniero, ni una persona de sesenta años que una de cuarenta. ¿Estamos de acuerdo con esta valoración de la vida?

 

Ética kantiana

Otra postura ética es el liberalismo, que da a la libertad y a la autonomía de cada individuo el valor de principio primordial. La argumentación se suele basar en la tradición kantiana y, con ella, el respeto a los derechos individuales.

En el caso extremo, el Estado tiene unas funciones mínimas para no intervenir en la libertad de cada uno: debe obligar a cumplir contratos, proteger del robo, mantener la paz. Se rechazaría el paternalismo y no se legislaría, por ejemplo, sobre la obligación de llevar cinturón de seguridad, ni aspectos sociales como la homosexualidad, la prostitución, no habría redistribución de renta y patrimonio, y el mercado con la oferta y la demanda regularía los precios, cada uno se preocuparía de su futuro sin seguridad social para el desempleo, pensiones de vejez, y tampoco habría regulaciones de salario mínimo. Además, con esta postura llevada al extremo, los empresarios pueden discriminar por raza, religión, sexo. Vamos viendo en la propia exposición algunas objeciones a esta postura libertaria.

Y, tristemente, la libertad individual como principio está en la justificación de todos los desmanes del libre mercado y nos ha llevado a una desigualdad económica brutal: el 20% de la población tiene el 80% de la riqueza, el 90% de los gastos en salud lo disfruta el 10% de la población, en el que solo tenemos el 7% de la enfermedad.

¿Me permitís dudar de que el mercado, en condiciones idóneas, se autorregule? Pero, además, nosotros partimos de unas condiciones iniciales que no eran equitativas: ¿estamos seguros de que los patrimonios han sido todos adquiridos de forma legal por nuestros antepasados? ¿Acaso no es el trabajo de los esclavos el origen de las fortunas que venían de América? ¿Y las riquezas obtenidas en las guerras o la expropiación a indígenas? ¿Y los miles de abusos en fábricas de África y Asia que se siguen dando hoy? La economía de mercado no ha regulado estas condiciones de desigualdad; lo que hemos comprobado es que se incrementan, y cada vez los pobres son más pobres y los ricos más ricos.

Hoy en día la ciencia se ejerce en este contexto competitivo de mercado, en el que los intereses particulares ponen a prueba las buenas prácticas científicas. Por ejemplo, la lucha para obtener financiación puede conllevar una tendencia a exagerar las potenciales aplicaciones de la investigación, aun cuando estas sean inexistentes o todavía muy incipientes. A veces, investigaciones muy interesantes, incluso con expectativas de un buen resultado, no encuentran financiación. Un caso paradigmático es el de las enfermedades minoritarias, ya que sus fármacos no resultan rentables para la industria.

El liberalismo también genera uno de los debates más acalorados ante la pregunta sobre si hay bienes que el dinero no deba comprar. ¿Me puedo vender a mí mismo? ¿Somos nuestros propios dueños?

Si yo me pertenezco a mí mismo, yo puedo decidir sobre mi cuerpo, y quedan zanjados inmediatamente temas como la eutanasia. Pero ni tan siquiera John Locke, el gran teórico de los derechos de propiedad, proclamaba un derecho tan ilimitado como ser dueño de uno mismo.

La primera objeción proviene de que las necesidades económicas, las situaciones emocionales y la falta de conocimiento influyen en las decisiones que toman las personas. Se trataría de proteger a la persona de sí misma. Es curioso comprobar las cláusulas de los seguros de vida. Hay una que aparece en todas las compañías: «No se indemniza por suicidio en el primer año de suscripción de la póliza». Parece ser que la probabilidad de mantener la decisión de suicidio un año después es tan baja que a las aseguradoras ya no les representa un riesgo comprometerse.

Personalmente, creo que la objeción más interesante proviene de Rousseau: «convertir un bien cívico en un bien de mercado no aumenta la libertad, la socava». Y podemos ejemplificarlo con uno de los temas que en bioética suscitan mayores debates: la gestación por sustitución. Ni siquiera hay acuerdo en su denominación. Así, podemos hallar un arco de expresiones que oscilan entre la peyorativa «vientres de alquiler», la emocional «maternidad subrogada» y la eufemística «gestación por sustitución», expresión que finalmente se ha impuesto en el ordenamiento jurídico español.

Con independencia de la denominación utilizada, se trata de un supuesto en el que una mujer engendra un hijo por encargo de otras personas y después lo entrega, bajo precio o de forma gratuita. El primero caso sería sería un modelo neoliberal, donde una persona oferta su cuerpo como cualquier otro bien o servicio. Se ampararía en la libertad contractual propia de un sistema capitalista. El segundo abogaría por la misma posibilidad, pero de forma gratuita. Solo se compensarían los gastos que genere la operación (atención sanitaria, postparto, etc.). En ambos supuestos se abre el mercado de las vidas humanas, incluso se genera un mercado low cost bajo el cual se encubren, además, conductas ilícitas de trata y tráfico de personas.

En el modelo español, no existe expresamente una prohibición sino una declaración de nulidad del contrato, con lo que la mujer gestante es la madre a todos los efectos legales. El problema radica en que hoy nada impide ir a países donde este tipo de contratos es lícito (o no está regulado) y volver a España con el bebé. Es una cuestión que ya mueve miles de millones de euros, con intermediarios y agencias, en un contexto de enormes desigualdades sociales y económicas, y con el problema de fondo de niños que ya están aquí y a los que hay que proteger.

La opinión de la ciudadanía y de los expertos está dividida. Desde la perspectiva del comité de bioética, no toda relación humana puede ser absorbida por la dinámica del mercado. La prioridad es siempre la protección de las personas más vulnerables en cada situación, que en este caso serían los niños nacidos a través de esta práctica y las mujeres gestantes. Históricamente, la mujer estaba relegada del espacio público para dedicarse a la función reproductora y cuidadora. A medida que la mujer ha ido adquiriendo mayor espacio en la vida pública, su identidad ya no se agota ni acaba con la reproducción. La «desacralización» de la maternidad ha supuesto una liberación para ella, pero eso no quiere decir que el embarazo carezca de importancia para la mujer gestante. Durante el mismo se producen cambios hormonales, existen riesgos para la salud física y psíquica… Y forzar la alienación de la madre con el nacido, negando el vínculo emocional, es una práctica que produce una instrumentalización o cosificación de la mujer, es reducirla a la función de mera «vasija» o «incubadora»; por ello es una explotación, contraria a la dignidad.

Se dice que la mujer es libre de hacer con su cuerpo lo que quiera, y este «lo que quiera» incluye gestar para otros. Pero, en nuestro país, ¿dónde están las mujeres que libremente quieren ser gestantes para otros? ¿Hay voluntarias de la clase media y alta para hacer ese trabajo? Solo la posición socioeconómica determina esa elección. En la India se pagan 7000 dólares a una mujer por gestar, es el sueldo de quince años. Las decisiones que adopta una mujer concreta deben ser respetadas, pero el respeto a las decisiones de unas pocas no puede ir en detrimento de otras (muchas) que pueden ser objeto de explotación. Podemos preguntarnos si permitir negociar con la vida es facilitar la explotación de las mujeres, y si estamos abriendo la puerta otra vez a la compra y trata de personas. La siguiente pregunta que se abriría una vez aprobada legalmente esta transacción es: ¿cuál será la edad máxima en la que se puede comprar o regalar un bebé: 1 hora, 1 día, 1 mes, 1 año…?

Para el argumento de la libertad y la autonomía se utiliza a Kant. Sus respuestas se alzan gigantescas sobre la filosofía moral y política desde que enunció en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) cuál es el principio supremo de la moral, y, en respuesta, aborda qué es la libertad. Kant hace una crítica devastadora al utilitarismo. La moral no consiste en maximizar la felicidad ni en perseguir ningún otro fin: consiste en respetar a personas como fines en sí mismas.

La idea de libertad de Kant es exigente, no es la libertad de mercado, ni la elección del consumidor. La moral no puede basarse en consideraciones empíricas como son los intereses, necesidades o deseos. Son variables y contingentes. Si satisfacemos emociones, apetitos y deseos, no está mal, pero no somos libres, no importa si el deseo me ha venido determinado por la biología o por la sociedad. Decía Kant: seguir las emociones produce acciones heterónomas y la acción moral radica en una acción autónoma, es decir, cuando me doy una ley a mí mismo.

Una objeción es si nos daremos todos la misma ley. Kant consideraba que no escogemos como o yo, sino como seres racionales partícipes de lo que llamaba la razón práctica pura, lo que los hindúes llaman Manas. Para los empiristas la razón es instrumental. Hobbes la llama la exploradora de deseos; Hume, la esclava de las pasiones. Kant dice: si la razón no fuese más que eso, estaríamos mejor con el instinto, somos dignos de respeto no porque seamos nuestros propios dueños, sino porque somos seres racionales, autónomos, capaces de actuar libremente.

Otra objeción radica en estar o no motivado siempre por deseos e inclinaciones externos. ¿El libre albedrío es fantasía? Para Kant la libertad no es del tipo de cosas que la ciencia pueda refutar o probar; tampoco la moral, porque la libertad y la moral actúan en el reino inteligible, es allí donde actúo como un ser libre; la psicología y aun la neurociencia actúan en el reino de lo sensible. La moral no es empírica. La ciencia no puede, con todo su poder y penetración, llegar a cuestiones morales, porque opera en el reino de lo sensible. Kant afirma: «imposible es a la razón humana más común expulsar a la libertad razonando».

 

Ética aristotélica

Los principios de la bioética, aunque citan la autonomía kantiana, han vuelto su mirada al origen, volvemos a los griegos. Vamos a explicar la posición platónico-aristotélica de la ética, porque en este tema, maestro y discípulo no discrepan.

Aristóteles preconizaba la búsqueda del Bien como el fin de las acciones humanas. Hoy se le tiene miedo a esta postura, se la ve como un anatema, porque los talibanes discursan sobre la virtud, los fanáticos morales pisan cualquier derecho individual justificados por su virtud, pero también Martin Luther King, Nelson Mandela, Germaine Tillion, Martha Nussbaum, Victoria Camps, Adela Cortina…

¿Qué es una buena persona? ¿Cuál es el bien para un ser humano? La diferencia entre los griegos y nosotros estriba en esta noción. Para nosotros, la virtud es una cualidad interior, se tiene en cuenta la intención. Para los griegos es areté, una excelencia, un poder que algo tiene para funcionar bien. La virtud de un martillo es su cabeza dura, porque su función es clavar un clavo. Es bueno porque cumple su función. Pero ¿cuál es la función de la vida humana? ¿Cuál es la vida buena? Con estos interrogantes inicia su indagación. Nuestras acciones tienen un fin. Por ejemplo, vamos a clase para aprobar la materia, para aprobar la carrera, para conseguir un trabajo, para tener dinero, para comprar cosas, y así haríamos una larga lista de medios y fines. ¿Cuál es el fin final? Responde Aristóteles: la eudaimonía, traducida a veces como felicidad o prosperidad, pero estas son acepciones más materialistas de lo que pretendía el filósofo. Aristóteles habla de «buen daimon», de «buen genio o espíritu». La felicidad aristotélica no tiene nada que ver con el dinero, los honores, el placer o la satisfacción de los sentidos, sino con la actividad del alma de acuerdo al Nous. En Aristóteles, para encontrar los principios en los que basarnos, para definir los derechos humanos, hemos de determinar un telos, un fin: el bien de la vida humana, es una ética teleológica.

En la ciencia, hemos prescindido de las razones teleológicas, la naturaleza no tiene una finalidad, las cosas «son» y no se aceptan explicaciones del tipo «El árbol da naranjas para que las comamos los seres humanos o los pajaritos». La ciencia solo describe la realidad que ve, este es el paradigma. Como el paradigma de la ciencia influye en nuestra visión del mundo, estamos inclinados a rechazar este tipo de pensamiento teleológico aristotélico en política o moral.

Hoy más que nunca necesitamos del concepto aristotélico de ética, porque del diálogo entre ciencia y sociedad, surgen los paradigmas de lo que consideramos verdadero y, por ende, bueno. No se puede debatir sobre muchos problemas de la sociedad, de la justicia y de derechos sin abordar cuestiones morales sujetas a polémica, no es posible obviar cuál es la vida buena. Y cuando es posible, quizás no es deseable. Los fundamentalistas vuelan donde los liberales no se atreven a pisar. Somos responsables del mundo, tanto del medio ambiente como del bienestar de las personas o de las discriminaciones que se den. Victoria Camps resume el núcleo de la ética hoy en una palabra: responsabilidad.

Cierro este artículo invitándonos a caminar con decisión hacia ese mundo mejor, en el que hay que dar todo el espacio necesario a la ciencia en su búsqueda de la verdad, pero acompañada de la ética que busca la bondad, el bien individual y el bien común. Como hace 2500 años, encontramos en el gran maestro de Occidente, que fue Platón, que hay en lo profundo una unidad indisoluble entre el bien, la belleza, la verdad y la justicia. Porque hablamos de ética en la ciencia porque en nuestra sociedad necesitamos no solo verdad, sino también bondad, justicia y belleza.

Referencias

Casado, M., & Navarro Michel, M. Document sobre gestació per substitució; Universitat de Barcelona (Ed.)

Kant, I. (1785). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Echegoyen Olleta, J., García-Baró M.(Eds.); Madrid: Mare Nostrum.

Nussbaum, M. (2004). La fragilidad del bien: Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega (2.ª ed., La Balsa de la Medusa; 77). Madrid: Visor.

Olivé, L. (2000). El bien, el mal y la razón: facetas de la ciencia y de la tecnología (1.ª ed.). México: Paidós.

Sandel, M. J. (2018). Justicia: ¿hacemos lo que debemos? (1.ª ed. en esta presentación, reimp. ed.). Barcelona: Debolsillo.

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