Byung-Chul Han es un filósofo surcoreano-alemán que analiza las condiciones sociológicas de la sociedad actual. El diagnóstico de este análisis es demoledor: en la sociedad contemporánea el poder ya no se ejerce desde la represión, sino desde la explotación de la libertad.
Es decir, la máxima opresora «¡No debes!» la hemos sustituido por la máxima instigadora «¡Sí puedes!», el famoso «yes, we can!». En vez de estar sometidos a la negatividad perceptiva, hoy somos seducidos por la positividad emancipadora, autosuficiente e individualista.
Cautivados por el yes, we can, la realidad es un paraíso de posibilidades que debemos aprovechar, y si no lo hacemos la culpa es solo nuestra.
Según Han se ha producido un cambio de paradigma, se ha dejado atrás la sociedad disciplinaria, definida por Foucault, y ahora se vive en la sociedad del rendimiento. Hemos dejado de ser sujetos de obediencia para pasar a ser sujetos de rendimiento o proyectos. Esto quiere decir que si antes el individuo se percibía sujeto a normas e instituciones, ahora es más autónomo para llevar a cabo sus iniciativas, cada vez se está más libre de tutelas ajenas. Se pasa de las exigencias externas a las motivaciones internas, de la coacción de la disciplina a la autogestión.
En definitiva, la sociedad del rendimiento nos convierte en meros gestores competitivos de egos o/y meros gestores de egos competitivos.
Para explicar todo esto, Han acuña el concepto «sociedad del cansancio», donde somos sujetos de rendimiento. El exceso de positividad nos conduce a una sociedad llena de individuos cansados, deprimidos y frustrados. En este nuevo escenario social no hace falta una dictadura para someter a la población, porque somos nosotros mismos los que nos explotamos, víctima y verdugo son la misma persona. Y paradójicamente vivimos bajo una falsa sensación de libertad.
En palabras del propio Han, «vivimos con la constante angustia de no hacer todo lo que podemos y encima nos culpamos de nuestra incapacidad».
La sociedad del rendimiento: el sujeto de rendimiento
La sociedad disciplinaria viene definida por la negatividad de la prohibición. El verbo que la caracteriza es el «no poder» y el verbo «deber», al cual le es inherente la negatividad de la obligación.
La sociedad del rendimiento se desprende de la negatividad, la creciente desregulación acaba con ella. Su verbo característico es «poder» sin límites. La famosa frase en inglés yes, we can, expresa su carácter de positividad.
Los muros de las instituciones de la sociedad disciplinaria que delimitan el espacio entre lo moral y lo que no es moral son arcaicos para la sociedad del rendimiento.
La sociedad disciplinaria y la del rendimiento comparten que al inconsciente social le es inherente la maximización de la productividad porque las dos son fruto del capitalismo. La diferencia es que, llegados a un nivel de productividad, en la sociedad disciplinaria se llega a un límite por el efecto bloqueante de la negatividad del deber. En cambio, en la sociedad del rendimiento la positividad hace que no haya límite: «nada es imposible», «podemos con todo».
La positividad del poder es más eficiente que la negatividad del deber. Así, el inconsciente social pasa del «deber» al «poder», sin que el «poder» anule el «deber», y esto se debe a que el sujeto de rendimiento se mantiene disciplinado, precisamente porque el incremento de productividad sigue inherente en él como en el sujeto de obediencia.
Por tanto, el sujeto de rendimiento es más rápido, eficiente, eficaz y productivo que el sujeto de obediencia.
El sujeto de rendimiento está libre de un dominio externo que lo obligue a trabajar. Es dueño y señor de él mismo. Pero la supresión de un dominio externo no conduce a la libertad, sino que la maximización de la productividad, inherente en los dos sujetos, hace que libertad y coacción coincidan.
El sujeto de rendimiento no se abandona a la «libertad obligada» o «la obligación libre». El exceso de trabajo y rendimiento, la hiperactividad, se convierten en autoexplotación. Esta es más perversa que la explotación por otros porque va acompañada de un sentimiento «falso» de libertad. Explotado y explotador, víctima y verdugo son la misma persona. Esta autorreferencia continua de los opuestos genera una «libertad paradoxal» que, debido a las estructuras de obligación inherentes a ella, se convierte en violencia, una violencia que el propio individuo ejerce sobre sí mismo sin ser consciente.
Para Han, estas estructuras de obligación establecidas por el capitalismo, donde las máximas son la productividad, la creación de riqueza, la libre competencia, destruyen al ser humano. Serían una nueva especie de totalitarismo, pero, a diferencia del comunismo soviético o el fascismo, que coaccionaban al individuo de forma externa, en este caso el capitalismo se convierte en un totalitarismo invisible que aplica la fuerza coercitiva desde el propio individuo, es decir, es el propio individuo quien se la ejerce a sí mismo.
El cansancio
La sociedad del rendimiento provoca un cansancio y agotamiento excesivo que nos deja solos, nos aísla y divide. Este cansancio es violencia porque destruye toda comunidad, toda proximidad e incluso el propio lenguaje se empobrece.
Peter Handke, en su Ensayo sobre el cansancio, nos habla de dos tipos de cansancio:
- El cansancio elocuente o fundamental, donde el yo disminuye y abre un espacio de amistad. Con él vemos al otro y, al mismo tiempo, somos el otro. Cuando el yo disminuye la gravedad del ser, se desplaza del yo al mundo. Se trata de un cansancio que da confianza al mundo, abre el yo y lo hace permeable al mundo.
- El cansancio sin habla; aquí el yo está solo. Es un cansancio sin mundo. Un cansancio que incapacita, es el no hacer nada, que anula y agota todos los sentidos. Este es el cansancio de la sociedad del rendimiento.
Handke, en el cansancio elocuente o fundamental recoge todas las formas de existencia del «estar-con», que desaparecen con la absolutización del ser activo, porque este «está solo». Es una facultad especial que inspira y deja surgir la espiritualidad.
El egoísmo
El problema que surge del capitalismo es el egoísmo: la creación de riqueza y el incremento de productividad siempre son para uno mismo. Se anteponen los derechos individuales a los colectivos. Según Han, se vive hacia uno mismo porque se pierden los valores que nos hacen vivir hacia los demás.
En la sociedad del rendimiento, los proyectos, iniciativas y la motivación sustituyen a la prohibición, el mandato y la ley. Según Han, la negatividad de la sociedad disciplinaria genera locos y criminales; la positividad de la sociedad del rendimiento genera depresivos y fracasados.
Para Han, la positivización del mundo permite nuevas formas de violencia que no parten del otro, sino que son inmanentes al sistema. La violencia de la positividad no es privativa, es saturativa, no es exclusiva sino exhaustiva, por eso no se percibe fácilmente. La depresión, el TDH o el burnout serían patologías provocadas por un exceso de positividad que, junto a la falta de vínculos afectivos, propia de la fragmentación progresiva y de la atomización social, llevan al colapso del yo. El sujeto de rendimiento está solo.
Para Han, el lamento del individuo depresivo «no puedo más» frente al «nada es imposible» que impone la sociedad, conduce a un retrato destructivo de uno mismo.
El sujeto de rendimiento se encuentra en guerra consigo mismo y el individuo depresivo es el inválido de esta guerra interiorizada.
La ética marcadamente individualista de la sociedad neoliberal hace que el individuo elija y actúe de forma narcisista y carente de todo «horizonte de significados». Vivimos desde nosotros y solo hacia nosotros. Estamos demasiado ocupados en nuestra seductora supuesta libertad autárquica como para hacernos conscientes, cuestionar y transformar aquello que consideramos reprobable o injusto. Por eso, Han dice que en la sociedad del cansancio no puede haber revoluciones.
Como nos dice Han, «el exceso de rendimiento provoca el infarto del alma».
¿Qué nos propone Han para que nuestra alma no se infarte?
Recuperar el don de escuchar
El exceso de positividad se manifiesta como un exceso de estímulos, información e impulsos. Vivimos en una constante hiperactividad. Para Han, el concepto «hiper» es sencillamente una representación de la positividad.
Esta hiperactividad altera y modifica nuestra atención haciendo que esta quede dispersa y fragmentada.
Muchas veces, con orgullo, decimos «soy multitasking» pensando que esta es una habilidad propia del ser humano tardomoderno de la sociedad de la tecnología y la información, como si esto fuera un progreso de la civilización, pero realmente es todo lo contrario. Han nos recuerda que el «multitasking» es propio de los animales salvajes que, para sobrevivir, deben distribuir su atención en distintas actividades; así, un animal que está comiendo, al mismo tiempo, debe hacer otras actividades: esconder su botín, vigilar para no ser devorado, vigilar a su descendencia… No puede sumergirse de manera contemplativa en lo que está haciendo porque debe vigilar su entorno.
Los nuevos desarrollos sociales y tecnológicos y el cambio que provocan en la estructura de la atención hacen que nos acerquemos cada vez más al salvajismo. La preocupación por una buena vida, que implica también una convivencia exitosa con los demás, cede progresivamente a una preocupación por la supervivencia.
Los méritos culturales de la humanidad, a los cuales pertenece la filosofía, se deben a una atención profunda y contemplativa. Esta atención profunda que demanda la cultura está siendo sustituida por una hiperatención o atención dispersa que se caracteriza por un acelerado y continuo cambio del foco de atención entre tareas, fuentes de información y procesos. Además, esta hiperatención es intolerante al tedio, a la relajación y al «aburrimiento profundo», que tiene cierta importancia en el proceso creativo.
La pura agitación en la que vivimos no genera nada nuevo, simplemente reproduce y acelera lo que ya existe.
Según el filósofo Walter Benjamin, sin la relajación perdemos el don de escuchar y la comunidad que escucha desaparece. La comunidad activa es diametralmente opuesta a la que escucha.
El don de escuchar se basa en la capacidad de una profunda atención contemplativa, a la cual el ego hiperactivo no tiene acceso.
El pintor impresionista Paul Cezanne, maestro de la atención profunda, decía que podía ver el olor de las cosas. Es en el estado contemplativo cuando somos capaces de salir de nosotros y sumergirnos en las cosas y en los demás.
«Quien se aburra caminando y no tolere el tedio deambulará inquieto y agitado».
Aprender a mirar
La vida contemplativa presupone una especial pedagogía del mirar.
Aprender a mirar es acostumbrar al ojo a mirar con calma y paciencia, dejando que las cosas se acerquen al ojo. Es decir, educar el ojo para una profunda y contemplativa atención, para una mirada larga y pensada.
Este aprender a mirar es la enseñanza preliminar de la espiritualidad.
Según Nietzsche, tenemos que aprender a «no responder inmediatamente a los impulsos, sino a controlar los instintos que inhiben y ponen límite a las cosas». La vileza y la infamia son, para él, «la incapacidad de resistir a un impulso», y esta incapacidad es para él una enfermedad, un síntoma de agotamiento y declivio civilizatorio.
La vida contemplativa no quiere decir ser pasivo, la vida contemplativa opone resistencia a los impulsos molestos: en lugar de dejar la mirada a merced de los impulsos externos, los guía con soberanía. Sin poner límite a los impulsos, la acción se dispersa, convirtiéndose en un agitado e hiperactivo reaccionar.
La hiperactividad es una agudización de la actividad, que la acaba transformando en hiperpasividad, que no opone resistencia ni a los impulsos ni a los instintos. En lugar de llevarnos a la libertad, origina nuevas obligaciones. Es una ilusión pensar que, cuanto más activos somos, somos más libres.
Reflexionemos con el corazón, pongamos cordura
El panorama que nos presenta Han es bastante desolador.
La pérdida de la capacidad contemplativa, debida a una absolutización de la vida activa, es corresponsable de la histeria y el nerviosismo de la moderna sociedad activa, porque la pérdida de creencias, no solo en Dios o el más allá, sino también en la realidad misma, hace que la vida humana se convierta en algo efímero. Nada es constante ni duradero. Delante de esta falta de ser surgen el nerviosismo y la intranquilidad.
La sociedad del cansancio es fruto de que actualmente nos faltan valores verdaderamente civilizatorios, que son los valores morales y espirituales, y nos sobra mucho de lo que a lo largo de la historia ha tumbado las grandes civilizaciones: vanidad, egoísmo y materialismo. Y el futuro no será muy distinto del presente si no hay un planteamiento diferente de los valores.
La forma de vivir hoy en día continuamente nos lleva al caos psicológico, el multitasking nos desordena y sigue priorizando el individualismo. Debemos poner orden para convertir el caos en cosmos.
La palabra orden hoy en día, en términos generales, no está muy bien vista por las connotaciones que tiene de rígida y militarista. Pero deberíamos recuperarla y aplicarla en nuestras vidas. Poner orden en nuestra psique es priorizar nuestras ideas y actividades y saber esperar. A nivel mental, nuestras ideas rigen nuestra vida y nuestro comportamiento; por eso es importante tenerlas ordenadas, para que den ritmo a nuestra vida. Si tenemos las ideas claras y ordenadas, nuestro comportamiento fluirá al ritmo de nuestra vida. Seguiremos teniendo arritmias, pero serán menos agudas y nos será más fácil volver a nuestro ritmo vital.
¿Y cómo hacemos para tener las ideas claras en medio del caos y el «nada es imposible»? Pues, como nos dice Delia Steinberg Guzmán, haciendo de nuestro corazón un instrumento de siete cuerdas, donde la cuarta sea la que nos dé el equilibrio y el buen sonido. Y para ello, Delia nos da una muy buena herramienta: la cordura.
La cordura nos da el don de escuchar, los cuerdos saben escuchar. También nos da una visión objetiva de las cosas. En un mundo tan injusto como el que vivimos, la objetividad es muy importante para volver a la justicia.
La cordura nos ayuda a moldear nuestras ambiciones hacia el ser (nuestra parte más espiritual) y no hacia el tener (reflejo de nuestra parte más material).
La cordura nos infunde valor para mantenernos firmes en nuestros ideales, porque en una sociedad tan superficial y líquida como la que vivimos, el mantenerse firme en las propias convicciones requiere mucha valentía, y con ello evita que nuestra alma se infarte, porque nos mantendremos fieles a ella.
La cordura nos acerca a la felicidad, porque el equilibrio que nos proporciona nos hace apreciar cada minuto de la vida haciéndola más intensa y maravillosa.
Debemos recordar que la eternidad se manifiesta en la valorización de cada uno de los instantes de la vida y, para poderlo hacer, debemos parar y reflexionar, al menos de vez en cuando.
La vida es un compromiso en sí misma que debemos asumir, de nosotros depende hacerlo bien o mal. La cordura nos facilita la responsabilidad necesaria para reconocer nuestros compromisos y mantenernos fieles a ellos, y al mismo tiempo, nos abrirá la conciencia y nos ayudará a detenernos manteniéndonos firmes en medio de la vorágine que nos rodea; entonces nos daremos cuenta de que no estamos solos.
«Pensar una cosa una vez es precipitado, pensarla tres veces es exagerado, pensarla dos veces es justo» (Confucio).
Vale la pena pararse a pensar dos veces una cosa, poner atención plena o profunda en ello y no dejarse llevar por el torbellino del «sí puedo». Decir «no puedo», en muchas ocasiones, es más humano que decir «sí puedo».
Bibliografía
La sociedad del cansancio. Byung-Chul Han. Editorial: Herder.
Artículos varios: https://biblioteca.acropolis.org/autor/Delia-Steinberg-Guzman