Naturaleza — 1 de noviembre de 2023 at 00:00

La relación entre el hombre y la naturaleza: un puente entre dos mundos

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hombre y la naturaleza

Es inevitable tropezarse con propias generalizaciones a la hora de investigar una cuestión tan amplia y profunda, como la que vamos a comenzar a desglosar. Para intentar partir desde puerto estable y seguro, es importante avanzar desde un fundamento conocido y cristalino, algo que trataremos de conseguir investigando, en primera instancia, los dos entes a tratar y principales protagonistas de este proceso o relación dinámica que comparten el hombre y la naturaleza.

Al procesar ambos conceptos es casi causal el sentir cierto vértigo y respeto por ellos, es comprensible, pues ambos representan la totalidad de percepciones y experiencias vitales que puede experimentar un ser de nuestra especie. Lo conocido y lo desconocido se concentran en las profundidades de estos gigantes de la experiencia, llegando a conmover y a asustar en la misma medida, pues como nos indica Immanuel Kant, «la vista de una montaña cuyas cimas nevadas se alzan sobre las nubes, la descripción de una furiosa tempestad o las pinturas de Milton producen agrado, pero unido a terror; en cambio, la contemplación de prados floridos, valles con arroyos ondulantes, cubiertos de rebaños pastando; la descripción del Eliseo o la pintura que hace Homero del cinturón de Venus provocan igualmente una sensación agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella primera impresión actúe sobre nosotros con la fuerza requerida debemos tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar de la segunda es preciso el sentimiento de lo bello».[1]

Representan en el plano material la profundidad del misterio y las bellas facultades de este y del hombre.

El hombre, ese privilegiado espectador, dotado de las facultades necesarias para comprender y desenvolverse en su entorno, ha sido investigado en todas sus vertientes a lo largo de la historia, dotándosele de la condición de ser pensante, es decir, un ser a quien se distingue por una facultad muy concreta, que no es otra que la mental.

Dicha capacidad concentra un sinfín de subfacultades, como pueden ser la memoria, la atención, la comprensión, el pensamiento lógico, etc., que nos hacen ser lo que hoy por hoy se entiende como ser humano. Nuestra capacidad de percepción, es decir, nuestra apertura hacia lo exterior, lo que es a priori, ajeno a nuestro ser, la otredad, como diría Ortega, está encabezada por este sutil elemento, al cual acompañan los cinco sentidos, permitiéndonos aprehender la parte que nos corresponde de la naturaleza. Entendemos la naturaleza como el conjunto de seres de la existencia, es decir, lo Uno, siendo nosotros parte alícuota de ella.

Este gran e ilimitadamente profundo misterio ha sido observado e investigado desde el inicio de los tiempos, dando vida a todas las ciencias, artes y filosofías, que no son otra cosa que un intento de nuestra especie por comprender y desvelar los infinitos pliegues del manto de la existencia.

¿Cuál es la relación entre ambos entes? Existe una unión esencial entre nuestra especie y la naturaleza, debido a la constitución del hombre. Al ser, como diría Schopenhauer, seres cognoscentes[2], es decir, seres con la capacidad de conocer, y ser la naturaleza en su totalidad una infinitud de conocimientos expresados en heterogéneas formas, nuestro lazo con ella está abocado al entendimiento.

Somos una especie con unas capacidades concretas que la conectan directamente con toda la realidad exterior, la cual está compuesta por ciertos elementos que le son, después de la puesta en práctica de sus facultades más elevadas, conocidos a dicho ser, debido a la similitud esencial entre la naturaleza interior del hombre y la naturaleza exterior de la existencia.

Las antiguas enseñanzas nos hablan de la naturaleza como una; la división existente entre el hombre y la naturaleza es meramente formal, causada por la continuada expresión de nuestro vehículo mental, el cual es el origen de la individualización de nuestra especie.

hombre y la naturaleza

Ontológicamente, son muchas las filosofías y religiones que nos indican que la separación entre el hombre y la naturaleza es ilusoria, ya que en el fondo estamos hablando de la misma cosa, y que su relación en su esencia está íntimamente ligada. La individualización de nuestra especie ha ido alejando paulatinamente al ser humano de lo Uno, principalmente por la no manifestación de nuestra esencia.

¿Cómo podríamos manifestar en el plano material dicha relación ya existente en planos más esenciales? Dicha relación alcanza su cénit con el tercer elemento, que va a ser investigado en este escrito. Este arte, ya que entendemos arte como plasmación material de una idea, es el arte de vivir o el arte de ser, y su lugar estriba entre el hombre y la naturaleza. Hablamos de lo que todos conocemos como la filosofía práctica, la unión mas elevada que puede existir entre el hombre y la naturaleza, el puente que propicia un avance evolutivo interno y una comprensión y transformación de la naturaleza exterior.

La filosofía práctica representa la manifestación en el plano material de nuestra naturaleza más elevada, no es otra cosa que la manera que ha encontrado el hombre de acercarse a la naturaleza manteniéndose fiel a la ley que le gobierna, es decir, manifestando aquello que es esencialmente, permitiéndole estar en sintonía con su constitución y, por ende, transformando no solo su interior, sino el medio que le rodea.

Es la vivencia continuada de la filosofía practica la que nos hace conscientes, debido a un proceso de autoconocimiento, de nuestra constitución y de las leyes que nos gobiernan, permitiéndonos comprender la similitud entre el hombre y la naturaleza exterior, propiciando en el hombre la experiencia de pertenencia del Todo.

La relación adecuada entre el hombre y la naturaleza pasa por la manifestación constante de la esencia del mismo; es así como podemos alinearnos con la naturaleza y alcanzar el célebre e inexacto concepto de felicidad, que no es otra cosa que la realización ontológica de nuestra especie, la plasmación en el plano material de nuestra naturaleza espiritual. Debemos, pues, como dirían los estoicos, cumplir con aquello que está en nuestra mano, asimilar interiormente una conciencia inclinada al deber y poseer primeramente un respeto por nuestra naturaleza interior.

Muchas veces se habla del respeto a la naturaleza como un fin en sí mismo, obviando que, para que ese respeto exterior emerja, debe florecer en nuestro interior un respeto a nuestra esencia, es decir, una fidelidad a lo que somos. El respeto exterior a la naturaleza será una consecuencia que surgirá necesariamente si nosotros cumplimos con nuestro deber interno, ser.

Es la comprensión la facultad cúspide de la naturaleza del hombre, entendida como la capacidad que nos permite alcanzar las enseñanzas veladas de las circunstancias que nos incumben y dan pie a la evolución del hombre. Diferenciamos la comprensión del entendimiento, siendo la segunda una facultad exclusiva de la mente, teniendo esta nula influencia en nuestra realidad exterior.

La comprensión comparte con el entendimiento un proceso mental, pero, a diferencia de este, obliga al hombre a plasmar esa enseñanza previamente entendida en el mundo material. No se comprende hasta que no se actúa conforme a la idea que se ha entendido.

Dicha facultad representa para nosotros, por lo tanto, el cénit de la naturaleza humana, por el hecho de que la evolución del hombre dependa de la práctica de esta facultad. Es la comprensión de las grandes ideas inegoístas la que nos permitirá experimentarlas en nuestro día a día; implica, por lo tanto, un proceso mental y un acto de voluntad que las materialice. No es posible el cambio interior consciente sin un proceso de comprensión, que implica una interiorización y una vivencia práctica de la nueva idea incorporada.

Actualmente nuestra relación con la naturaleza es complicada, ya que pocas veces solemos estar alineados con ella, obviando aquellos elementos que nos han sido otorgados para poder plasmar lo que estamos llamados a ser. Normalmente son otros elementos los que gobiernan nuestras acciones, limitando y perjudicándonos, a nuestra especie y a la naturaleza en su conjunto.

La filosofía práctica, es decir, las enseñanzas que han sembrado a lo largo de la historia filósofos y maestros religiosos y espirituales, que nos otorgan herramientas y medios para aprender a vivir y tener la posibilidad de tener acceso de manera regular —si el discípulo lo quiere— a experiencias que nos hacen evolucionar, es decir, ser mejores, más virtuosos y más alineados con lo que el hombre está llamado a ser, es el puente entre el hombre y la naturaleza exterior. Nos permite, a través de la vivencia originada en nuestra fuerza de voluntad, el camino del autoconocimiento, la actualización de nuestras potencialidades, la transformación de nuestro entorno y un alineamiento consciente con la naturaleza.

Debemos seguir, por lo tanto, una doble vertiente: un camino interior, donde el respeto a nuestra esencia sea la prioridad a seguir, lo que implica la práctica de la comprensión y la plasmación continuada de nuestra esencia más elevada. Eso nos abocará con necesidad a la vertiente exterior, que se basa en una relación ideal con la naturaleza en su conjunto, ya que, por un lado, estaremos cumpliendo con el deber ontológico del hombre, seremos, lo que nos llevará a un respeto continuado por todos los seres de la naturaleza; y, por otro, estaremos sumidos en un estado de desarrollo perpetuo, lo que implica un alineamiento con la naturaleza, al estar esta en sus partes y en su conjunto en dicho estado.

¿Por qué debería existir este tipo de relación entre el hombre y la naturaleza? Todos los males —entendiendo mal como aquello que nos impide evolucionar— que nos ocurren en nuestra vida tienen una relación directa con cómo nuestra especie manifiesta en el plano material su esencia. La falta de comprensión y la materialización de aquellos elementos entendidos como inferiores propician en la vida del hombre un retraso a nivel evolutivo, causando un estancamiento de sus potencialidades y un sufrimiento improductivo, debido a que no conlleva un aprendizaje, sino que nos sume en un eterno retorno al punto de partida de la experiencia no comprendida.

Depende del hombre el entablar una estrecha relación consigo mismo, labrar continuamente su campo interno para hacer germinar las mejores semillas que servirán de alimento para las futuras generaciones. Es ese respeto diario a nuestra naturaleza el que nombra Aristóteles en Ética a Nicómaco cuando nos habla de la conquista de la eudaimonia[3]: la felicidad del hombre depende de la plasmación de su esencia más elevada, la virtud.

Dicha virtud es, según el filosofo griego, tan propia del hombre como la del perro el ladrido. Es, por tanto, su esencia la que debe ser manifestada para esculpir el equilibrio interno.

Rudolf Steiner hace una profunda reflexión, en su obra El cristianismo y los misterios de la Antigüedad, sobre la concepción griega de la experiencia del daimon. Según su conocimiento, el daimon es la potencia espiritual del hombre, que vive aletargada en su interior, es su despertar la que hace poseer al discípulo la famosa eudaimonia: «el impulso que obra en él, como una fuerza de progresivo crecimiento y de superación, pugnando por abrirse paso es su elemento demónico».

Continúa afirmando la posición de Heráclito respecto a la naturaleza más íntima del hombre, confesando que «Heráclito hace una rotunda referencia a este hecho al decir: “El daimon del hombre es su destino»[4].

Entendemos destino como lo que no es manifiestamente, pero sí en potencia. El destino del hombre es lo que alberga en su interior y no ha sido despertado, la ley que lo rige y lo confecciona. Es interesante la relación tan estrecha que entablaban los griegos entre la manifestación de la naturaleza más elevada del hombre y la felicidad, es decir, el estado de realización y equilibrio interno.

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La concepción del deber kantiano también nos habla de la imperante necesidad de ser fieles a la ley que nos rige; es así como el filosofo alemán nos instruye en el arte de vivir y nos muestra el camino que debería seguir el hombre para poder plasmar lo más elevado que se encuentra en su interior. Kant unifica la naturaleza del hombre con el mundo exterior a través de la responsabilidad o deber, afirmando que «el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley». Es decir, nuestras acciones externas tienen que tener ser un desdoblamiento de los principios que rigen nuestra esencia, el deber es una toma de conciencia de los principios internos del hombre que precipitan acciones, que deben ser un reflejo de nuestra esencia.

La cosmovisión del estoicismo también nos habla de una similitud esencial entre el hombre y el cosmos. Ellos entendían el universo como un gran ser vivo con una característica fundamental, la inteligencia. No una inteligencia como nosotros la entendemos, es decir, de carácter racional, sino una fuerza primigenia ordenadora y de carácter armónico, expresada como Logos. Para los estoicos, todos los seres vivos que se manifiestan en dicho universo tienen el telos de desplegar todas las potencialidades características de su especie para hacer florecer ese Logos interno.

La existencia, desde la perspectiva humana, está, por lo tanto, formalmente dividida entre lo desconocido, el misterio, es decir, la naturaleza en su conjunto, y el hombre, ese ser que posee por su momento evolutivo el vehículo mental y la facultad de comprender, es decir, de desvelar paulatinamente lo desconocido, tanto interior como exteriormente, y de llegar al encuentro con las enseñanzas que están veladas en la naturaleza.

Por ello, la comprensión es la condición necesaria para la evolución interna del hombre, la facultad que le permite la práctica consciente de la vivencia y la asimilación de esta en su interior. Es en dicho proceso cuando el hombre comienza a entablar una relación natural con la existencia, canalizando aquello que le hace hombre, siendo y propiciando la evolución de su especie conforme a la ley de la naturaleza.

Bibliografía

Kant, Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime.

Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación.

Rudolf Steiner, El cristianismo y los misterios de la Antigüedad.

Kant, Fundamentacion de la metafisica de las costumbres.

 

[1] Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime.

[2] El mundo como voluntad y representación.

[3] Etimológicamente, eudaimonia está compuesta por las palabras eu (bueno) y daimon (espíritu), lo cual no deja de ser curioso, ya que para la cultura griega, si se quería alcanzar dicho estado de equilibrio interno, había que poseer internamente un buen espíritu, es decir, a través del ejercicio de la virtud y de la plasmación de lo más elevado que posee el hombre había que ser capaz de ir despertando nuestro daimon interno.

[4] El cristianismo y los misterios de la Antigüedad.

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