Para conmemorar el Día de la Filosofía que nos recomienda la UNESCO, he considerado que vale la pena reflexionar sobre cómo llegar a la ancianidad a través de la filosofía.
Debido al envejecimiento de la población en muchos países, se viene hablando en nuestras sociedades sobre un fenómeno que puede afectar a la convivencia y generar nuevas formas de exclusión. Se ha llamado «edadismo», una palabra que designa una manera de catalogar a las personas por razón de la edad. Aplicada a los mayores, genera un tipo de discriminación basado en un sentimiento que se va incrustando en estas sociedades sin alma y materialistas: arrinconar a los viejos, como algo inservible y molesto, considerarlos inútiles, aislarlos e ignorarlos. Esa actitud produce estragos entre las personas mayores: daña su autoestima, porque se sienten excluidos, con sus secuelas de depresiones, dificultades para conciliar el sueño, sin olvidar sus efectos en su salud física.
Como en otras ocasiones, vale la pena conocer cómo enfocaban este asunto los filósofos clásicos. Propongo un repaso breve pero interesante, y adelanto que también en el mundo antiguo existió el edadismo.
En la literatura de la Grecia arcaica
En la épica y la tragedia arcaicas abundan personajes ancianos que, desprovistos de vitalidad, incapaces ya de actitudes heroicas y abandonados por sus familias, lamentan la juventud perdida y añoran la muerte.
Concretamente, en la Ilíada de Homero, los ancianos Néstor y Príamo hacen recomendaciones anticuadas o fuera de uso, son demasiado locuaces al expresarse y, aunque su papel es el de consejeros, son personajes marginales. En la Odisea, Laertes, el padre de Ulises, representa el aislamiento social, la soledad y el patetismo de la decadencia vital.
En el teatro, la vejez aparece como algo negativo, y es ridiculizada por Aristófanes en sus comedias. Es la edad de la decrepitud, de las necesidades que el individuo solo no puede solventar, de la proximidad de la muerte.
Para contrarrestar este ambiente sombrío, he aquí un listado de ilustres mayores de la Grecia clásica:
Sófocles escribe su última obra, Edipo en Colona, cerca de los noventa años.
Eurípides escribe Ifigenia en Áulide y Las bacantes a los ochenta años.
El gran retórico, que estudió con Empédocles, Gorgias de Leontinos cumplió ciento ocho años y nunca cejó en su estudio ni en su trabajo. Cuando le preguntaron por qué quería seguir viviendo, él contestó: «No tengo nada que reprochar a la vejez».
Platón terminó su obra más extensa, Las leyes, poco antes de su muerte, a los ochenta y un años.
De los generales de Alejandro, tres que constituyeron monarquías vivieron mucho tiempo: Antígono hasta los ochenta u ochenta y uno; Ptolomeo hasta los ochenta y cinco; Seleuco hasta los setenta y cinco.
En Roma, Catón el Viejo estuvo escribiendo sobre las tradiciones romanas antiguas hasta los ochenta y cinco años.
Octavio Augusto, el primer emperador, vivió hasta los setenta y dos, y no fue un único caso.
Con Platón se produce el gran cambio
En los Diálogos, a los ancianos se les debe respeto, sumisión, se los consulta y se los escucha. Acceden a la dialéctica (cosa que no recomienda a los jóvenes).
El saber y la experiencia de los mayores los habilita como filósofos y los sitúa en las prácticas políticas. Los ancianos tienen virtudes como sabiduría, ecuanimidad o dignidad y la sociedad puede aprovechar estos valores.
Nos dice Platón, citando a Píndaro, que «aquel que ha pasado la vida justa y piadosamente / lo acompaña, alimentando su corazón una buena esperanza, nodriza de la vejez, la mejor guía para el versátil juicio de los mortales» (Platón, República. 331a).
En Parménides, la vejez se constituye en principio de autoridad, si bien debe estar unida con el conocimiento. En este diálogo aparece un joven Sócrates escuchando a Parménides, ya anciano.
En Eutidemo, Sócrates trata de convencer a otros amigos para que aprendan a tocar la cítara con él y también para que estudien retórica. Y comenta que un aliciente para ello es aprender junto a los jóvenes, que así podrán valorar la sabiduría de los mayores. No obstante, hay que sobreponerse a las burlas que origina la voluntad de aprender de los mayores, lo cual ocurriría en aquel tiempo como un caso de «edadismo». Recuerda una frase de Solón, el gran legislador: «envejezco aprendiendo continuamente muchas cosas», y añade: «siempre que la enseñanza proceda de personas de bien», incluso si el que enseña es más joven, pues hay muchas cosas que no se saben, aunque se haya vivido mucho.
En República, dice Céfalo al comienzo del diálogo: «Y es bueno que sepas que, cuanto más se esfuman para mí los placeres del cuerpo, tanto más crecen los deseos y placeres que hace a la conversación» (Platón, República. 238d). Ahí muestra que la edad trae la debilidad física y la ausencia de los placeres del cuerpo, pero aumentan otros deseos, como el de conversar con los amigos. Por otra parte, apunta que la riqueza no es la solución para todos los problemas de la vejez.
Los mayores deben ocuparse de las cosas públicas
Platón, tanto en República como en Leyes, fija la edad a partir de la cual se requiere la presencia de mayores en cargos ejecutivos del Estado: el supervisor de la educación de los niños deberá tener más de cincuenta años; en el consejo nocturno ingresan, junto con los sacerdotes, los diez guardianes de la ley más ancianos y se establece que los miembros de entre treinta y cuarenta años los acompañarán y serán invitados por ellos. El que vaya a ser observador de ciudades extranjeras tendrá también más de cincuenta años. Este es el límite para ejercer los cargos políticos más relevantes, y las decisiones más importantes deben recaer sobre los magistrados ancianos. Es la edad para adoptar una serie de responsabilidades, por ser la mejor para la captación de la forma del bien y para el ejercicio de la filosofía.
«¿Cómo va a ser capaz un anciano de ocuparse de tantas cosas?» pregunta Clinias. «Muy fácil, amigo», dice el ateniense: «La ley le tiene permitido y le permitirá que para este cuidado se sirva de la ayuda de los ciudadanos, hombres y mujeres más jóvenes que quiera, porque conocerá a quiénes debe recurrir y no querrá equivocarse en ello». Para ir formándose, los jóvenes legislarían sobre temas menores.
Sócrates en su Apología, escrita por Platón, señala un objetivo común para jóvenes y ancianos: que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, está el del alma y el de su perfeccionamiento.
Aristóteles ofrece la crítica en la Retórica
Aristóteles se fija en los errores que cometen los ancianos con cierto desdén, lo cual indica los prejuicios que existían en su tiempo hacia los mayores. Veamos:
«Por haber vivido muchos años ya, haber sido engañados en la mayor parte de las ocasiones y haber cometido errores, y también porque la mayoría de sus cosas carecen de valor, a todo prestan menos empeño de lo que deben. Son también de mal carácter, en el sentido de que el mal carácter consiste en suponer en todo lo peor. Viven para sí mismos más que para lo bello como absoluto, y como les queda poco tiempo de vida, y ha sido mucho lo vivido, atienden más a los recuerdos que a las esperanzas, pues la esperanza reside en el futuro, mientras que el recuerdo se asienta en el pasado».
Aristóteles utiliza una expresión curiosa: dice que los ancianos son de espíritu pequeño, por haber sido ya maltratados por la vida y, por ello, no desean cosas grandes ni extraordinarias, sino lo imprescindible para vivir. Hay otro error de los ancianos: son más egoístas de lo que es debido, lo cual es también, desde luego, una suerte de pequeñez de espíritu. Les importa su conveniencia por encima de cualquier otra meta, más de lo que se debe, en vez de apreciar lo bello. Y esto se debe, según Aristóteles, a que son egoístas, pues la conveniencia es un bien para uno mismo, mientras que lo bello puede llevarnos a lo absoluto.
En el mundo romano
Nos encontramos con una obra dedicada a este tema con el título De senectute (sobre la ancianidad), escrito por Cicerón (106-43 a. C). Se lo dedica a Tito Ático, uno de sus amigos, a quien ve preocupado por la llegada de la vejez. Ático era un adepto del epicureísmo. Vamos a extraer algunas de sus reflexiones.
Cicerón marca el valor principal para los mayores: la virtud o excelencia (la griega areté), que es propia de todas las edades; también la sensatez, es decir, la sabiduría. Además añade saber comportarse en cada ocasión, pues las armas defensivas de la vejez son las artes y la práctica de las virtudes a lo largo de la vida. Y añade que la conciencia de haber vivido honradamente y el recuerdo de las numerosas acciones buenas realizadas resulta muy satisfactorio en los últimos momentos de la vida.
Las cuatro causas que agravan la vejez,
cada una con su respuesta, según Cicerón
- La vejez aparta de la gestión de todos los negocios
Pone el ejemplo del timonel de una embarcación, que no hace el trabajo que pueden hacer los jóvenes, pero el suyo requiere experiencia y responsabilidad. Es un trabajo que no se realiza con la fuerza, ni con la velocidad o la agilidad de su cuerpo, sino con el conocimiento, la competencia y la autoridad. De ningún modo la vejez carece de estas cualidades; por el contrario, estas aumentan con los años.
Cicerón apuesta por la actividad de los mayores, el envejecimiento activo como se le denomina hoy en día. Señala concretamente que un quehacer propio de los mayores es la formación de los más jóvenes para desempeñar los cargos públicos. Por otra parte, los maestros de las buenas costumbres, aunque las fuerzas falten y desesperen, no deben creerse desgraciados. Debido a los vicios, esta misma falta de fuerzas se produce con más frecuencia en la juventud que en la vejez, pues los vicios debilitan la salud. Y dice: «La osadía es propia de la juventud, la prudencia de la vejez».
- Porque la salud se debilita
A cada período de la vida se le ha dado su propia inquietud: la inseguridad a la infancia, la impetuosidad a la juventud, la sensatez y la constancia a la edad media, la madurez a la ancianidad. Estas circunstancias se dan con la mayor naturalidad y se deben aceptar en las diferentes etapas de la vida. Sin embargo, Cicerón también admite que hay ancianos a los que no se pueden exigir trabajos ni obligaciones, pero eso se debe a su falta de salud, no a su ancianidad. Es cierto que los mayores se enferman, pero suelen compensar los achaques con su diligencia y su sentido de la responsabilidad.
Con el mismo ahínco que se lucha contra la enfermedad, se debe luchar contra la vejez, nos propone: se ha de cuidar la salud, se debe hacer ejercicio moderadamente, se deben tomar alimentos y beber cuanto se necesite para tomar fuerzas, pero no tanto como para quedar fatigados. No son solo remedios para el cuerpo sino también, mucho más, para la mente y el espíritu, que es como una lámpara que debe alimentarse cada día con aceite para que ilumine.
Cicerón se pone de ejemplo y nos cuenta que, en su vejez, sigue estudiando el derecho de los augures y pontífices y la literatura griega con interés. Por cierto, esa decisión le vino cuando supo que Sócrates, ya mayor, había aprendido a tocar la cítara, según hemos visto.
También recomienda, como hacía Pitágoras, el examen de lo realizado durante el día, lo cual ayuda a desarrollar la conciencia y la memoria. Lo llama «ejercicios del ingenio y de la mente» y añade: «También estoy siempre a disposición de los amigos, voy con frecuencia al Senado y, de vez en cuando, aporto propuestas muy meditadas y largo tiempo observadas, no con las fuerzas corporales, sino con las del espíritu». Es decir, que se continúa dedicando a sus trabajos de siempre sin las tensiones del foro.
«Quien vive en medio de estos afanes y trabajos, no sabe en qué momento le puede sorprender la vejez. La vida va transcurriendo sin darse uno cuenta, no se quiebra de repente, la lámpara de la vida se va extinguiendo poco a poco, día y noche». Mientras tanto, seguimos trabajando y haciendo cosas útiles.
III. Porque te priva de casi todos los placeres
«Hay que estar inmensamente agradecidos a la vejez, que se encarga de que no gocemos de lo que no nos conviene. Porque el placer impide la reflexión, es enemigo de la razón, de la mente; ofusca, por así decirlo, los ojos del alma, y no tiene ninguna relación con la virtud».
«Tengo que estar agradecido a la vejez, que ha acrecentado en mí el interés por la conversación y ha dejado en segundo puesto el beber y el comer». Y añade que le gusta conversar con los amigos de su edad, pero también con los más jóvenes
Por otra parte, no hay razón para que el anciano se sienta desgraciado: «¡Qué gran cosa es que el espíritu se desprenda de la ambición, de las querellas contra las enemistades, de toda concupiscencia y que, como se dice, viva en paz consigo mismo! Pero, para la ancianidad nada hay más placentero que la vida intelectual si se siente una chispa de aliciente por el estudio y las normas».
Esta es una de las claves: si amamos el estudio y la reflexión tenemos más posibilidad de vivir esta etapa con serenidad.
«La corona de la vejez es la autoridad», sigue diciendo. Pero una buena vejez no se improvisa, porque los frutos de la autoridad los produce la edad vivida honestamente desde el principio. Por el contrario, los ancianos negligentes están angustiados, son iracundos y difíciles; incluso, si hurgamos, algunos hasta son avaros. Pero, cuidado, no confundamos, estos son vicios del carácter, no de la vejez. Todas estas cosas negativas se endulzan con un buen carácter y con el cultivo de la inteligencia.
Y es que «lo mismo que no todo vino se avinagra con el tiempo, tampoco toda naturaleza se avinagra con la vejez».
Una opción que presenta Cicerón para esta etapa de la vida es lo que llama «los placeres de la tierra». Invita a los mayores a que se dediquen a las tareas del campo, pues sus labores son placenteras: ver crecer las mieses de la tierra, cuidar los prados, las viñas y arbustos, y también los huertos, los árboles frutales, conocer los pastos para los animales, la vigilancia y cuidado de las colmenas, por la variedad de toda clase de flores. «Nada puede haber ni más abundante para gozarlo, ni más hermoso para la vista que un campo bien cultivado», nos dice. Y «si tienes un jardín y una biblioteca, tienes todo lo que necesitas para ser feliz». Cicerón era propietario de varias villas, donde solía retirarse, pero es cierto que trabajar de alguna manera la tierra y contemplar la naturaleza hace bien a nuestra alma.
- Porque, al parecer, la muerte ya no está lejos
La muerte es común a toda edad, si bien los jóvenes viven como si fueran a durar siempre. Los ancianos ya lo consiguieron, aunque nuestra naturaleza no dura mucho tiempo. El tiempo que se da a cada uno es para vivirlo; por esto mismo se debe estar contento si estamos vivos. Lo importante es que durante el tiempo que esté asignado a cada uno, busquemos la virtud.
Cicerón parte de la base de la inmortalidad del alma, aceptada como buen platónico. Por lo tanto, «la muerte no tiene por qué ser triste, cuando a continuación se espera la inmortalidad», reflexiona. No obstante, es humano sentir en algún momento el miedo a morir, y recurre a la máxima epicúrea de que una vez muerto ya no hay miedo. El sabio casi ajado y caduco, debe aceptar con serenidad su propio final. Y el honor de los varones ilustres no permanecería en nuestra memoria, después de su muerte, si sus espíritus no se hubieran esforzado por aportar algo a la humanidad.
Conclusión
A través de la mirada de los filósofos clásicos sobre la ancianidad, descubrimos un programa sensato y posible para vivir la senectud: centrarse en lo que de verdad importa, acercarse a la sabiduría de todos los tiempos, cultivar la vida interior, ejercitar el cuerpo y el alma. Cultivar la generosidad y la comprensión de los demás, tratar de ser útiles. ¿Es esto exclusivo para las personas mayores?
Hemos aprendido también que el final de la vida no se puede improvisar.