«Yo no soy el otro, pero no puedo ser sin el otro» (Levinas, 1961).
El marco de principios, leyes y normativas que rige la convivencia en sociedad y que las personas deben acatar se compone tanto de derechos como de deberes. El derecho se define como la facultad de poseer o demandar algo que se considera justo, ya sea establecido legalmente o no. Por otro lado, el deber representa una obligación fundamentada en la moral o en la legislación (Diccionario de la lengua española, 23.ª ed.).
Al igual que yo —de manera individual—, el otro busca satisfacer sus deseos, es una inclinación natural y generalizada presente en todas las personas desde su nacimiento. Esta propensión constituye la psiquis primaria, compartida por humanos y animales, especialmente en sus primeros años de vida (Freud, 1916). No obstante, esta búsqueda de autosatisfacción puede fácilmente derivar en el desenfreno, manifestándose a través del aprovechamiento de los recursos ajenos para la realización de deseos propios. Aquí es donde surge la alienación (Lacan, 1949): cuando el otro invade mi espacio, utiliza mis recursos e incluso me considera a mí mismo como uno de sus instrumentos para alcanzar la satisfacción de sus propios anhelos.
La lucha por los derechos
Es en ese momento cuando el humano pierde su condición de ser dotado de un valor intrínseco para transformarse en una mera herramienta o recurso. En este contexto, su validez no se sustenta en su esencia, sino en los efectos que puede generar. En el mejor de los casos, el ser humano se reduce a ser un objeto de los deseos del otro, perdiendo ante el otro su autonomía y dignidad inherentes.
En este punto, en contraposición a las tendencias naturales, interviene la cultura para frenar el proceso de alienación al proclamar que todos tienen el derecho de buscar la satisfacción de sus deseos de manera equitativa. En este contexto, cada individuo puede emplear libremente sus propios recursos, pero se le prohíbe utilizar los recursos ajenos. Es así como surge el derecho: el derecho a tener deseos y a disponer de recursos propios para lograr su satisfacción. Al mismo tiempo, se establece el derecho a no ser alienado, a no ser utilizado como recurso, y a no ser convertido en un mero objeto de satisfacción por parte de los demás.
Mientras que los derechos nos impulsan a competir por los recursos, el deber establece límites claros, marcando un alto en el proceso. En este sentido, el ejercicio del deber actúa como un freno que detiene el flujo de interacciones sociales basadas en la explotación de recursos, transformándolas en relaciones más sostenibles y perdurables. Platón, en concordancia, sostiene que las sociedades nacen con la aparición de los oficios, es decir, cuando las personas ponen sus habilidades al servicio del otro, o más específicamente, cuando se unen en torno a sus virtudes. Es la búsqueda de los deberes lo que sustenta a las sociedades, más que la constante lucha por los derechos.
La cultura de mínimos
La lógica subyacente en la defensa de los derechos argumenta: «Necesito al menos este espacio y estos recursos para satisfacer mis deseos», defendiendo así los mínimos necesarios. Por otro lado, aquellos que buscan la satisfacción inmediata del placer afirman: «Tengo derecho, al menos, a estas satisfacciones y tú no debes interferir si no lo deseo». Es en este punto donde comienza la competencia por los recursos, dando lugar a una cultura de mínimos. Esta cultura, para acentuar la cultura de mínimos, busca la satisfacción con el menor esfuerzo posible, considera que «hacer el menor esfuerzo es mi derecho», despojando al esfuerzo de su valor intrínseco y convirtiéndolo en simplemente un mal necesario.
En esencia, se trata de la eterna contienda entre el deseo y el deber. El deseo emerge como el enemigo del deber (Kant, 1785), ya que implica su aniquilación. Aquel que se centra en sus deseos desarrolla una aversión hacia el deber y todo aquello que lo personifica (juez, árbitro, policía, jefe, presidente, padre, entre otros).
Una cultura basada en derechos es una cultura de mínimos, rehúye el esfuerzo, es siempre competitiva y conduce a la alienación, a pesar de que —paradójicamente— trata justamente de prevenir tal alienación, entendiendo alienación como el avance de los deseos del otro sobre mis espacios o recursos.
La cultura de máximos
En contraste, una cultura basada en deberes es una cultura de máximos, es abundante, es colaborativa, conduce a las personas a ponerse al servicio del otro, al logro de la realización del otro y por tanto de la sociedad.
El deber, en el sentido moral, siempre implica un «deber ser», constituyendo así un sendero evolutivo, un camino de regreso al ser. Por ello, quien busca su perfeccionamiento moral se pregunta constantemente: ¿qué debo hacer?
Para resolver este dilema acuden al auxilio del humano las únicas dos virtudes realmente humanas —según Confucio—, que son el discernimiento y la voluntad. La primera indica el camino, la segunda evita que nos salgamos de él, a pesar de que en ello encontremos placer o dolor. A veces nos salimos de la senda del deber por exceso de placer, a veces nos salimos por exceso de dolor; quien se inclina ante placer o ante dolor básicamente es corruptible.
Mal consejero es el ego (egoísmo) en la senda del deber. No hay mejor prueba sobre la calidad moral de un acto que verificar si todo el esfuerzo físico, psicológico o mental (actos, sentimientos y pensamientos) que este implica, lo realizo en beneficio del otro o lo realizo en beneficio del propio ego. Esta distinción se erige como una prueba crucial para evaluar la integridad moral de nuestras acciones.
El esfuerzo, ¿un mal necesario?
De ahí que —por garantía moral— el primer deber humano es servir al otro (cooperación), y el segundo deber humano es hacer en ello el mayor esfuerzo posible. El esfuerzo se vuelve válido por sí mismo y ya no solamente por los resultados que produce; cada esfuerzo extra que se realiza, o mejora la calidad de los resultados, o llena de experiencia enriquecedora. Por ello afirmamos que la búsqueda del recto cumplimiento de los deberes genera una cultura de máximos contraria a la cultura de mínimos, que, sin saberlo, promueve la lucha exclusivamente por los derechos.
La defensa de los derechos, si no va de la mano de la promoción y defensa de los deberes, se convierte en un mero intento de supervivencia del deseo como dueño de la naturaleza humana —intento sin garantías de éxito—; mientras que la promoción de una cultura de deberes garantiza el desarrollo del discernimiento y el fortalecimiento de la voluntad, las cualidades que nos hacen madurar y florecer como seres humanos en lo individual y en lo colectivo.
Dicho de otro modo, el simple respeto de todos mis derechos sin el cumplimiento de ninguno de mis deberes no garantiza mi propia realización o tan siquiera el logro de una felicidad duradera; en cambio, tan solo el intento del cumplimiento de algunos de mis deberes, aun cuando no se estén respetando todos mis derechos, ha llevado a lo largo de la historia a muchos seres humanos a la grandeza y la gloria.
Origen de la violencia
Los recursos son escasos siempre, en todo ámbito, individual y colectivamente, simplemente porque los deseos son inagotables y no hay recursos que basten para satisfacer sin límites los deseos, ni siquiera los de una sola persona, y mucho menos los de un grupo de personas.
Los pueblos que se basan en la lucha por sus derechos pueden llegar fácil y rápidamente a la violencia porque la lucha por los recursos es siempre una lucha de exterminio. Ejércitos de deseos avanzando sobre los dominios del otro objetiva y subjetivamente, eso es violencia sí, es delincuencia, es corrupción, pero también eso es publicidad, es consumismo, es mercado, como es también dogmatismo ideológico, partidismo y un largo etc. Como lo diría Livraga (1978), «son gemelos siameses unidos por la nariz».
La paz social
La lucha por los deberes no es, en realidad, una verdadera lucha, es más bien trabajo. Lucha y trabajo, ambos, requieren sobreesfuerzo, ambos requieren estrategia, planificación, diseño, evaluación, pero hay diferencias significativas: la lucha siempre es por una parte —si alguien luchara por todos no tendría con quién luchar—; en cuanto al trabajo, su fruto es la prosperidad, y sin prosperidad de todos no hay verdadera prosperidad, la prosperidad es prosperidad cuando lo es para todos, si no lo es para todos entonces es lucha disfrazada, lucha de mercado, lucha de recursos; la lucha pretende destruir, el trabajo procura construir y crear.
En cierta forma, derechos y deberes, ambos, quieren construir. La gran diferencia está en los motivos: los derechos buscan construir para uno mismo sin importar el destino del otro, y con frecuencia sin saber tan siquiera lo que le conviene a uno mismo. La satisfacción irracional del deseo es causa de enfermedad del cuerpo y del alma. Por otro lado, los deberes quieren construir para el otro, uno quiere realizarse a través de un destino compartido porque sabe que todos somos un solo y mismo ser, como lo son dos gotas de agua, dos rayos de luz desprendidos del mismo sol, tenemos un mismo origen y por tanto también tenemos un mismo destino. El deber representa la senda de retorno al ser, y esta ¿es diferente la tuya de la mía?
En cierta forma, también ambos destruyen. Los deseos destruyen los recursos —devastación, contaminación, entropía—, y si el otro se niega a entregarlos también destruyen al otro. Los deberes destruyen el caos, la injusticia, la pérdida de armonía, la separatividad.
Los pueblos, así como las personas, centrados en la investigación continua de su propia e íntima naturaleza, en el conocimiento y en el cumplimiento de sus propios deberes, tienen asegurada la paz, la convivencia, la felicidad, la prosperidad y, sobre todo, tienen asegurada su realización más plena.
Para alcanzar la paz social se requiere un enfoque integral que vaya más allá de la mera defensa de derechos. Se necesitan esfuerzos orientados hacia la promoción y cumplimiento de deberes, fomentando así una cultura de cooperación y servicio mutuo. Además, es crucial cultivar el discernimiento y fortalecer la voluntad en la sociedad, permitiendo que las personas se alejen de la competencia violenta por recursos y avancen hacia un equilibrio más armonioso. Este cambio de enfoque, centrado en el cumplimiento de deberes y el servicio al otro, puede ser un camino fundamental para construir y mantener la paz social de manera sostenible.
Excelente artículo, Gabriel viene tocando este tema en varios foros y capacitaciones sobre ética y derchos humanos desde hace años y siempre deja a la audiencia sorprendida y no sin dejar la «espinita» que en algo de esto estamos mal cada uno de los presentes, pero hay solución al entender cual es la correcta administración de los derechos de cada quien, que sin caer en la «alienación», nos lleva a todos a vivir en armonía. Felicidades por tu artículo!!!