Una de las cosas más maravillosas de la ciencia es cuando, gracias a los investigadores que abordan sus trabajos desde el deseo de saber en lugar de hacerlo desde el prejuicio, comienzan a derribarse algunos de sus propios dogmas. Algo así está ocurriendo en los últimos tiempos con el mundo vegetal. Acostumbrados a mirar las plantas como producciones de la naturaleza, sin mucho interés más allá de la fotosíntesis, investigaciones realizadas en los últimos años revelan una asombrosa complejidad y capacidad para establecer interrelaciones y comunicarse con su entorno.
Hace ya algunos años, en 2017, Suzanne Simard, ecóloga de la Universidad British Columbia, hizo un descubrimiento que no tardó en ser cuestionado por algunos de sus colegas. Sin embargo, a lo largo de años de observación y toma de datos, vio cómo los distintos árboles que componen un bosque tenían un sorprendente sistema subterráneo de comunicación a través de una red de hongos asociados entre sí o micorrizas, que a su vez se interconectaban con las raíces de los árboles. Lo verdaderamente interesante de la existencia de esta interconexión es que los árboles la usan para compartir información con otros árboles del bosque, como cuando alguno de ellos era atacado por una plaga u otra cosa, pero también para compartir con los otros carbono, agua, nitrógeno y fósforo. Otro de los descubrimientos de Simard fue que identificó dentro del bosque lo que ella denominó «árboles madre». Estos eran los ejemplares más antiguos y, por tanto, los que más interconexiones mantenían con el resto de árboles y hongos, y observó que, cuando comenzaban a crecer nuevos plantones en su territorio, todavía demasiado pequeños para recibir la necesaria luz del sol, estas «madres» les transferían elementos nutrientes vitales, ayudándoles así a crecer y hacerse fuertes.
Ejemplos como este, que sobreabundan en la naturaleza, tiran por tierra con fuerza la creencia general de una competencia y lucha de los más fuertes, para reafirmar que lo que realmente existe es un entorno prioritario de cooperación, que no es incompatible con la necesidad puntual de alimentarse y defenderse.
Ahora, en un reciente artículo publicado en Nature, un equipo de investigadores japoneses de la Saitama University, han constatado la existencia de un mecanismo en las plantas por el cual, cuando estas son dañadas de alguna manera, bien mecánicamente o por herbívoros, liberan en el ambiente unos compuestos orgánicos volátiles (COV), alertando a las plantas de su entorno, que comienzan a liberar sustancias defensivas, destinadas a repeler a los animales que se alimentan de plantas. Aunque este mecanismo de alerta ya se había observado en 1980 entre un álamo y un sauce, las investigaciones que han continuado indagando en ese aspecto del mundo vegetal han elevado el número de especies que usan ese mecanismo a más de treinta. Concretamente, la que se ha estudiado ahora es la Arabidopsis, una pequeña planta herbácea muy común en buena parte del mundo que ahora, gracias al equipo nipón, ha demostrado visualmente el proceso por el cual libera en el aire sustancias de alerta para el resto de las plantas de alrededor cuando es atacada.
En un vídeo difundido por los investigadores, se puede observar el momento en que la Arabidopsis aumenta en sus hojas la concentración de Ca2+ citosólico, tras percibir en el ambiente los COV liberados por una planta cercana.
Una comunicación con diversos lenguajes
De forma similar a como actúan los animales y los humanos, las plantas se sirven de diferentes medios para establecer comunicaciones con su entorno, ya sea para emitir información o para recibirla y «comprenderla». En este sentido, es muy recomendable leer un interesante artículo del biólogo Abel Cerdá sobre los diferentes lenguajes vegetales que se conocen hasta el momento. Así por ejemplo, tenemos el caso antes mencionado de los COV que las plantas liberan en el aire al recibir una amenaza, siendo estas sustancias captadas por las plantas vecinas, que se prepararán con la acumulación en sus hojas de sustancias repelentes. Lo interesante de los COV es que no existe una única molécula para todas las plantas. En algunos casos, el compuesto puede ser exclusivo de una especie, de manera que todos los miembros de dicha especie pueden emitir, captar y reaccionar ante esa sustancia, como una especie de «idioma propio», como explica Cerdá.
También hemos hablado antes de la comunicación que se produce a través de las redes conformadas por la simbiosis de micorrizas y raíces a través del subsuelo, siendo los hongos los que actúan como mediadores en la comunicación de diferentes plantas y árboles que estén «conectados» a esa red, que han llegado a comparar con una especie de «internet». Este tipo de comunicación, al contrario de la anterior, puede llegar a transmitir la información a lo largo de kilómetros. Las plantas pueden, por este medio, recibir información, nutrientes y señales similares a las de los neurotransmisores cerebrales, provocando una reacción química en los receptores de la señal.
Otro medio de comunicación sería mediante vibraciones «sonoras» imperceptibles por nuestro oído. No es que hablen, pero sí, según las teorías de algunos investigadores, podrían ser capaces de emitir vibraciones, como consecuencia de las reacciones de sus propios procesos vitales. Esa vibración, traducida en una onda sonora, podría estar en un rango de frecuencia de 150-200 Khz. Teniendo en cuenta que 150 Khz equivaldría a 150.000 Hz, y que el rango de la audición humana está entre los 20 y los 20.000 Hz, es prácticamente imposible que podamos captar ese ultrasonido, llegando a estar por encima incluso de la frecuencia de emisión de los murciélagos.
Conclusión
No cabe duda de que el mundo vegetal sigue siendo un gran desconocido, pero la forma en la que está, poco a poco, revelando algunos de sus interrogantes, es gracias a los investigadores que han dado un paso en dirección contraria a los prejuicios tradicionales que han existido sobre la forma de vida de las plantas y de cómo, de una manera asombrosa, la naturaleza replica habitualmente modelos muy parecidos. Es una gran maestra de la diversificación, al mismo tiempo que reutiliza y adapta, una y otra vez de forma magistral, unos pocos recursos, materiales y formas sin desperdiciar nunca nada, sin generar basura de ningún tipo, y optimizando al máximo todos los productos resultantes de sus ciclos de vida, ya sea para una célula, para una especie o para interrelacionar a muchas de ellas en un complejo y hermoso ecosistema. Si algo nos queda por aprender de la naturaleza no es tanto cómo lo hace, sino por qué no lo hacemos nosotros.