En un artículo sorprendente del teósofo y místico Jinarajadasa (1875-1953) que se titula «El Sendero directo y el indirecto», explica diferentes sucesos de su vida en que pudo vislumbrar la gran meta espiritual, el fin del Camino del Alma. Uno de ellos fue la primera vez que vio representar la Tetralogía de Wagner, y más específicamente, la última escena de Sigfrido.
«Oí completo el ciclo de la Tetralogía, de la cual solo conocía El oro del Rin. Siempre recordaré la primera vez que escuché los acordes iniciales de la referida ópera, cuando una joven italiana, ejecutando con sonrisa altanera unos cuantos compases, dijo: “¡Y así sigue y sigue páginas y páginas!”, y yo exclamé dentro de mi mente y de mi corazón: “Pero esa es la verdad”. El tercer día de la Tetralogía, mientras escuchaba Sigfrido, hubo un momento en que el mundo se desvaneció y todo fue cielo a mi alrededor. Ocurrió cuando Brunilda, ya despierta, contesta así a la impetuosidad de Sigfrido:
Ewig war ich,
Ewig bin ich,
Ewig in suss schnender Wonne,
Doch ewig zu deinem Heil!
Siempre fui,
siempre soy,
siempre en dulce rapto anhelante,
¡siempre por tu bien!
Y desde entonces, cuando oigo ese exquisito motivo (que Wagner emplea luego para construir El idilio de Sigfrido), todo lo de aquí abajo se desvanece y ya solo veo la cumbre de la montaña».
Junto con Wotan, que representa la voluntad divina, el destino ejecutándose, la ley que rige la existencia, este personaje, la valquiria Brunhilde es la gran protagonista de la tetralogía de Wagner El oro de los nibelungos, abarcando su acción La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses. Brunhilde, nacida de la voluntad de Wotan y de la omnisciencia durmiente de Erda, es la encarnación de la sabiduría, y como tal, selecciona a las almas heroicas para formar parte del séquito o ejército celeste de Wotan en el Valhala.
Es una sabiduría que se muestra, no como reserva, sino como prudencia y acción valerosa al mismo tiempo. Es el alma de la recta acción, sabe cuándo actuar y cuándo no, la medida, el cómo, el dónde, el por qué, el quién y el para qué; y como el Christos de la religión de san Pablo y los primeros gnósticos, se convierte asimismo en la quintaesencia del sacrificio. No es la voluntad-necesidad (fijada en los pactos, en las runas de su lanza) de Wotan, sino su voluntad-amor, y cuando el beso del dios de las tormentas la hace mortal, es como si él mismo hubiera sido despojado de su alma, y ahí comienza el ocaso de los dioses, pues nada puede vivir sin un rayo de ese amor y esa sabiduría eternos.
Despertada por Sigfrido, quien ha vencido al dragón Fafner y atravesado sin daño el círculo en llamas que la rodeaba, debe representar, quizás, la Iniciación, en su sentido más elevado. O sea, el alma-sabiduría eterna que se vierte en un cáliz mortal lo suficiente puro y digno para así cumplir la ley divina y que este pan de la bondad y elixir de la inmortalidad llegue al último de los seres humanos.
Es la estrella cuya luz desciende y da vida al alma terrena. Es Eros que se desposa con una Psique cuando ella ha superado todas las pruebas, convirtiéndola así en diosa en el Olimpo.
Por eso, en Sigfrido, oímos con bellísimos acordes la voz de Brunhilde diciéndole al héroe:
Así, no me toques,
ni me enturbies.
De mí te llegará
luz eterna
y ventura sonriente,
alegre y augusto héroe.
¡Oh, Sigfrido!
¡Vástago esplendoroso!
No aniquiles a tu propio bien,
por cariño a ti mismo.
Y le dice también: «¡Siempre fui tuya! ¡Siempre seré tuya!». Es una sabiduría eterna que se convierte en un flujo ininterrumpido de amor, como la nieve cuando desciende de la cumbre a los valles.
¿Que si soy tuya?
Una paz celestial
me inunda con su arrullo,
casto frenesí
me invade con ardor.
La ciencia divina
que me atormentaba,
huyó lejos
ante el júbilo del amor.
¿Si soy tuya?
¡Sigfrido!
¡Sigfrido!
¿No me ves?
¿No te ciega
mi ardiente mirada?
¿No te quema mi abrazo?
Mi sangre corre hacia ti
como río tumultuoso…
¿No sientes
un ímpetu de fuego?
¿No temes, Sigfrido,
a la mujer
de frenesí abrasador?
En La valquiria es la sabiduría de Wotan, que le guía y anima en gobierno con su amor y su luz. Pues es incluso su esperanza y la amorosa victoria en cuanto hace. Por eso, al despedirse, el dios de la tempestad lo hace con este bellísimo canto:
En estos luminosos ojos
que a menudo yo acaricié sonriente,
recompensando con un beso
tu conducta en el combate,
cuando balbuciente
fluía de tus divinos labios
la loa de los héroes;
estos dos radiantes ojos
que a menudo me iluminaron
durante el ataque,
cuando la esperanza me abrasaba
el corazón,
cuando a las delicias del mundo
aspiraba mi deseo
desde el temor trémulo
Esta sabiduría es también el significado de la diosa griega Atenea. Ella es «la mente de Zeus», el ejército de ideas resplandecientes, eternas, con las que gobierna el mundo, los arquetipos de Platón entrando como luz y presencia en cada átomo de vida.
De ahí la importancia de su lucha en la titanomaquia y en la gigantomaquia junto a Zeus; es la sabiduría y el poder que combaten contra las fuerzas del caos, o las fuerzas de los elementos primordiales (los titanes), obligándolos a la armonía y el orden, y contra los hijos del pasado sin conciencia luminosa (los gigantes, símbolos de humanidades sin futuro ya).
En su libro de las etimologías, el Crátilo, Platón dice que Atenea es «la inteligencia de Dios» o «aquella que conoce las cosas divinas» y combate por ellas. Es entonces la regente de la filosofía viva, de los ideales y las causas nobles, que deben penetrar en el mundo con voluntad e inteligencia, y la sabiduría, siendo pura vida, pura acción, abre su propio camino.
Todos entendemos que sabiduría no es conocimiento, y dice Sri Ram en su libro de pura metafísica Un acceso a la realidad:
«Así pues, la sabiduría no es cuestión de estudio, sino de vivir, de acción. Hablamos acerca de la sabiduría, pero con ello no nos hacemos sabios, excepto en la medida en que sintamos el estímulo de serlo. La sabiduría no es conocimiento, sino que depende del uso que hacemos del conocimiento. Surge del conocimiento guiado por el amor. Pues amar es una manera de saber —el que ama tiene un conocimiento divino del amado, divino en calidad— y es un estado de integridad, un fin en sí mismo».
La sabiduría es la que nos arranca del egoísmo, la que despierta el alma, la que la llama a través de las sendas de la mente y el corazón en lo que bien podemos llamar filosofía, la que desnuda al alma de toda impureza y le otorga así capacidad de vuelo, la que nos hermana con todo lo que vive y respira en la naturaleza, la esencia misma de la compasión en el sentido budista. Es perfección en la vida, el poder que hace que el alma avance en el laberinto y el hilo de plata para que no se pierda en él.
Pitágoras enseñó que es más valiosa una gota de sabiduría que un tonel de conocimiento. Ella es el iluminador, y la mente y el corazón quienes reciben sus rayos vivificadores. Es el budh de la filosofía hindú, la luz que le permite al alma ver y saber. Es la madre del alma de todo lo que vive, y el porqué de las infinitas formas a través de las cuales estas almas evolucionan, la razón de las mismas.
Platón nos dice que la diosa Atenea se convirtió en Egipto en la diosa Neith; como ella, tejedora, y simbolizada en los jeroglíficos con escudo y lanza. Esta diosa, en su templo de Sais, decía en una inscripción: «Yo soy la que fui, la que soy y la que seré siempre», o sea, la sabiduría eterna que permite que la vida y el mundo emerjan desde las tinieblas del no ser hacia su realización en el tiempo.
El capítulo XII del libro ya mencionado de Sri Ram es un auténtico himno filosófico a la sabiduría y sentimos el ímpetu y la bondad sabia y amorosa de Atenea y de la valquiria Brunhilde en lo que sobre ella dice:
«La sabiduría depende menos de lo que aprendemos y más de nuestras reacciones a ese aprendizaje: menos de la cantidad y más de la calidad de nuestro saber; menos de la acumulación de hechos y nomenclaturas, y más del conocimiento de principios; menos de la posesión de ideas y más del recto empleo de ellas; en una palabra: menos de todo lo que acumulamos y deberemos arrojar, y más de lo que asimilamos en el tejido de ese ser que es un reflejo inmortal del Espíritu universal».
Magnífico artículo.