Filosofía — 1 de mayo de 2024 at 00:00

El lenguaje como arma de defensa

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lenguaje como arma

El lenguaje: algo asombroso

La vigente Gramática de la lengua española menciona en su prólogo una cita de Rodolfo Lenz: «La gramática que se necesita para hablar es tan inconsciente, tan ignorada del que la aplica, como la lógica de Aristóteles o de Santo Tomás puede ser ignorada de cualquier mortal que habla y piensa lógicamente»[1]. Acto seguido, se nos invita a la reflexión sobre el idioma y el lenguaje mismo como patrimonio individual y colectivo.

Efectivamente, el lenguaje es algo asombroso.

Recuerdo con una sonrisa una anécdota de infancia, cuando una vecina de mi pueblo recibió en su casa a unos parientes lejanos franceses, un matrimonio con una niñita de tres años. Cuando la niña se dirigía a sus padres, mi vecina exclamaba asombrada: ¡qué bien habla el francés!

Sí, los niños son capaces de percibir pronto la lógica del lenguaje, y aunque contemplamos con indulgencia los balbuceos de nuestros hijos, el observarlo desde un idioma diferente nos hace apreciar lo meritorio que resulta.

Muy pronto, los pequeños adoptan las relaciones sintácticas que no entienden, pero que aplican con rigor. Por eso dicen «yo no cabo», en lugar de «yo no quepo». Con ello, los adultos disfrutamos merced a sus peculiares normas gramaticales —perfectamente entendibles—, e incluso estamos tentados de darles la razón a la hora de elegir cuál es la mejor fórmula. «El rasgo principal del desarrollo del lenguaje infantil no es la creación original, sino la asimilación creadora»[2].

Y así, en una gran paradoja, adquirimos una competencia lingüística que consiste en que hablamos y nos entendemos aunque no sepamos por qué hablamos como hablamos. Inconscientemente, somos poseídos por las leyes del idioma, y sin necesidad de esfuerzo, nos expresamos continuamente intercambiando mensajes con otros humanos que entienden lo que decimos y a los que entendemos cuando hablan, independientemente de que conozcamos las concordancias de las palabras y las conjugaciones de los verbos.

«Esa facilidad de la inteligencia del ser humano, capaz de deducir unas reglas que nadie le explicó aún, se extiende después a su competencia para acumular en el inconsciente los valores de cada término»[3]. Somos conducidos y dominados imperceptiblemente por el lenguaje y por la forma que ha adquirido. Podemos expresar de forma original lo nuevo, simplemente mediante el movimiento y el orden de las frases. En unos casos será la estructura de la oración; en otros, la interpretación nueva de palabras viejas; y, en otros, el ritmo o el tono.

 

El milagro de hablar y entendernos

Dice Emilio Lledó que el lenguaje, en cierto sentido, tiene que ver con nuestra forma de visibilizar el mundo, con «nuestra íntima forma de iluminación»[4], porque, de la misma manera que sin los ojos no veríamos, sin la luz de las palabras no podríamos entender. No solo nos descubrimos e interpretamos a nosotros mismos en ese murmullo interior donde nuestra vida nos habla, sino que el lenguaje nos permite salir al mundo exterior y relacionarnos con otros seres. «Si no tuviéramos las palabras, no solo sería un silencio terrible; también sería una oscuridad interior, un apagón del ser deslizado ya hacia la nada, una insipiencia, una inconsciencia insuperable»[5].

Jaspers afirma que experimentamos y comprendemos lo que actualizamos en el lenguaje: las cosas aparecen súbitamente ante nosotros cuando las nombramos.

lenguaje como arma

«El lenguaje es de algún modo el lugar en que se conserva el saber adquirido, el sentimiento aclarado y el querer esclarecido. Es como la cámara del tesoro del conocimiento adormecido que el hablante puede reanimar en cualquier momento. El lenguaje proporciona los puntos de apoyo para el progreso del conocimiento, pues amarra lo alcanzado por el pensamiento. El recuerdo, consumación, síntesis y progreso del conocimiento se realizan gracias al lenguaje»[6].

Pensándolo bien, ¿cómo conseguimos reconocer las palabras? No es tan sencillo como parece, como comprobamos cuando queremos aprender otro idioma. ¿Dónde empiezan y acaban las palabras? Si oímos «Van-a-romper-la-pared», no solo accedemos a las palabras de la frase, sino a otras falsas, como «vana» y «perla». En este sentido, la psicolingüística nos describe cómo anticipamos el significado y reconocimiento de una palabra según el contexto y cómo, más que reconocerlas, se activan en nosotros.

Las sutilezas del lenguaje hacen que un solo fonema evoque en nosotros un mundo diferente de significados, como entre «bata» y «lata» o entre «púlpito» y «pulpito». Acabamos aprendiendo palabras que utilizaremos muy poco en la vida, y al oírlas, somos capaces de distinguirlas de otras 60.000 que conocemos.

Cuando un niño descubre lo que significa un verbo, parece que tiene claro quién-hace-qué-a-quién, y distingue entre «papá sonríe a mamá» y «mamá sonríe a papá». Los verbos requieren la apreciación de que los hechos son estructurados, es decir, de que hay cosas que causan otras cosas.

Sin embargo, esto no es todo. Después de pasarnos la vida aprendiendo significados y gramática, a menudo podemos expresarnos ignorando ambos aspectos. Esta distinción entre el significado que se transmite y los medios que se usan lo ejemplifica muy bien el personaje de Jabberwocky, de Lewis Carroll, en A través del espejo:

«Barraba y las longas váparas

girosqueaban los limazones;

las borogovas mismosas eran,

y las radas momas tones»[7].

 

Aspecto creativo del lenguaje

La faceta creadora del uso del lenguaje es la capacidad de expresar pensamientos nuevos y entender expresiones enteramente originales. El lenguaje que usamos es, en sí mismo, innovador. El número de oraciones que podemos entender sin dificultad es astronómico. Hacemos combinaciones infinitas con medios finitos para expresarnos, y somos capaces de generar nuevos pensamientos y manifestarlos correctamente de una forma inédita, que supera la experiencia previa que teníamos antes de enunciarlos.

Noam Chomsky menciona a Juan Huarte de San Juan, un español del siglo XVI que reflexionaba sobre la palabra «ingenio», que en el castellano de su época describía la inteligencia, y que está emparentado etimológicamente con los verbos «engendrar» o «generar», lo cual sirve a Chomsky para relacionar la potencia generativa del entendimiento con el lenguaje[8].

En el mito de Babel —donde se confundieron todas las lenguas, por cierto— la torre es levantada con numerosos pisos. El significado de las palabras y el uso de las frases tiene también distintos niveles, todos interdependientes y relevantes. La ironía y el sarcasmo son ejemplos de que el significado literal de las palabras no siempre es el real. Podemos decir «aquí llega el puntual» para referirnos a alguien que tiene el hábito de llegar tarde o «qué buena suerte tengo» cuando perdemos el metro por dos minutos. La existencia de decenas de figuras retóricas evidencia la complejidad que pueden alcanzar estas capas del lenguaje.

Dentro de estos niveles, debemos señalar uno genuinamente humano, que es donde el lenguaje se vuelve simbólico y adquiere carácter universal e inequívoco. Según Jaspers este nivel permite que los objetos puedan ser conocidos de manera idéntica por cualquier inteligencia y conservar el mismo contenido en sucesivas repeticiones. Fátima Gordillo nos explica que el símbolo no le habla a nuestra parte lógica y, por ello, los textos y relatos que alcanzan nuestra conciencia profunda usan siempre el lenguaje simbólico, con velos y metáforas que ocultan a primera vista su profundidad. Es este lenguaje el que añade una dimensión a la realidad objetiva, la verticalidad, estableciendo relaciones que van más allá de lo racional entre los diferentes niveles de la existencia.

«El lenguaje simbólico (…) prescinde (…) de la separatividad y disección que caracterizan a la mente racional, e introduce a través del pensamiento un cabo por el que escalar hacia esa otra región de la mente en la que todos podemos entendernos, en la que (…) todos compartimos la experiencia humana, la preocupación por las personas que amamos, el dolor, el temor ante el misterio de la muerte y la vida, la inquietud por el destino, la enfermedad, la vejez y la pregunta eterna y necesaria de si hay una razón para todo esto»[9].

No en vano, las tradiciones antiguas nos hablan de que la aparición del lenguaje marcó un hito en la evolución humana al coincidir con la adquisición de una capacidad mental que supera la etapa animal[10].

 

El lenguaje acerca lo distante

«El logos es la posibilidad de arrancar al hombre del horizonte de la inmediatez. Para ello se precisa la creación de un universo “ausente”»[11]. Reducir la distancia de las cosas con el lenguaje significa que podemos hablar de lo que opinamos, lo que deseamos o lo que imaginamos, que podemos dirigirnos conceptualmente a un objeto lejano, y que las palabras nos sirven para referirnos a cosas que vemos y a otras que no vemos, que tal vez sucedan en el futuro o que ya ocurrieron en el pasado. Podemos nombrar algo que nunca nadie ha visto o definir cosas abstractas que no tienen forma material, como la justicia, Dios, la muerte o el valor.

Este espacio abstracto por el que podemos transitar con el lenguaje es un mundo «construido» que podemos compartir, o ser partícipes de lo construido por otros. Si oímos que «el centauro alado cabalgó por un cielo ardiente», podemos construir un modelo mental de cómo sería el mundo si existieran centauros alados o si el cielo ardiera.

Pero lo distante tiene también en el lenguaje otra forma de hacerse presente: lo escrito. El lenguaje escrito, al ser comprendido, se convierte en una mezcla de presenca y ausencia, de memoria y olvido, y su lectura «nos lleva por los vericuetos de sus conexiones, de su sintaxis, a un territorio que solos jamás habríamos podido alcanzar»[12]. La escritura proyecta hacia el futuro lo que contiene, conecta tiempos separados y recrea realidades con las que no convivimos físicamente. Sócrates «existe» porque Platón lo atrapó en un lenguaje escrito que todavía habla con nosotros.

El lenguaje escrito, además, ejerce de memoria colectiva y nos explica el mundo que conocemos a través de los pasos que dio para llegar a ser como es. Lo que somos y cómo actuamos individualmente se sostiene y entiende por el fondo de lo que hemos sido anteriormente. Y lo mismo sucede a nivel de conjunto: «la tradición que encauza y entrega, en la escritura, la voz de la historia llega también a convertirla en eco repetido y distante»[13], y de este modo crecemos y nos entendemos como una humanidad que es fruto resultante de un pasado.

El lenguaje no solo transporta la historia, sino que es el vehículo viviente que utiliza la cultura para transmitirse como un caldo de cultivo acumulado que permite emerger las personalidades individuales de cada civilización en un escalón ya conquistado. Si el lenguaje se pierde o se pervierte intencionadamente haciéndolo confuso, se crea un agujero en medio del puente que dificulta el paso entre las dos orillas o, directamente, lo impide.

«Las palabras (…) traen antes la semilla de una herencia cultural que trasciende al individuo»[14]. Cada uno de nosotros hereda las palabras de su idioma materno y también las ideas contenidas en ellas. De esta forma, generación tras generación, las palabras van acumulando la riqueza de cada momento y se encadenan de forma resistente al hilo que va traspasando el tiempo. La historia de todas las épocas va añadiendo contextos a las palabras, y sus significados impregnan nuestro pensamiento. «El lenguaje estructura el pensamiento, pero el idioma lo orienta»[15]. El sentido de las palabras va indicando un horizonte de ideas y de sentimientos hacia donde nos llevan. «La memoria del pasado tenía que encontrar los cauces, los caminos que condujeran a cada presente»[16] y utilizó el lenguaje como medio. Hay vínculos que nos atan a las palabras en las que hemos aprendido a pensar y a sentir. Es una herencia social en la que amanecemos instalados.

 

Germen del pensamiento

«Son las palabras los embriones de las ideas, el germen del pensamiento, la estructura de las razones»[17]. Grijelmo afirma que el lenguaje no es un producto, sino un proceso psíquico, ya que procede de un encadenamiento de la razón. «Todo el idioma está integrado por un cableado formidable del que apenas tenemos conciencia, y que, sin embargo, nos atenaza en nuestro pensamiento (…); y la manera en que percibimos estos vocablos, sus significados y sus relaciones, influye en nuestra forma de sentir. Y así se extienda nuestro campo de palabras, así estarán lejanos o próximos entre sí los límites de nuestra capacidad intelectual»[18]. El hecho de que los circuitos de las palabras activen a su vez los circuitos de los sentimientos constituye un punto importante.

El pensamiento debe de estar amarrado de algún modo al lenguaje, nos dice Jaspers. Las palabras nos permiten acceder a conceptos y representaciones de los que no disponemos directamente: «El valor de las palabras no está en lo que encierran, sino en lo que liberan», afirma Jorge Ángel Livraga[19].

El don del lenguaje hace que el significado se vaya tornando claro para nosotros, y mientras nos dirigimos a él, se origina y transforma el lenguaje con que lo apresamos, permitiendo experimentar con cada clarificación un nuevo impulso. «Es necesario seguir la secuencia de pasos mentales, articulados de forma que cada uno se base en los demás, para concebir aquellas cosas que no hacen acto de presencia ante ninguno de ellos aisladamente. (…) En cada paso de la conciencia, centellea un rayo de atención que nos permite percatarnos de algo. Vamos de una representación a otra, de una a otra idea, volvemos al punto de partida, comparamos, establecemos relaciones. La sucesión de actos organiza lo que se podrá pensar posteriormente en un acto único apoyado en la disposición de lo previamente pensado. Lo que el hombre no pueda comprender en un acto no existe para él»[20].

Parece evidente que no podemos salir psicológicamente del lenguaje, y que hay una relación entre la claridad, la exactitud, la conciencia y el lenguaje mediante el cual pensamos. Sin embargo, Jaspers puntualiza que no hay identidad entre lenguaje y pensamiento, sino solo sujeción recíproca.

Para Lledó, el lenguaje que poseemos «va creando un cauce donde se constituye y sustancia el fluir del pensamiento. Este discurrir origina la reflexión y, con ella, ese inagotable tesoro del pensamiento abstracto que da forma al fondo personal y que ofrece, al mismo tiempo, cobijo y sentido a todo lo que, como en el mito platónico de la escritura, nos llega desde fuera»[21]. Advierte este autor que la proliferación de imágenes que hoy nos inunda tiene la capacidad de aniquilar el sistema de resonancias que ha creado el lenguaje y necesita, más que nunca, del contrapeso de la «intimidad abstracta» que la reflexión nos permite. No basta con ver las cosas, hay que organizar la experiencia en un mundo intermedio entre la mente y los objetos, y de esta forma, convertirlos en objetos mentales, que a su vez organizan nuestra exterioridad.

Pero es hora de añadir que «debemos tener muy en cuenta que los esquemas mentales no son un mero esqueleto vertebrador del pensamiento; son estructuras mentales que orientan la vida intelectual, volitiva y sentimental del hombre de forma muy precisa»[22]. Es decir, inteligencia, voluntad y amor, tres categorías que traspasan y definen lo que puede dar de sí un ser humano, están relacionados de manera importante con el lenguaje. Por eso es crucial identificar a quienes utilizan con astucia los recursos del lenguaje «para que las personas orienten de forma inadecuada su modo de pensar, sentir y querer, pero no caigan en la cuenta de que con ello ponen en juego el sentido de su vida»[23].

 

El equipaje de las palabras

Las palabras evocan. Además de su propio significado, adquieren otros dentro de las frases, dichos y refranes, y de estos usos se va empapando el idioma. El lenguaje que recibimos no solo nos trae palabras, sino estructuras. A través de los siglos, gracias a multitud de obras escritas, se esparcen imperceptiblemente fórmulas de lenguaje (aposiciones, omisiones, vínculos entre palabras, etc.), y todos vamos heredando sus recursos, sus usos y sus pensamientos implícitos, añadiendo acepciones y matices. De este modo, las palabras van acumulando poder.

No se trata solo del poder evidente del lenguaje, sino de ese otro que pasa inadvertido: el sentido subliminal, subyacente, semioculto. Ahí reside su fuerza, porque el oyente no la conoce. Las palabras influyen. «El hombre urbano ya no siembra, probablemente jamás ha visto sembrar; y, sin embargo, utiliza ese verbo con intención seductora porque lleva prendidas en él todas las alegorías de la cosecha»[24].

Las palabras son históricas y se desarrollan con el uso. Están repletas de connotaciones y, cuando se combinan, generan mensajes entre líneas que vadean los razonamientos y llegan directos al receptor, que no opone ninguna resistencia. Su latente riqueza significativa está dispuesta a despertar en cualquier momento. Si usamos sufijos despectivos (camastro, tipejo, pajarraco, pueblucho) alcanzaremos de lleno el inconsciente del otro sin arriesgar nada, porque no son insultos ni resultan malsonantes, pero tienen un efecto inmediato en la percepción del objeto mencionado por parte del oyente. De esta manera, los vocablos se van cargando de sentidos ocultos, soterrados pero eficaces, y de este carácter encubierto derivará una percepción verdadera o tergiversada de la realidad según sean utilizados por el emisor y analizados por el receptor.

«La palabra pronunciada es la punta de un témpano majestuoso que se esconde bajo la superficie del agua»[25]. Hasta las partículas aparentemente secundarias del lenguaje, como las conjunciones o las preposiciones, retratan el pensamiento: «Es extranjero, pero trabajador». El «pero» delata nuestros juicios. Las frases se convierten en desfiles de metáforas, hipérboles y metonimias que funcionan como monedas de valor, pero su uso prolongado desgasta su troquelado; de ahí la necesidad de volver de vez en cuando a ellas para recuperar su brillo.

 

Modificar el lenguaje, ¿para qué?

«La seducción de las palabras (…) no se dirige a la zona racional de quien recibe el enunciado, sino a sus emociones. Y sitúa en una posición de ventaja al emisor, porque este conoce el valor completo de los términos que utiliza, sabe de su perfume y de su historia, y, sobre todo, guarda en su mente los vocablos equivalentes que ha rechazado»[26]. El lenguaje adulterado actúa despóticamente sobre otros sin pasar por la inteligencia, ya que los conceptos precisos son sustituidos por consignas cargadas de emotividad.

Cuanto más amplio es el campo semántico, más se puede adaptar a la interpretación de cada oyente. Si alguien nos dice que «sucederá algo terrible», será terrible para cada uno porque cada uno elegirá lo que es terrible para él en concreto, sin necesidad de que el emisor lo delimite.

Los mensajes de tipo político o económico usan a menudo metáforas mentirosas. No suena igual decir que «hubo daños colaterales» que manifestar que «hubo fallecidos civiles por mala puntería». A veces, son evidentes las desviaciones de sentido intencionadas de algunas expresiones, como llamar «trabajador fijo-discontinuo» a alguien que no tiene un trabajo fijo o denominar «posverdad» a lo que se caracteriza por alejarse de la verdad. Y muchas frases grandilocuentes no dicen nada: «Dados los condicionamientos existentes, la realización de las premisas del programa ayuda a la preparación y a la ejecución de las nuevas proposiciones». Hay otros trucos que se basan en nuestras percepciones: nos parece mayor una extensión de mil metros cuadrados que otra de cuatro hectáreas, por ejemplo. «El engaño se amuralla, en el centro del lenguaje, como un dique en el que acaban su curso y su fluencia»[27], dice Emilio Lledó.

Podríamos preguntarnos por qué en los últimos años, en muchos países, se intenta modificar el lenguaje desde las altas esferas estigmatizando a quien advierta del vaciado histórico de las palabras que esto supone. El añadido de connotaciones modernas a palabras que nunca tuvieron esos matices provoca que analicemos obras escritas no muy lejanas en el tiempo asignándoles prejuiciosamente unos valores que nunca pretendieron sus autores. No se trata solo de la ilógica censura y modificación de textos relativamente modernos, sino que leemos sobre otras épocas y catalogamos sus sociedades según el nuevo significado que hemos inventado para algunas palabras. Por poner un ejemplo sencillo: quien ha sido educado en el lenguaje inclusivo tendrá dificultades para entender que cuando los filósofos de hace un siglo se referían al «hombre» no pretendían agraviar a las mujeres, sino que hablaban del «ser humano», y además, nadie se ofendía por ello (las discriminaciones no se buscaban en el lenguaje).

López Quintás alerta del vaciado espiritual (entendido como lo opuesto a lo material) de la sociedad moderna que, en su opinión, se opera a través del lenguaje de forma premeditada, ya que al utilizar las palabras con un determinado sentido, se puede modelar una forma peculiar de ver la existencia.

«De ahí el interés en transmutar el lenguaje para quebrar su nexo con el pasado y despojarlo de la riquísima herencia que alberga y transporta. Alterado el lenguaje, que es fuente de alimento espiritual para el hombre (…) [se inicia] la fase segunda de la manipulación: la troquelación de un lenguaje nuevo, adecuado a la mentalidad que se intenta inocular. Un lenguaje simplificado, banalizado, empobrecido, falto de recursos se torna incapaz de comunicar a los hombres la multitud de matices que presenta la realidad»[28]. El sofista moderno pone a su servicio los recursos expresivos del lenguaje, en lugar de ponerlos al servicio de la verdad.

 

Nuestro lenguaje como arma de defensa

El lenguaje puede convertirse en herramienta de manipulación, pero, por las mismas razones, también es un arma de defensa contra las desviaciones involutarias de nuestro pensamiento. Conociendo el veneno, podemos fabricar el antídoto. Pensar bien, es decir, utilizar nuestro discernimiento, no es algo automático, hay que educarse. El criterio va asociado al lenguaje.

Las palabras sirven para persuadir y para disuadir, y el grado en que lo consigan dependerá de que el receptor las descodifique e interprete. Vivimos en una sociedad en que los medios de comunicación, en su mayor parte, solo reproducen de forma acrítica lo que se desea difundir desde determinadas esferas. Y, como señala Lledó, muchos de nosotros, a fuerza de escuchar hasta la saciedad determinadas palabras, «empezamos a dejarlas escurrir por nuestra mente sin preocuparnos de lo que quieren decir y a lo que nos comprometen»[29]. Nuestro objetivo, como decían los antiguos filósofos, es la vida buena, y esta requiere pensar, hablar y actuar dirigiéndonos hacia el bien. «No somos, realmente, como seres humanos, si hemos perdido la mirada, si hemos perdido, en las palabras, la luz y la reflexión que nos transforma en sujetos conscientes»[30].

En el lenguaje podemos encontrar el primer contraste entre verdad y mentira. Por eso la primera ley del demagogo es no matizar los conceptos, ya que —como dice Jaspers— la polisemia origina engañosos desplazamientos del sentido. La inconsciencia en el uso propio y ajeno del lenguaje nos impide percatarnos de cómo nos conducimos y cómo somos conducidos. Cuando no examinamos los conceptos y objetos que expresan las palabras —algo habitual en el ritmo acelerado en el que estamos inmersos—, podemos tropezarnos a la hora de entender el mundo y a nosotros. Solo la reflexión nos permite llegar al trasfondo de los sucesos.

«El manipulador destruye vocablos, los despoja de sentido, altera su significado tradicional para que las gentes no tengan acceso a ciertas vertientes de la realidad. Depauperar el lenguaje equivale a adormecer las conciencias, desmemoriarlas, embotarlas»[31]. El estar sobre aviso nos permite descubrir la estrategia del lenguaje y evitar el aturdimiento que puede producir.

Cuando las personas se vuelven más conscientes, se enriquecen mutuamente y pueden ensamblar sus ámbitos de vida con un fin de mejoramiento. En cambio, la reunión inconsciente solo genera una masa, un montón amorfo de individuos que actúan chocando como objetos fácilmente dominables.

«Las personas, cuando tienen ideales valiosos, convicciones éticas sólidas, voluntad de desarrollar todas las posibilidades de su ser, tienden a unirse entre sí solidariamente y estructurarse en comunidades. Debido a su interna cohesión, una estructura comunitaria resulta inexpugnable. Puede ser destruida desde fuera con medios violentos, pero no dominada interiormente por vía de asedio espiritual»[32].

Desentrañar las trampas del lenguaje equivale a prevenir sus males. Los mecanismos de defensa se relacionan directamente con nuestra capacidad de reflexionar sobre el lenguaje que usamos y con nuestro propio dominio del idioma.

«Estamos ante el reinado de lo trivial, por no decir de lo grosero, de las cosas efímeras, destinadas a ser renovadas rápidamente, porque la novedad reemplaza el deseo de conocimiento. Estamos soportando, tal vez, el exilio de la palabra bien empleada, porque es un arma muy poderosa en quienes saben pensar, hablar, escribir, expresarse bien. ¿Acaso se ha perdido del todo el valor de la palabra, del saber hablar y escuchar, el silencio tranquilo y reflexivo de la lectura? No lo creemos así»[33].

[1] Nueva gramática de la lengua española. RAE, ASALE, 2009-2011.

[2] Lo trágico / El lenguaje. Karl Jaspers. Hybris. 1995.

[3] La seducción de las palabras. Álex Grijelmo. Taurus, 2000.

[4] Identidad y amistad. Emilio Lledó. Taurus, 2022.

[5] Ibidem.

[6] Karl Jaspers, ob. cit.

[7] Citado por Gerry T. M. Altmann en La ascensión de Babel. Ariel, 2002.

[8] El lenguaje y el entendimiento. Noam Chomsky. Seix Barral,1971.

[9] Ensayo sobre las palabras. Fátima Gordillo. Ediciones Obelisco, 2022.

[10] La doctrina secreta, tomo III. H. P. Blavatsy. Kier, 1994.

[11] El silencio de la escritura. Emilio Lledó. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1992.

[12] Ibidem.

[13] Ibidem.

[14] Álex Grijelmo, ob. cit.

[15] Fátima Gordillo, ob. cit.

[16] El silencio de la escritura. Emilio Lledó, ob. cit.

[17] Álex Grijelmo, ob. cit.

[18] Ibidem.

[19] Jorge Ángel Livraga. Ankor, el último príncipe de la Atlántida. Ed NA, 2007.

[20] Jaspers, ob. cit.

[21] El silencio de la escritura. Emilio Lledó, ob.cit.

[22] La revolución oculta. Alfonso López Quintás. Ed PPC, 1998.

[23] Ibidem.

[24] Álex Grijelmo, ob. cit.

[25] Ibidem.

[26] Ibidem.

[27] Identidad y amistad. Emilio Lledó, ob. cit.

[28] La revolución oculta. Alfonso López Quintás, ob. cit.

[29] Identidad y amistad. Emilio Lledó, ob. cit.

[30] Ibidem.

[31] La revolución oculta. Alfonso López Quintás, ob. cit.

[32] La palabra manipulada. Alfonso López Quintás. Rialp, 2015.

[33] Filosofía para vivir. Delia Steinberg. Ed NA, 2005.

2 Comments

  1. Fernando Pineda Guerra

    «Las palabras adelgazan, engordan y se casan» Me enseñaba un profesor de filosofía, y siempre yo le complementaba «Y también se divorcian»… Muchas gracias por este ensayo, no podia dejar de compartir y agradecer. El poder de la palabra es algo que nunca va pasar de moda, y no solo como un arma, sino que tambien una gran responsabilidad sobre todo en la boca de los que aspiramos a la filosofía.

    Saludos, desde Valdivia, Chile
    Fernando Pineda Guerra

  2. Es un artículo importantísimo. ¡Muchas gracias!
    La reflexión de los conceptos que utilizamos todos los días nos permite entender por qué vivimos determinadas experiencias, y porque seguimos sufriendo con situaciones que a primera vista no nos agrada, pero por resonancia con nuestros pensamientos siguen repitiéndose una y otra vez.
    Como no vivimos en estado de contemplación, si al menos nos diésemos cuenta de como nos contamos las cosas que nos pasan, tendríamos el poder de poder contarnos otra historia, más feliz, más humana, más bonita.

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