Culturas — 1 de mayo de 2024 at 00:00

En el bicentenario de la Novena sinfonía de Beethoven

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Novena sinfonía de Beethoven

El 7 de mayo de 1824, en el Teatro de la Corte Imperial de Viena, estrenó Beethoven su Novena sinfonía, op. 125, una titánica manifestación sin precedentes de su genio rebelde, que nunca aceptó límite alguno (ni siquiera el auditivo, el que más apreciaba y necesitaba como músico). En el mismo concierto se ofrecieron algunos fragmentos de su Missa solemnis, op. 123, que acababa de componer como confirmación de su fe religiosa y a pesar de la dolorosa amargura que sufría, aceptando la prueba más desmesurada y cruel a la que puede someterse un músico, como es quedarse sordo. Habían pasado diez años desde que estrenó la Octava y su audición era ya prácticamente nula. Sin embargo, él mismo quiso estar presente en la dirección de su última sinfonía, aunque tuvo que ser asistido por su amigo, el director de orquesta Ignaz Schuppanzigh. El éxito fue clamoroso y el público, enfervorizado, no cesaba de aplaudir, pero desgraciadamente, el compositor ya no podía escuchar el entusiasmo de los vieneses. La capital austríaca lo adoraba y siempre lo consideró como un hijo adoptivo: lo acogió como tal desde que llegó en su primer viaje desde Bonn tras la muerte de su querida madre, cuando solo contaba diecisiete años.

Beethoven vivió en Viena la mayor parte de su vida, y allí murió el 26 de marzo de 1827, a los cincuenta y seis años. Poco antes, en diciembre de 1826, había sufrido un enfriamiento por viajar en un carruaje descubierto, que degeneró en graves trastornos pulmonares y digestivos, padeciendo un verdadero suplicio en los últimos meses de su vida. El joven Franz Schubert quiso ir a visitarlo y, aunque apenas se conocían personalmente, deseó consolarlo y estar al lado de su maestro más querido en sus últimos momentos, llevándole algunas de sus obras. Así pudo Beethoven sentir la tierna y admirada emoción del que se sentía su discípulo, el que más se aproximó a él de sus contemporáneos, y comprobar su talento como compositor. Schubert no pudo contener las lágrimas durante la entrevista y Beethoven, cuando el joven se hubo marchado, comentó lleno de admiración: «Hay una llama verdaderamente divina en él».

Pero sigamos con nuestra conmemoración. El estreno de la Novena sinfonía dejó sorprendido al auditorio vienés, y no solo por su duración y magnificencia orquestal, sino porque incorporaba un nuevo elemento, hasta entonces nunca utilizado en las sinfonías, como era la voz humana. En el último movimiento, al final de la magna obra, el compositor hizo intervenir a cuatro solistas (el clásico cuarteto de soprano, contralto, tenor y bajo) y un amplio coro mixto, interpretando la Oda a la alegría, de Schiller. El contenido de este poema —inicialmente llamado Oda a la libertad— fue adaptado por Beethoven para ajustarlo a su música, convirtiéndolo en el famoso Himno a la alegría.

El genio de Bonn decidió incluir la palabra cantada para que la música se liberara un poco de esa «pesadez metafísica» de la que era consciente de que a veces se podía hacer insostenible para el público. La inclusión de la palabra no afectaba a la expresividad del anhelo de libertad, sino que, al contrario, posibilitaba la superación y la conciliación de la estructura musical dialéctica con el contenido poético de la palabra.

Hoy, doscientos años después, la Novena de Beethoven sigue siendo la más famosa sinfonía de cuantas se han compuesto en la historia, una afirmación musical definitiva sobre la igualdad y la libertad, la alegría y la fraternidad —la conciencia gozosa de compartir un mismo origen divino que nos hace a todos hermanos— y que, como soñaba Beethoven, debería regir la vida de todos los seres en todas las culturas y pueblos del mundo. Ninguna otra obra ofrece un mensaje semejante de manera tan profunda y a la vez tan bella, tan minuciosamente bien elaborada y tantas veces interpretada; tan conocida y tan familiar para todos los que la escuchan.

 

El poema de Schiller

Algunos biógrafos opinan que Beethoven había conocido, muchos años antes de componer la Novena, el poema de Schiller (probablemente en 1793), y que desde entonces le seducía la idea de musicalizarlo. Pero no fue sino más de veinte años más tarde —en 1817— cuando esta idea comenzó a tomar una forma concreta en su privilegiada cabeza. Beethoven iniciaba su último período como compositor cuando escribe la Novena sinfonía y estaba ya, como es bien sabido, completamente sordo, lo cual no le impide concretar aquella idea que había concebido hacía tantos años de ponerle música al poema de Schiller. Su sueño era poder expresar en su obra los valores que consideraba más básicos para la convivencia humana, los tres principios que fueron el lema oficial de la Revolución francesa, como también la divisa para los masones del Gran Oriente de Francia: libertad, igualdad y fraternidad. Estas eran las normas que representaban para él el ideal de convivencia, las bases más fundamentales para crear un mundo nuevo habitado por una humanidad alegre y feliz. Eran también las leyes por las que Beethoven siempre se había regido a lo largo de toda su vida.

novena sinfonia

Este año 2024 celebraremos todos juntos el 7 de mayo —el mismo día que la estrenó su autor en Viena— el 200 aniversario de esta obra grandiosa con la que, cada vez que la escuchamos, nos sentimos identificados, con su mensaje amoroso hacia todos los seres humanos, sobrecogidos por la emoción y deseando que se haga realidad el sueño del compositor de unir a toda la humanidad en un estrecho abrazo de feliz fraternidad y concordia.

El Himno a la alegría es la adaptación del poema de Schiller. Beethoven hizo algunas pequeñas variaciones para acoplar el texto a la estructura musical del cuarto movimiento de su sinfonía, animándonos a todos a cantar y a compartir ese espíritu de alegría y fraternidad con todos los seres que pueblan la Tierra.

La Oda a la alegría había nacido como poema en 1785, de la mano del alemán Friedrich von Schiller (1759-1805), el gran poeta, historiador, filósofo y dramaturgo, encuadrado dentro del clasicismo de Weimar junto con Johann Wolfang von Goethe (1749-1832). Schiller formaba parte también de la generación del «Sturm und Drang», literalmente traducido como «Tormenta e ímpetu». Este era un movimiento literario juvenil que surgió a finales del s. XVIII como reacción a la Ilustración —quizá una primera manifestación del Romanticismo alemán—, que reclamaba aquellos valores por medio de las artes. Beethoven fue uno de los primeros representantes de este arrollador movimiento tras decidir, bajo su propia responsabilidad, que había llegado la hora de romper con las reglas establecidas por el clasicismo de Haydn y Mozart.

El título original del poema era Oda a la libertad, pero fue censurado y tuvo que ser cambiado por el de Oda a la alegría. Beethoven, que compartía totalmente los ideales humanistas del poeta, adaptó el poema a la partitura y lo incluyó para darle un final apoteósico a su última sinfonía. La influencia musical y la importancia cultural de la Novena carecen de una medida común y son imposibles de describir con facilidad. La Oda a la alegría de Schiller era un mensaje universal de inspiración y de esperanza para todo el orbe.

El 19 de mayo de 1985, la Unión Europea adoptó la versión del director austriaco Herbert von Karajan del Himno a la alegría como himno europeo. Fue también el himno de protesta difundido en la Plaza de Tiananmen de Pekín en 1989, y el que sonó el mismo año para celebrar la caída del Muro de Berlín, en un concierto especial dirigido por Leonard Bernstein en el Schauspielhaus de la capital alemana. También el general Otto von Bismarck (1815-1898), responsable de la unificación de Alemania en el siglo XIX, lo utilizó para levantar la moral de su ejército. Fue utilizado igualmente por los españoles en 1931 en la proclamación de la Segunda República, y también por los nazis y luego por los fascistas italianos. Entre los años 1956 y 1964, en pleno contexto de la Guerra Fría, el Himno a la alegría representó tanto a la República Democrática Alemana (RDA) como a la República Federal Alemana (RFA) en los Juegos Olímpicos.

La partitura original de la Novena sinfonía de Beethoven, que se conserva casi completa en la Biblioteca Estatal de Berlín, fue declarada por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad en el año 2003.

Ludwig van Beethoven inició, en definitiva, una nueva era para la historia de la música, pues logró describir en sonidos los sentimientos más profundos del alma humana, que hasta entonces nadie había sabido expresar tan felizmente. Con él llegó a Europa la época del Romanticismo.

 

Grandes genios

Yo creo que a los grandes genios nunca se les llega a conocer realmente en profundidad ni en su verdadera dimensión. Por esto, aunque el hablar o escribir sobre Beethoven pudiera parecer a muchos un tema ya muy manido a estas alturas, o sea, que no vamos a descubrir nada nuevo por mucho que investiguemos y ahondemos en su trayectoria, creo que nos falta todavía mucho que descubrir para llegar, no ya a comprenderlo, sino tan solo a entrever un poco de su extraña y contradictoria personalidad, de su profundo ser interior, tan inmensamente rico y cargado de recursos para superar toda clase de adversidades.

Como anécdota, puedo contar que el mismísimo Herbert von Karajan, cuando hace ya unos años vino a Granada para actuar dirigiendo a la Orquesta Filarmónica de Berlín en el Palacio de Carlos V de la Alhambra durante los Festivales Internacionales de Música y Danza, interpretó la Quinta sinfonía de Beethoven, y comentaba luego en una entrevista que, después de llevar tantos años estudiando y dirigiendo esta famosa y conocidísima obra, y sabérsela prácticamente de memoria, estaba empezando ahora a conocerla y a comprender algo de lo que Beethoven quiso expresar con ella. ¡Cuánto más no tendríamos que escuchar atentamente nosotros a Beethoven para poder trascender algo de lo que entraña el mensaje de toda su colosal obra! A él le tocó vivir una de las épocas más conflictivas de la historia que conocemos: finales del siglo XVIII y principios del XIX. Está a caballo entre dos épocas, y con su obra impresionante marca un hito en la historia de la música. Al igual que Goya a la pintura, Beethoven liberó a la música de su condición servil y de mero pasatiempo, de ser utilizada a lo largo de los siglos XVII y XVIII para entretenimiento de reyes y poderosos, para llevarla a las salas de conciertos y al hombre de la calle, colaborando así en los nuevos ideales de una época de transición total, y culminando la labor de sus predecesores Haydn y Mozart.

Beethoven recoge la herencia del genio de Salzburgo que, tras haber llevado a la perfección todas las formas clásicas, empieza a dar al final de su vida esa nota de emoción precursora del Romanticismo, dándole a su música un aliento más vital e íntimo. Mozart recrea los moldes, los lleva a la perfección sin abandonar las leyes inmutables de la armonía, mientras que Beethoven, por el contrario, decía: «Deseo aprender las reglas para encontrar el mejor camino de infringirlas». Esto nos da una idea de la dimensión de su genio rebelde e innovador, que le llevó a crear la nueva corriente del Romanticismo apuntada por sus maestros y que, tras él, continuaron otros grandes como Schubert, Schuman, Brahms, Chopin, etc, hasta culminar, años más tarde, con los dramas de Wagner y las sinfonías de Mahler.

Su espíritu liberal y rebelde, cargado de un sentimiento trágico-idealista, se identificó enseguida con los ideales revolucionarios de la época: derechos humanos, independencia nacional, hermandad de una sociedad libre y feliz… Sus ideas se sublimaron en su genio creador, obligándole decididamente a abandonar los moldes clásicos y a buscar, con indudable acierto, nuevas formas que le permitieron avanzar ilimitadamente y alcanzar cotas increíbles para su época.

Si Mozart fue conservador y perfeccionista, Beethoven fue un revolucionario, un rebelde total y un idealista, plenamente consciente y seguro de lo que quería. Supo primero, como buen discípulo, aprender apoyándose en la sabiduría de sus maestros, para luego crear sus propios caminos y volar con sus propias alas.

Beethoven fue realmente un gran músico en al amplio sentido de la palabra, no solo un compositor genial. Fue también un virtuoso pianista y un verdadero maestro para sus numerosos discípulos. Se ganaba la vida tocando el piano cuando se instaló en Viena, haciéndole al instrumento numerosas innovaciones y pidiendo continuamente nuevas reformas a los constructores del entonces llamado clavicordio, hasta convertirlo en el piano actual, que da un sonido mucho más rico y totalmente distinto, por lo que se le empezó a llamar «piano-forte», precisamente por la posibilidad de hacer sonidos desde muy suaves hasta fortísimos, cosa que con el clave no era posible lograr. Esto le permitió en sus primeros tiempos ganarse la vida como intérprete dando conciertos, y también dar clases como profesor a las damas de la alta sociedad vienesa, en la que se introdujo así fácilmente, con lo cual no tuvo que depender del mecenazgo de ningún príncipe ni prelado, como le ocurrió al sufrido Mozart en Salzburgo con el despótico arzobispo Colloredo.

De su madurez evolutiva, plenamente consciente y responsable de dar a la humanidad, por medio de su música, un mensaje de amor; de su naturaleza profundamente bondadosa y emotiva, unida a una disciplina y rigor moral realmente titánicos, nos dejó constancia en su conmovedor Testamento de Heiligenstadt, escrito en el otoño de 1802. Atormentado por su sordera, sufrió una penosa crisis que le puso al borde del suicidio: «Tan solo el arte me ha contenido. Me era imposible dejar el mundo antes de haber creado todo aquello de lo que me siento capaz», afirmaba. Y al final de su escrito, asimilando las mismas enseñanzas que Sócrates inculcaba a sus discípulos, aconseja a sus hermanos Kart y Johann, a quienes iba dirigido el testamento: «Recomendad a vuestros hijos la virtud: es lo único que puede daros la felicidad; ella y no los bienes materiales. Hablo así por experiencia personal. La virtud es lo que me ha consolado en mi sufrimiento. Gracias a ella y a mi arte no he terminado mi vida con el suicidio».

Si hoy podemos decir que la música es el arte más universal, se lo tenemos que agradecer a Beethoven, que hizo de ella un arte integrador y completo. Las peripecias de su vida, sus luchas, sufrimientos, temores y miserias no pudieron encubrir la grandeza de su alma, su generosidad sin límites, el dominio sobre las desventuras, su actitud heroica ante el destino y su fe en la libertad y la dignidad humanas, en la eternidad y en la belleza. Por ello, aunque su figura haya alcanzado las más altas cimas del arte, logrando con su música hacer la vida más agradable a miles de seres humanos, podemos asegurar, como decía Miguel de Unamuno, que ludwig van beethoven fue nada menos que todo un hombre. Un grande y genial hombre, cuyo interior, desgraciadamente, conocemos todavía muy poco y al que tenemos que seguir intentando comprender escuchando su música extraordinaria y maravillosa, para poder captar, a base de oírla atenta y repetidamente una y otra vez, lo que él nos quiso transmitir. Así quizás lleguemos a entender la grandeza de su alma y de su espíritu superior, esa chispa divina que todos llevamos dentro, y que es realmente lo que nos otorga nuestra condición de seres humanos.

 

Bibliografía:

Andrés Ruiz Tarazona: Beethoven, el espíritu volcánico, ed. Real Musical 1975.

– Jan Swafford: “Beethoven”, ed. Acantilado 2014

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