La ciencia es una construcción humana cuyo propósito es explicar el funcionamiento del mundo. La vanidad y el ego humano crean la ilusión de que estamos desvelando, poco a poco, las leyes de la naturaleza. Sin embargo, todas las leyes descubiertas, aunque sean extraordinarias, como por ejemplo las leyes de Newton o la teoría de la relatividad de Einstein son válidas solo dentro de determinados límites. Siempre habrá algo sin respuesta con nuestras teorías y que llevará a otras nuevas teorías.
La visión que tenemos del mundo depende de aquello que podemos ver o medir. La teoría geocéntrica en una prueba de ello. En verdad, debemos admitir que siempre habrá aspectos inalcanzables con nuestros instrumentos. Basta pensar que, dado que nosotros estamos dentro de la naturaleza, siempre habrá algo en su exterior que nos será desconocido.
La historia de la ciencia está llena de avances significativos, y aun así, se registraron atrasos provocados por equívocos, por prejuicios, por abordajes inadecuados, ideas fijas, resistencia al cambio o incluso por influencia social y cultural. De hecho, las creencias culturales o religiosas, cuando están profundamente arraigadas, son difíciles de erradicar. Del mismo modo, un número de evidencias insuficientes o poco convincentes puede conducir a un estancamiento de las ideas. En verdad, vencer la inercia de las ideas es todo un desafío.
En relación con esto mismo, conviene mencionar que los métodos usados en el desarrollo de la ciencia implican, muchas veces, procesos de tentativa y error. Una teoría puede ser ajustada o rechazada de acuerdo con la aparición de evidencias nuevas.
En este contexto, debemos afirmar que el hombre necesita ser más modesto y admitir que sabe poco sobre lo que le rodea. La humildad es una virtud importante que deben desarrollar los científicos, pues les permite reconocer que sus ideas pueden estar sujetas por limitaciones o directamente ser erróneas. Solo de este modo conseguiremos promover una búsqueda más eficaz del conocimiento.
La impronta que dejó la filosofía griega llevó a la fusión entre la verdad y la perfección. La creencia de que las leyes de la naturaleza pueden ser desveladas y de que la creación puede ser explicada condujo, y aún lo hace, a que muchos científicos busquen una teoría final enfocada en la unificación de todas las cosas. ¿Existirá realmente la misma o se trata apenas de una descripción más precisa de nuestra realidad?
Tales de Mileto (624 a. C.-546 a. C.), considerado el fundador de la filosofía occidental, dijo que «todo está hecho de una única sustancia», o sea, que ya defendía la unificación de la materia. Para él, todo lo que existe viene de esa sustancia y a ella vuelve. Para Tales, esa sustancia era el agua, pero algunos de sus seguidores (los jonios), aunque defendiesen la misma idea de que existía una unidad material, apuntaban a otros materiales como sustancia primordial. Por ejemplo, Anaxímenes (588 a. C.-524 a. C.) defendía que esa sustancia era el aire.
Más tarde, Pitágoras (570 a. C.-495 a. C.) juntó la idea de Unidad con la matemática, creando el concepto de que todo en el mundo natural puede ser descrito por la matemática, explicando de esta forma la perfección, simplicidad y belleza de la naturaleza. Así, para los pitagóricos, la esencia del mundo estaba en los números y no en una sustancia primordial, como preconizaban los filósofos jónicos.
Platón (427 a. C.-347 a. C.), a su vez, profundamente influenciado por las ideas de Pitágoras, dijo que el mundo sensible era una ilusión creada por nuestros sentidos. Para él, el mundo real era el mundo pensado y no aquel que vemos. De acuerdo con Platón, la más perfecta de las formas era el círculo, por lo que los movimientos de los habitantes del cielo debían de ser circulares, por ser la creación de Dios (el demiurgo). Teniendo en cuenta que el cosmos tenía que ser armónico y simple, tampoco había una razón para que la velocidad de los astros no fuera constante. El cosmos era una representación de la Mente Superior.
Las ideas de Plotino (205-270 d. C.) y de otros neoplatónicos permitieron que el pensamiento pitagórico llegase hasta el Renacimiento. El objetivo era, entre otros, demostrar la existencia de una relación estrecha entre la matemática y Dios.
Antes de Nicolás Copérnico (1473-1543), otros, como Heráclides del Ponto (387 a. C.-312 a. C.) y Aristarco de Samos (310 a. C.-230 a. C.) habían cuestionado el modelo geocéntrico y propuesto otras ideas. Sin embargo, estas nunca llegaron a ser aceptadas. Mientras, quince siglos de cristianismo cimentaron la idea de una Tierra en el centro del universo y esto intimidó a Copérnico, que vio así frenada su voluntad de denunciar los errores cometidos hasta ese momento, pues él mismo era consciente de que sacar a la Tierra del centro de todo causaría una enorme confusión, y que tal idea llevaría a una nueva visión del mundo y del hombre. Sus vacilaciones a la hora de revelar su teoría se debieron a que temía ser víctima del ridículo y del desprecio.
Destacamos que Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) afirmó la existencia de una fuerza mística que era la causa de los movimientos de los astros alrededor de la Tierra. Esta idea fue aceptada por teólogos que creían que la fuerza mística podía ser debida a ángeles. Así, desafiar las ideas de Aristóteles era desafiar y cuestionar la autoridad de la misma Iglesia.
Se sabe que la relación entre la Iglesia y la ciencia a lo largo de la historia fue compleja y multifacética. Varios conflictos entre ambas fueron originados por cuestiones filosóficas y teológicas. En este caso, el geocentrismo estaba en concordancia con una interpretación literal de algunos textos bíblicos. Por ello, la visión heliocéntrica fue vista como una amenaza. Es evidente que el geocentrismo limitó el progreso en astronomía y la comprensión de la constitución del sistema solar.
Cuando Copérnico venció el miedo a divulgar sus ideas, lo hizo basado en la belleza y simetría preconizadas por Platón y Pitágoras. Los argumentos de Copérnico se basaron en una disposición de los planetas alrededor del Sol, en orden creciente de su periodo de traslación, contando desde el Sol. Sin embargo, su modelo no era perfecto y no conseguía hacer previsiones mejores de las posiciones de los planetas en el cielo que el modelo geocéntrico de Ptolomeo, con respecto a los mapas astrológicos. En aquella época, la astrología era de gran importancia.
Las ideas de Copérnico fueron rechazadas por los seguidores de Aristóteles, teniendo que enfrentar la resistencia de la Iglesia y de otros sectores de la sociedad, tal y como era de esperar, ya que veíamos girar la Luna alrededor de la Tierra, y, por otro lado, los objetos caían en dirección a la Tierra. Una vez más, los límites de nuestros sentidos eran causa de ilusión.
Dibujo del modelo heliocéntrico propuesto por De Revolutionibus orbium coelestium de Copérnico. Dominio público.
Sin embargo, Copérnico tenía una visión muy trascendente, pues en la página 31 de su obra De las revoluciones, junto a un esquema que ilustra su teoría y muestra los planetas en el orden correcto moviéndose alrededor del Sol, escribió lo siguiente: «Así [atendiendo a la posición central del Sol], no es insensato que haya sido designado lámpara del universo, o su mente, o su soberano. [Es] el Dios visible de Trismegisto…», evocando, de esa forma, el pensamiento hermético.
La filosofía oculta del Renacimiento se basaba, entre otras, en corrientes como el neoplatonismo y el hermetismo. Había sido redescubierto el Corpus Hermeticum (textos herméticos) a mediados del siglo XV.
En la visión hermética, Dios y el universo se funden y, de acuerdo con este pensamiento, los seres humanos poseen la centella divina y la mente de Dios. Son los únicos seres vivos capaces de alcanzar la divinidad.
El hermetismo tuvo una gran importancia en el Renacimiento, hasta el punto de que no es exagerado decir que promovió una cultura científica, habiendo contribuido en el avance de la ciencia. Muchos de los mayores inspiradores de la ciencia del Renacimiento produjeron sus obras gracias a la pasión que sentían por lo esotérico. Este es el caso, por ejemplo, de Isaac Newton (1642-1727).
También Copérnico estaba familiarizado, muy probablemente, con los textos herméticos, pues en estos aparecen las mismas ideas, a saber, los movimientos de rotación de la Tierra y de los otros planetas sobre su eje, así como su movimiento de traslación alrededor del Sol.
En la filosofía hermética, el Sol asume un lugar destacado, y es nombrado como «Dios visible» o «segundo Dios». En la civilización egipcia, Atum era un dios oculto, invisible, siendo Ra su manifestación visible, o sea, el real Sol dorado. Así, si Atum simbolizaba el centro de la creación, el Sol entonces tenía que representar el centro del cosmos, siendo este perceptible para los seres humanos. En el decimosexto tratado hermético podemos leer: «Pues el Sol se sitúa en el centro del cosmos, usándolo como una corona». Y también: «Alrededor del Sol están las ocho esferas que de él dependen, la esfera de las estrellas fijas, las seis de los planetas y la que rodea la Tierra». Las esferas que son mencionadas aquí representan el concepto actual de órbitas. En el antiguo sistema de Ptolomeo, las esferas circundan la Tierra, con el Sol teniendo su propia esfera asignada.
Sabemos también que, no obstante su teoría heliocéntrica, Copérnico no abandonó la idea de epiciclos que había creado Ptolomeo, pues las órbitas, que se pensaban circulares, no conseguían explicar todos los movimientos planetarios observables.
Otro astrónomo importante fue el alemán Johannes Kepler (1571-1630). Es la persona que más se ha dedicado, en la historia, a buscar la precisión absoluta. Podemos considerar que él mismo es un símbolo del héroe solitario, que se enfrentó a todo por buscar la verdad. Dotado de una fuerza y pasión propias de muy pocos, estaba tan obcecado por las mediciones que llegó a determinar su propio momento de gestación con un error del orden de un minuto. Calculó que el mismo fue de 224 días, 9 horas y 53 minutos, ya que nació antes de tiempo. Era tan preciso que elaboró las tablas astronómicas más exactas de su tiempo, y su trabajo contribuyó a que fuera aceptada la teoría heliocéntrica de Copérnico.
Kepler tenía en común con Copérnico el hecho de ser un hombre extremamente religioso. Como tal, consideraba un deber buscar el entendimiento del universo que Dios había creado. En oposición a la vida de Copérnico, la de Kepler fue muy atribulada. Siempre luchó contra la falta de dinero, trabajando en el área de la astrología para superar este problema. Además de esto, tuvo que enfrentar la muerte de algunos hijos, e incluso, defender a su madre, que había sido acusada de practicar la brujería y que casi fue condenada a muerte en la hoguera.
Tycho Brahe (1546-1601) le contrató para que le ayudara a interpretar los datos que este último había registrado durante mucho tiempo respecto al movimiento de los cuerpos celestes, y especialmente en lo referente a Marte, cuyo movimiento era difícil de entender para los astrónomos de la época. Fue a partir de los registros del movimiento de Marte de Tycho Brahe como Kepler descubrió que la trayectoria de los planetas era elíptica, o sea, su primera ley. Este descubrimiento dio más consistencia matemática a la teoría de Copérnico.
(1) Las órbitas son elipses, con puntos focales ƒ1 y ƒ2 para el planeta 1 y ƒ1 y ƒ3 para el planeta 2. El Sol está en el punto focal ƒ1.
(2) Los dos sectores sombreados A1 y A2 tienen la misma superficie, y el tiempo que tarda el planeta 1 en recorrer el segmento A1 es igual al tiempo que tarda en atravesar el segmento A2.
(3) La relación entre los periodos de los planetas 1 y 2 está en la proporción a13/2: a23/2 Solo después de que el trabajo de Kepler hiciera que el modelo heliocéntrico fuera más preciso y el de Newton lo completara con sus leyes del movimiento, el modelo geocéntrico finalmente perdió toda credibilidad.
En su libro Mysterium Cosmographicum, Kepler presenta un modelo del sistema solar construido por cinco sólidos geométricos (los sólidos de Platón), encajados unos en los otros e intercalados con esferas (figura 1)
Esta idea le surgió cuando daba una clase de geometría en Graz, al diseñar un triángulo equilátero dentro de una circunferencia y otra circunferencia dentro del triángulo. Verificó que la relación entre los radios de esas circunferencias era la misma que la que había entre los radios de las órbitas de Saturno y Júpiter. Transfiriendo esa idea a los cinco sólidos de Platón, Kepler creía que esa armonía geométrica justificaba el hecho de que solo existiesen seis planetas: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno, separados por cinco espacios diferentes.
Este modelo representa aquello que Kepler consideraba el esquema de la creación, o sea, la mente divina. El astrónomo tenía la convicción de que Dios estaba por detrás del modelo heliocéntrico y que, por ese motivo, tenía que presentar proporciones divinas. Su convicción era tan fuerte que llegó hasta el punto de relacionar el universo con la Santísima Trinidad, con Dios (el Sol) en el centro, irradiando luz en todas las direcciones. Basándose en esa idea, la esfera de las estrellas fijas estaría ejerciendo el papel de frontera del cosmos en la periferia y ahí se encontraría el Hijo. Finalmente, en el espacio interior, o sea, en la región en que la luz se propagaría desde el Padre al Hijo, se encontraría el Espíritu Santo.
Kepler debe de haberse inspirado probablemente también en las obras de Hermes Trismegisto, pues en su obra Harmonices Mundi («Armonía del mundo»), aparece la siguiente afirmación: «Después de que el puro Sol de ese maravilloso estudio comience a brillar, nada me retiene; es un placer rendirme al frenesí inspirado, es un placer provocar a los mortales con el cándido reconocimiento de que robo las naves doradas de los egipcios para con ellas construir un tabernáculo a mi Dios, lejos, bien lejos de las fronteras de Egipto. Si me perdonares, me alegraré; si me reprobares, aguantaré. El dado ha sido lanzado, y yo estoy escribiendo el libro; si para ser leído ahora o en la posteridad, no importa. Él puede esperar un siglo por un solo lector, tal y como el mismo Dios esperó 6000 años por un testigo».
No obstante haber probado que las órbitas planetarias eran elípticas y no circulares, Kepler mantuvo la convicción de que su modelo geométrico era el código del cosmos. Escribió, en la segunda edición de Mysterium Cosmographicum, la siguiente nota: «Cuando Dios determinó el orden de los cuerpos celestes, tenía en mente los cinco sólidos regulares, famosos desde los tiempos de Pitágoras y Platón hasta nuestros días». Kepler creyó siempre en Pitágoras, y uno de los objetivos de su vida fue la búsqueda de una armonía celeste.
Estaba equivocado, pero profundamente convencido de que tenía razón. Sin embargo, este error fue el que le permitió la carrera de astrónomo. De hecho, Kepler quería abrazar una carrera en la Iglesia. Pero la vida le hizo dar muchas vueltas y su fuerte convicción lo condujo al área de la astronomía. Escribió: «En toda mi vida siempre quise ser teólogo. Sufrí mucho con este cambio de dirección tan inesperada. Pero ahora, finalmente, comprendí que puedo loar a Dios de otra forma, por medio de mi trabajo en astronomía».
Kepler creía fervorosamente en la armonía y en la simetría estética y todos sus descubrimientos están vinculados con su visión de Dios.
Su error fue haber considerado, con total convencimiento, que su modelo era perfecto. Finalmente, podemos asegurar que Kepler creyó haber descubierto una teoría final. Su deseo de que el universo fuera preciso, simétrico y perfectamente geométrico lo cegó ante la posibilidad de haberse equivocado, debido a las limitaciones que son y serán siempre inherentes a la ciencia.
Sin embargo, fue gracias a esa búsqueda, en forma de un sueño pitagórico, en el que combinaba Dios y misticismo matemático, como formuló sus leyes, usadas aún hoy en astronomía.
Irónicamente, probó que las órbitas planetarias son elípticas, cuando defendía que el círculo era la más perfecta de las formas. De algún modo, tuvo que abandonar su sueño de perfección para aproximarse a la verdad.
En su epitafio (escrito por él mismo), puede leerse: «Me acostumbré a medir los cielos; pero ahora debo medir las sombras de la Tierra. A pesar de que mi alma sea del cielo, la sombra de mi cuerpo yace aquí».
Bibliografía
Aos ombros de gigantes, Stephen Hawking.
O Universo proibido, Lynn Picknett e Clive Prince.
Criação imperfeita, Marcelo Gleiser.