Homo sum, humani nihil a me alienum puto
(Hombre soy, y nada humano me es ajeno)
El 29 de septiembre del año 2014 celebramos el 50 aniversario de Mafalda. Es sorprendente cómo un personaje imaginario anuda en sí más realidad aún que personajes históricos cuyos nombres, rasgos y hazañas rápidamente se diluyen de la memoria colectiva; cómo un personaje desde el reino de la imaginación —¿de alguien o de todos?— se va cristalizando, adquiriendo peso, gracias a que pulsa misteriosas cuerdas de nuestra intimidad, más o menos psíquica, más o menos espiritual. Estos personajes, verdaderos mitos despojados de historia, responden a ciertas necesidades de nuestra alma colectiva y despiertan una sonrisa cómplice, una familiaridad; encarnan en simpáticos gestos una luz que nos guía. O una voz de protesta que sirva como escudo contra los vientos apestados del mundo (brutalidad, egoísmo, codicia, furias desatadas, odios e indiferencia estúpida) que nos quieren robar el más sagrado de los fuegos, el que ilumina nuestra verdadera naturaleza; nos quieren robar la humanidad.
Si hay una máxima de vida que caracterice a esta simpática y eterna niña, siempre rebelde a las injusticias y a la violencia, es la que aparece al comienzo de este artículo: «Soy hombre, y nada humano me es ajeno», atribuida al escritor latino Publio Terencio Africano, en su comedia El enemigo de sí mismo, y que tantos autores clásicos hicieron propia, como el mismo Séneca, quien escribió maravillosos comentarios filosóficos sobre la misma. Y es que Mafalda, desde el reino de los sueños, recuerdos y esperanzas, y en la dimensión plana de las viñetas de prensa, alza su voz contra la deshumanización y no deja que cerremos los ojos ante las incoherencias del siglo.
Fiel a la naturaleza humana, su querer saber es insaciable, como el fuego que consume la madera. Fiel a la naturaleza humana, quiere ser ella misma quien tome, libre, las decisiones, y no que la empujen como un bulto. Fiel a la naturaleza humana, a la más profunda, le duelen los dolores del mundo, y también los del prójimo en la calle. Fiel a la naturaleza humana, no quiere ser carne de sociedad de consumo, y se queja amargamente de que los medios envilecidos de comunicación nos digan: «compren, usen, beban, experimenten» de modo imperativo; y se pregunta «qué somos» y se responde a ella misma: «aquellos malditos saben perfectamente que no lo sabemos», y es así, solo así como nos pueden manipular. Fiel a la naturaleza humana, sabe que la gran dádiva es el tiempo que se nos ha dado, y el gran engaño, que no nos dejen vivirlo según la verdad que somos, obligándonos a vivir como corderos cuando somos leones, como gallinas cuando somos águilas, como esclavos asustados cuando debemos ser reyes de nosotros mismos; que es como Mafalda se siente. ¿Quién sino alguien con alma de rey, se sube a un taburete y dice con megáfono: «Vaya mi saludo para todos los pueblos de Occidente, vaya mi saludo para todos los pueblos de Oriente»? Claro, después, al oír un eco débil, dice: «Rebotó en la maldita cortina de hierro» [que hace referencia a la del mundo soviético de antaño].
Fiel a la naturaleza humana, sabe, por ejemplo, que se puede fumar, pero no que el cigarro nos fume a nosotros; y que si todo sirve para algo, nada sirve para todo, gran enseñanza que evitaría muchas idioteces, pues ni la Biblia sirve para todo. Fiel a la naturaleza humana, está dispuesta, arremangándose, para empujar el mundo hacia el verdadero progreso y que no se estanque en los lodazales, que ella no puede dejar de identificar con la sopa que es obligada a tragarse. Fiel a la naturaleza humana, sabe que «nada hay tan publicitario como la primavera» y que lo importante es abrirse a sus vientos de renovación, y no simplemente esforzarse, momias andantes, en intentar llegar a la próxima. Fiel a la naturaleza humana, es patriota, y ama la tierra en donde nació, como una madre que amamanta; y la besa el día en que se conmemora a su país, y no reniega de él. Y si critica ferozmente al comunismo, el dragón rojo de su tiempo, y al liberalismo económico, es, entre muchas otras cosas, porque son apátridas y devoran las vidas y conciencias de sus víctimas. Desprecia a Manolito, un «cabeza cuadrada» cuyo único ideal es enriquecerse a cualquier precio, porque al contarles una historia o una novedad, introduce propaganda de la mercería de su familia… Y a nosotros, ¿hay algo que nos cuenten que no sea mentira, o que no esté manipulado bajo oscuros y no revelados intereses, o interrumpan la historia con «beba E, compre D, venga a K»?
Hemos llegado al extremo de que aceptamos como natural y casi válido que todo asunto humano se halle mezclado, o mejor dicho, corrompido por los intereses codiciosos de unos u otros, cuando precisamente lo que nos hace seres humanos de verdad es ÚNICAMENTE lo que está más allá: y Mafalda bien que lo sabe, bien que lo vive y bien que lo enseña. Y es que necesitamos carne y sangre para ser humanos, pero no es la carne ni la sangre lo que nos hace humanos: nunca lo fue, y nunca lo será; lo que nos hace humanos es la conciencia moral, crucificada en la vida y libre, como ave en el cielo, tras la muerte. En una viñeta, Manolito le pregunta a Mafalda qué está mirando, y ella le responde que el cielo. «¿Y por qué?», continúa su amigo, «¿qué hay en él?»; y ella dice que nada, pero que es bello mirar el cielo. Después de una viñeta en que Manolito queda sorprendido y en silencio mirando también, dice, al final: «Bien, además de ser una manera azul de perder el tiempo… ¿qué tiene de bonito?».
Mafalda sabe que todo tiene su significado, su valor intrínseco, y como joven filósofa, mira, escruta, piensa, relaciona, vuelve a mirar, quiere entender y vivir el misterio que hay detrás de todo, aunque este le sea negado. Sabe que está allí, esperando, y la belleza es la prueba, y la justicia su sustancia misma: su mundo es de realidades y los valores eternos que las sustentan, no es un mundo de madres e hijos solo, como el de Susanita, o de centros comerciales, el ideal de Manolito, ni tampoco los ensueños vagos y poco firmes de Felipe. Ella quiere saber lo que es todo, aquello que hace que sea lo que sea, su valor intrínseco, repito, que no es su «precio», valor de mercado, de relación ficticia. En una ocasión, su hermanito Guille está a punto de tirar un jarrón y Mafalda le reprende y le dice que tenga cuidado, que es «muy caro»; y Mafalda se recrimina a sí misma diciendo, «pero qué he dicho», «qué adultez», pues en el mundo de los adultos, en este mundo de sueños pulverizados, se quiere que todo tenga un precio, aun el amor, la amistad, la fe, etc.
Muchas de las viñetas de Mafalda parecen los famosos enigmas o koan del budismo zen, sorprenden la imaginación y obligan a la inteligencia a volverse hacia sí misma, ¡y cuánto dicen con tan pocas palabras e imágenes tan tiernas! En una viñeta, Miguelito y Mafalda ven pasar a un bebé en su carrito. En la siguiente, a otro. En la tercera, Miguelito le dice a Mafalda que estaba pensando en su hermanito (el de Mafalda), que también él va a tener que pasar los primeros meses como los niños que vieron, acostado y durmiendo. Mafalda responde que no puede ser de otra manera, «que nadie tiene tanta fuerza de ánimo para aceptar de pie la idea de tener que vivir en un mundo como este».
Hay en Mafalda, en medio de su rebeldía, mareas de gratitud hacia su tierra, hacia la naturaleza, hacia sus padres… de una gratitud profundamente humana sin la cual no podemos vivir. Y ¿cómo puede haber gratitud sin el instinto de alma que sabe que la vida tiene sentido, que no es una suma quebrada y caótica de hechos casuales?
Mafalda es global, se preocupa siempre por la condición humana, no por la de un partido o una secta. Le «duele el mundo entero», aunque el enfermo sea un país u otro, pues ser humano es no ser sectario. El otro no es mi enemigo a priori: todo lo contrario, es con el otro —pues solo yo no puedo— como hacemos el mundo, y es lo solidario y la cooperación lo que nos hace fuertes. Es la ignorancia la que hace nacer, la que despierta a los monstruos del odio y el miedo, haciéndolos salir de sus pantanos inmundos y lodosos. Y el alma y las preguntas, y la actitud misma de Mafalda, quieren encender una luz en la oscuridad de esa ignorancia. Ser humano es reconocerse a sí mismo y, por tanto, no culpar siempre a la circunstancia, y saber que solo a veces ella es el infierno (varios años más y Mafalda habría sabido que aun de ese «infierno a veces de lo que nos rodea», somos nosotros no solo las víctimas, sino también los artífices).
En una viñeta aparece Mafalda, acostada, pensando que «esta mañana, la profesora pensó que era la que estaba hablando y me reprendió; al mediodía, llegué a casa y mi mamá había hecho sopa; por la tarde, apareció Susanita, pusimos el tocadiscos y ella rayó el long play de los Beatles; de hecho… este fue uno de aquellos días en que el infierno fueron los otros». ¡Qué sabia reflexión!, o sea, «uno de aquellos días», porque todos los otros, el infierno somos nosotros.
Admirada Mafalda, sabemos que podemos hacer un mundo nuevo y mejor con Felipes, Susanitas, Miguelitos y aun Manolitos. Pero tendrán que ser como tú los que eleven (sabiamente y protegiendo a los débiles y desamparados) los cetros del poder y la responsabilidad. Como tú, enamorada de la verdad, inconforme con las opiniones dogmáticas, sensible al dolor ajeno, interiormente libre y fuerte y con un poderoso amor a la justicia; no los encantadores de serpientes, de lenguas falaces y miradas oblicuas, que han convertido la promesa de belleza que es el mundo en un laberinto de pesadillas.