Naturaleza — 1 de octubre de 2024 at 00:00

Los ciclos inteligentes de la naturaleza

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El lema «Hacia la unidad por la diversidad», escogido por la organización Nueva Acrópolis para orientar sus programas y proyectos de acción, engloba dos de las ideas más universales del conocimiento humano, complementarias ambas, la «unidad» y la «diversidad».

La idea de unidad se fundamenta en una realidad presente en la ciencia, en el arte o en la mística, tal cual es que todo el universo participa de los mismos principios y leyes, de tal manera que el movimiento, la acción del propio universo, está condicionada al cumplimiento de estos principios, y así puede afirmarse que todo tiende a la unidad.

Unidad no es uniformidad sino plenitud. La uniformidad prescinde de la totalidad en un proceso excluyente de simplificación; sin embargo, la unidad es incluyente, requiere la integración de todos los elementos.

En relación con la naturaleza, la idea de unidad se percibe en la vida en la Tierra. Lo podemos apreciar de manera subjetiva cuando nos integramos en cualquier paisaje, y la ciencia ecológica ha ido descubriendo y describiendo cómo los distintos ecosistemas de la biosfera se interconectan en un todo único. Incluso hace medio siglo se propuso una hipótesis que ponía el énfasis en este carácter unitario de la vida en nuestro planeta. Dicha hipótesis, que sigue siendo escenario de debates científicos, se llamó Gaia, en honor a la diosa griega de la vida en la Tierra, y en un intento de reunir evidencias que la demuestren como teoría (considerada ya como tal por algunos científicos), se han descubierto muchos ciclos naturales a escala planetaria.

La hipótesis o teoría Gaia (depende del enfoque) plantea un sistema planetario de autorregulación de las condiciones necesarias para el mantenimiento de la vida. Las evidencias físicas y químicas apuntan al hecho de que la temperatura media del planeta, en función de su tamaño y la distancia al Sol, debería ser mucho más inhóspitas, incompatible con la inmensa mayoría de formas de vida. Lo mismo ocurre con la composición de gases de la atmósfera, que en la actualidad dista mucho de la que debería ser.

Ante estos hechos, James Lovelock planteó en la década de los setenta del siglo pasado una hipótesis mediante la cual el conjunto de la biosfera mantiene las condiciones planetarias óptimas para el desarrollo de la vida de las incontables especies que constituyen la totalidad de ecosistemas, siguiendo un modelo global de carácter cibernético, mediante la conjugación de numerosos bucles de retroalimentación. Esta es la hipótesis Gaia, que atentaba contra el corazón mismo del paradigma de la biología evolutiva, y por lo tanto, es rechazada por la mayoría de los científicos actuales, aun cuando se siguen encontrando descubrimientos que apuntan en la dirección de Gaia.

Sin querer entrar al debate científico, lo cierto es que muchos de estos ciclos encierran un grado de ajuste para mantener las condiciones vitales óptimas del planeta que desafían las probabilidades del azar.

La vida en el planeta es una y se percibe en infinidad de seres y formas, todos necesarios para constituir esta unidad. La tendencia de Gaia es mantener la unidad de vida en el planeta, y recrea continuamente las condiciones necesarias para ello. El rasgo más llamativo que desencadenó la formulación de la hipótesis fue el mantenimiento de la temperatura del planeta, la cual debería ser de más de quince grados bajo cero de media según nuestra distancia al Sol y el tamaño de la Tierra. Sin embargo, desde hace cientos de millones de años se mantiene en una franja estable, ni muy alta ni muy baja, aun cuando nuestra estrella ha ido incrementando paulatinamente la cantidad de calor con la cual baña al planeta en un 25% desde hace 3500 millones de años.

Los mecanismos para mantener la temperatura en una estrecha franja, óptima para la vida tal y como se expresa en la biosfera, son complejos y se apoyan en la composición de la atmósfera, muy distinta a la que debería tener el planeta si no hubiese la vida que describe la biología, composición que es producto de la biosfera y que permite, entre otras cosas, que se produzca el «efecto invernadero».

Se han descrito también mecanismos biológicos implicados en la formación de nubes y en la circulación de los elementos primordiales para los cuerpos de los organismos, como el carbono, el fósforo, el nitrógeno, el azufre, el oxígeno.

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Entre los actores principales de este gigantesco sistema de autorregulación se encuentran los seres vivos más anodinos, las bacterias y los hongos, de cuyas características se están descubriendo circunstancias sorprendentes que llevan a plantear la existencia de coordinación a niveles superiores al individual, contribuyendo al mantenimiento de muchos de estos ciclos imprescindibles para Gaia.

En la conformación de todos estos ciclos se percibe un desarrollo inteligente, hay una estructura inteligente.

Cuando en un objeto percibimos cualidades como masa, densidad, dureza o peso, decimos que es un objeto material. De igual manera, si detectamos las cualidades de la inteligencia en algo, diremos que se trata de una realidad inteligente.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la segunda acepción de la palabra inteligencia es ‘capacidad de resolver problemas’, y eso es lo que se observa en la dinámica que muestra la vida sobre la Tierra, la capacidad de resolver problemas.

Que todo sea consecuencia del azar tiene una probabilidad tan baja que raya lo absurdo. Pero no se trata, en el otro extremo, de recurrir a la figura de un ser superior antropomorfo que se conduce de manera personalista y caprichosa para explicar la presencia de inteligencia en Gaia.

¿No podemos admitir que tal y como existe la realidad material que percibimos gracias a sus cualidades, existen otras realidades, como la inteligencia, que también se percibe por sus cualidades? No se trata de la inteligencia humana o de un sucedáneo suyo, como la «inteligencia artificial», sino de algo mucho más amplio y global, la «capacidad de resolver problemas».

De esta manera, la vida en su conjunto, guiada por los principios y leyes universales, estaría dotada de la capacidad de articular inteligencia para «resolver los problemas» que le impiden constituir la unidad. Así, la vida en su conjunto, actúa como un agente, capaz de articular los mecanismos necesarios para la preservación y mantenimiento de los principios universales. Y simbólicamente ha sido representada como la Madre Tierra de tantas culturas y civilizaciones con innumerables denominaciones.

El paradigma científico actual, basado en el reconocimiento exclusivo de la realidad material, acumula cada vez más descubrimientos en diferentes áreas, como la física cuántica, las experiencias post mortem, los fenómenos Psy o la presencia de rasgos inteligentes en seres simples, descubrimientos que no encuentran encaje en los postulados del paradigma materialista y que reclaman una ampliación del mismo al reconocimiento de realidades no materiales, que algunos plantean como campos de información, íntimamente unidos a los campos de magnitudes físicas. Muchas enseñanzas de la tradición oriental podrían inspirar en este camino.

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Mientras tanto, si admitimos que la preservación de la vida está promovida por la presencia permanente de los principios universales, el reconocimiento de esos mismos principios universales en nosotros y su toma de conciencia por nuestra parte serán la mejor manera de integrarnos en la oleada de vida que representamos por Gaia, de la que nunca deberíamos haber pretendido distanciarnos.

La idea de unidad de todo lo viviente, presente a lo largo de este artículo y apoyada en esas leyes y propiedades que caracterizan a la vida, se asocia desde un punto de vista subjetivo a la denominación «espiritual», palabra empleada también para referirse al «principio generador de algo». Por tanto, podemos afirmar, usando este lenguaje subjetivo, que nuestro lugar óptimo de relación con el resto de la naturaleza es la vivencia de esos principios universales en nosotros, nuestro ser espiritual.

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