Sociedad — 1 de diciembre de 2024 at 00:00

Del sillón al barro: una experiencia de voluntariado Dana en Valencia

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voluntariado Dana

A menudo, cuando tomamos una decisión importante, confluyen mil pequeños motivos difíciles de discernir en un momento. Las imágenes que nos llegaban de los devastadores efectos de la DANA en diversas poblaciones, principalmente de la provincia de Valencia, los testimonios surgidos de diversas fuentes espontáneas, que iban desde conocidos allí, pasando por las redes sociales en sus diversos sistemas, en aquellos canales que me son de más confianza… iba generando en mí un estado de ánimo que oscilaba entre la indignación, la compasión y la impotencia por no poder hacer nada.

El primer gesto que surge es hacer una donación económica, que, en mi caso, fue a la organización de voluntariado GEA (BIZUM 01428). Pero desde un cómodo sillón, en el descanso de la lectura de un absorbente libro, con una infusión en la mano, pensando en la cena y en el próximo capítulo de la serie que me tiene enganchado, un domingo por la tarde… tal vez no sea el momento más heroico de mi vida. Pero la conciencia es la conciencia y pincha donde más duele, en mis recuerdos de la última visita a la ciudad de Valencia, en las conversaciones mantenidas con amigos que se han visto literalmente afectado por las lluvias… Sabía que una simple donación no bastaba para aplacar esa oscura sensación de dolor por toda la información que me llegaba.

Movido por el ejemplo extraordinario de miles de espontáneos voluntarios que se echaron a la calle para ayudar, de otros muchos que cogieron sus coches y cruzaron carreteras con furgonetas, camiones y tráileres cargados de todo lo que en ese momento se necesitaba…, tal vez también por la inacción de la administración, más pendiente de sus luchas políticas, inexplicables en una situación así…, tal vez por todo eso y mucho más, tomé la decisión de ir a Valencia. Teniendo un coche, teniendo dinero, teniendo días de vacaciones, en resumen, no habiendo nada que lo impidiera, no podría perdonarme nunca no ir. Además de vivir esa experiencia de forma directa, sin ninguna mediación, verlo, vivirlo y contarlo, guardar en la retina y en el corazón todas las maravillosas experiencias que pude vivir.

Las primeras impresiones se empiezan a tener al ir llegando a Valencia. Apenas uno cruza los límites de la Comunidad Autónoma, empieza a observar los efectos de las riadas, que se van viendo con más claridad al pasar por poblaciones como Chiva. La misma autovía tenía tramos que fueron muy castigados por los efectos del barro y el agua. Era frecuente ver coches abandonados, descolocados por el empuje de las riadas. En otras zonas se habían empezado a apilar en un orden espectral de un desguace fantasma.

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Ya se empieza a ver desde esos primeros momentos lo que sería una constante: hombres y mujeres afanados en tareas de limpieza, con escobas, palas, algunas máquinas que facilitaban la labor, pero todos manchados de barro con las sempiternas botas de goma. Las marcas del barro, aun en la autovía, dejan entrever la altura del agua y lo trágico que debió de ser para aquellas personas que sufrieron la imprevisible sorpresa. Uno de los afectados, Vicente, que nos ayudó en una de las acciones que realizamos en la población de Montroy, nos contó que perdió un coche apenas estrenado hace tres meses. Que pasaron más de una hora atrapados él y su esposa viendo como el agua fría subía poco a poco hasta llegarles casi al cuello, tratando de llamar a los servicios de emergencia y a la policía local. Muchas de esas llamadas llegaron con cinco días de retraso debido a un fallo general en los sistemas de telefonía e internet, debido tanto a la saturación como al fallo de diversas torres de telefonía por el agua.

Mi llegada el domingo 10 de noviembre estuvo llena de contrastes. A la caída de la tarde, junto a las terrazas de los bares, entre copas y aperitivos, era frecuente ver pasar rostros de jóvenes cansados y llenos de barro en sus ropas, con su cubo y su escoba. Rostros cansados, pero detectando en ellos un gesto altivo, una mirada alegre y segura de haber cumplido con un deber para con sus semejantes, una deuda que nadie ha suscrito y que ha tocado en el corazón de muchos voluntarios, jóvenes la mayoría de ellos. Se habla de la generación de cristal para definir esas características de fragilidad de chicos y chicas que, aparentemente lo tienen todo. Ya sabemos que el agua puede arrastrar lo superfluo, pero puede dejar a la luz un corazón limpio y una generosidad luminosa. La tragedia nos habla a través del lenguaje de los elementos y deja espacio para lo esencial, para lo importante en la vida. Serán la generación de cristal, vale, pero cristal de roca, dura ante la adversidad.

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Marina, una voluntaria que se unió a nuestro grupo en la acción en Montroy, nos contaba que, como tantos compañeros suyos (ella estudia Ingeniería Civil), en la facultad les facilitaros algunos EPI, escobas y botas de agua. Con eso cruzaron uno de los puentes que unen Valencia con las poblaciones afectadas y se pusieron a limpiar en las primeras casas o locales que iban encontrando. Sin organización, sin planificación.

Cuenta que de vez en cuando aparecían los propietarios y, al verlos trabajar, se echaban a llorar. Me lo contaba con una emoción contenida y serena. Y si hubo muchos errores en esos momentos por falta de guía y conocimiento, bastaba el gesto de esperanza de que aún hoy tenemos la capacidad de ayudarnos unos a otros en los momentos difíciles.

Mi talante escéptico y un tanto pesimista se vio superado ante gestos así. Sin duda, al menos en esta parte del mundo que llamamos España, brotan gestos de un heroísmo cotidiano que es la mejor afirmación de la vida y la fraternidad entre seres humanos que sufren. Luego llegan los políticos y tratan de imponer otro discurso (ahora se llama relato) y contar las cosas ajustadas a sus intereses. Pero la espontaneidad de tantos gestos en todos los rincones de España revela algo muy profundo de los lazos que nos unen y de la identidad de nuestro ser.

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Yo pude contemplar que esta tragedia ha puesto de relieve dos mundos cada vez más opuestos: el del discurso dominante, el de los reglamentos y leyes que no se aplican, el de las administraciones, políticos y medios de comunicación, por un lado. Luego, estaba la realidad de voluntarios, afectados y víctimas, personas que querían ayudar por encima de todo, organizaciones de voluntariado, empresas que donaban dinero y recursos. Todo en una amalgama cuyo nexo ha sido una constante generosidad y entrega muy por encima de las administraciones que tenían los recursos. Una reacción espontánea de personas sin logística, apenas sin formación, sin organización, que se lanzaron a aliviar el dolor de quienes sentían muy cerca a pesar de que pudieran mediar cientos de kilómetros.

Hubo conversaciones mantenidas con los responsables de las dos asociaciones que se unieron hace meses en un convenio de colaboración que se ha visto sellado con fuego en este suceso trágico. Se trata de la Organización de Voluntariado GEA y de la Escuela de Filosofía Nueva Acrópolis. Esta última mantiene un bonito proyecto humanitario, la Despensa Solidaria, que comenzó hace ocho años como un comedor social y que, por eficacia y no sin dificultades, reúne donaciones de distintas empresas muy conocidas en la zona, además del aporte del trabajo de voluntarios que llevan meses y años colaborando sin descanso de lunes a sábado para entregar comida a muchas familias necesitadas.

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Angelina Molina, como responsable de GEA en España, José Manuel Alabau como director de Nueva Acrópolis en Valencia y Marian Martínez, como encargada de la Despensa Solidaria, me contaron muchas cosas. Pude ver la otra cara de la tragedia pero desde el trabajo que impulsa la gestión de los escasos recursos de que disponen. Ellos han hecho un alto en sus trabajos para poder enfrentar los primeros momentos de esta crisis y hacer un llamado a todos los voluntarios que manifestaron su deseo e intención de acudir a ayudar, tanto de GEA como de NA, de distintas provincias. También vi la coordinación administrativa, canalizando los distintos recursos de que se disponían, las necesidades que iban surgiendo a cada momento, el dinero de los donantes que fluía desde diversos puntos de España, donaciones algunas muy generosas dentro de unos límites muy humildes.

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La experiencia nos dice que una voluntad decidida, un deseo de ayudar y una inteligencia puesta al servicio de estos fines pueden hacer que muy escasos recursos bien administrados puedan multiplicar su alcance hasta niveles insospechados. Esta crisis ha puesto en evidencia la mala reputación de afamadas instituciones muy bien financiadas pero que se sabe que pierden esa energía en recursos propios. No es criticar, es la realidad. Y hay que decirlo.

El deseo de ayudar es un poderoso vínculo que une destinos y corazones. La mañana del lunes estuve con ellos de observador, no había ninguna acción planificada para ese día. Pero el trabajo de coordinación es tan necesario como el llevar alimentos o barrer el fango. Hay muchas personas que quieren ayudar, pero no saben ni dónde ni cómo; hay muchas empresas que ofrecen sus recursos, pero ¿a quién destinarlos que inspiren confianza? Hay administraciones que tienen conocimiento de posibles víctimas o destinatarios de esas donaciones. Unir estos tres aspectos es la tarea de este corazón organizativo, donde las horas pasan volando conectados al teléfono y a internet. Bolígrafos, cuadernos, teléfonos móviles y ordenadores portátiles… y ganas, muchas ganas trabajar. No se necesita más.

La experiencia en la asistencia a otras catástrofes (Nepal, Haití, Indonesia) por parte de Angelina, los ocho años de experiencia de Marian en la Despensa Solidaria con una red de contactos afianzada durante este tiempo, más la formación filosófica en valores y la experiencia de José Manuel dirigiendo una Escuela de Filosofía con más de cien miembros y un grupo de WhatsApp con más de 300 voluntarios de distintas procedencias, ha sido la base para afrontar esta nueva situación en nuestro país y dar los primeros pasos con la suficiente seguridad para que desde el primer momento se vean los resultados.

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El fin de semana del 9 y 10 de noviembre se participó en una importante acción consistente en la limpieza de un Instituto de Enseñanza Media (IES Salvador Gadea). El sábado fueron 180 voluntarios. El domingo, más de 90. Se colaboró con la Unidad de Emergencias del Ejército Español. El instituto quedó operativo para el inicio de las clases esa semana, tal vez para disgusto de algunos alumnos, pero señal de que poco a poco se puede ir alcanzando un poco de normalidad dentro del desastre.

Las inundaciones motivadas por una DANA dejan muchas víctimas que nunca recogerán las estadísticas. Es cierto que hubo poblaciones muy castigadas, pero en lugares insospechados podías encontrarte familias que sintieron que parte de sus casas se inundaban por el agua. Una trabajadora de ese instituto, a través de su director, nos hizo llegar una petición desesperada de ayuda, pues estaba alejada de todo el foco de atención que hemos visto reflejado. Viven ella y su familia en Montroy, una población de más de 2800 habitantes en la comarca de la Ribera Alta, a casi 40 km de Valencia capital. Por suerte, el agua apenas llegó a la vivienda, pero sí a unos bajos que servían de trasteros, uno de ellos con un pequeño gallinero. El agua lo inundó todo hasta el techo matando a las gallinas y dejando todo cubierto de barro cuando las aguas bajaron. Una mala planificación urbanística hizo que un colector natural que daba al río Magro se estrechase por obras, dejándolo casi inútil. La torrentera de agua y barro hizo el resto y ocasionó que esta familia perdiese casi todos sus enseres, que guardaban en dichos bajos.

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Se une además que de esa población, aunque no demasiado castigada, sí parece que los recursos del Ayuntamiento, creemos que escasos, se utilizasen en otras necesidades más prioritarias. El equipo de voluntarios que fuimos a ayudar no entramos en valoraciones, más bien nos planteamos los objetivos a conseguir y, una vez allí, evaluar cuál es la forma más eficaz de empezar a trabajar. Esta acción duró tres días, con equipos de voluntarios siempre entre ocho y diez componentes. Como una pequeña legión extranjera, cada cual hijo de su estirpe, nos encontramos allí a mecánicos, funcionarios, un profesor holandés jubilado, estudiantes de diversas nacionalidades, autónomos. Todos con nuestra nueva uniformidad: botas de agua, escobas o palas, cubos de plástico, los EPI o monos de trabajo, gafas de plástico, mascarillas, guantes, muchas botellas de agua y bocadillos.

No sé muy bien la razón de por qué cuando uno hace voluntariado siempre está de buen ánimo. Supongo que porque uno viene a esto de forma voluntaria, no a regañadientes, como en un trabajo que no te gusta. Puede que sea porque las acciones son siempre puntuales, aunque se puedan mantener en el tiempo varios días, incluso semanas. Se añade además que el perfil del voluntario está ya predeterminado por el deseo de ayudar y eso genera un estado de ánimo proclive al buen humor y a soslayar cualquier roce que supone la convivencia. A lo mejor es debido a que uno comparte situaciones extraordinarias, situaciones límite, donde uno termina por priorizar lo verdaderamente importante ante el dolor visible del prójimo. ¿Y si lo tenemos escrito en lo más profundo, una suerte de imperativo moral que nos impulsa a prestarnos para aliviar el dolor y que el altruismo es un verdadero rasgo que nos hace humanos, como la risa y el sentido de lo trascendente? Lo desconozco, pero es una realidad que se comenta a menudo cuando uno termina el día con el cuerpo dolorido por el esfuerzo físico. Al final hay un humor que se contagia a todo el mundo y es muy grato de compartir.

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En Montroy, lo que al comienzo se parece a uno de los trabajos de Hércules, la limpieza de los establos de Augías, cuando nos lanzamos al tajo y poco a poco vamos cogiendo ritmo, vemos que, a las pocas horas, el trabajo avanza con mucha rapidez. El barro y el agua que parecían no terminar nunca empiezan a ceder y dejar visible todo lo que ocultaban, trastos ya inútiles, objetos de un pasado que de repente ya están camino de un vertedero cuando el tractor se lleva el remolque lleno. La fuerte impresión de fragilidad que he tenido estos días ha sido cuando acumulamos tantos objetos deteriorados por el agua y el barro, cargándolos en el remolque y el ver cómo se marchaban. No soy capaz de imaginar cuando lo que se llevan son tus pertenencias más personales, tu ropa, tus fotos, aquello que te rodea en la intimidad y conforma tu identidad como persona.

Hubo muchas más acciones: hacer llegar pan y huevos a los voluntarios de la barriada de La Torre, cuyo centro de reparto era la iglesia del barrio, conseguir colchones para viviendas que se habilitaron a toda prisa para reubicar a familias cuyas casas se inundaron, conseguir electrodomésticos básicos a familias que ya no disponían de ellos, valorar nuevas actuaciones para los muchos voluntarios que vendrían el siguiente fin de semana. Dentro de la crisis se puede observar que rápidamente uno se habitúa a lo extraordinario y nos damos cuenta de que somos más fuertes y resistentes de lo que nos hubiéramos podido imaginar.

Si pudiera resumir en una frase lo vivido en apenas una semana sería la siguiente: el deseo de aliviar el dolor del prójimo, guiado por una firme voluntad, unido además al sentido práctico para resolver los obstáculos que aparezcan en el camino, es un poderoso recurso del que todos disponemos. Si se le añade la unión fraternal ante la adversidad, nos hallamos ante uno de los motores que pueden transformar una sociedad para mejor.

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