Han pasado ya dos meses. La DANA entró en la provincia de Valencia dejando un terrible rastro de muertos y devastación, pero también un ejemplo en vivo de un pueblo trabajando día tras día para recuperarse dignamente del desastre. Con ellos, miles de voluntarios llegados de todas partes para prestar sus manos y su corazón estuvieron, y siguen estando, metidos literalmente en el barro.
Para este artículo hemos recogido unas pocas experiencias tanto de afectados como de voluntarios de la zona, pertenecientes en algunos casos a la Asociación de Voluntariado GEA y a la Escuela de Filosofía Nueva Acrópolis, aunque conviene recordar que han sido muchas las asociaciones, ONG, personal de emergencias, fuerzas del orden y demás, ya fuera a título personal o como colectivo, los que han estado desde el primer momento hasta la fecha, pala a pala, trabajando para que las poblaciones afectadas vuelvan a su ser y las personas a sus vidas.
Han pasado dos meses y los trabajos continúan. Como siempre, son las acciones las que demuestran el valor de las personas. Que estos pocos testimonios, recogidos de ciudadanos de las poblaciones afectadas y de algunos de los voluntarios que acudieron, sirvan como homenaje a todos los que dan sin pensar en lo que van a recibir a cambio.
Caterina
Caty Palacios, de origen venezolano, tiene cincuenta y dos años y lleva dieciocho en España. Trabajaba en un centro de estética en Picaña que quedó destrozado por la DANA.
El martes 29 de octubre de 2024, como otro día cualquiera, salí de casa hacia mi trabajo en Picaña. Al pasar el puente del Barranco del Poyo, sobre las 14:50, vi lo que nunca había visto: el agua llenaba el barranco y corría con mucha fuerza. Me impresionó la imagen, pero la ignoré.
Llegué al trabajo y, a las siete de la tarde, una compañera nos avisó de que teníamos que quitar los coches que estaban aparcados en el barranco: se estaba desbordando. Salí corriendo y arranqué el coche; intenté escapar, huir en cualquier dirección, pero no fue posible. Empecé a escuchar gritos mientras veía cómo iba subiendo el agua a pasos agigantados, y los automóviles intentaban pasar por encima de las aceras reventando los espejos de los que estaban al lado. Sentí el terror de la gente queriendo escapar de algo en lo que ya estábamos metidos hasta el cuello.
Logré salir de mi vehículo con la ayuda de un chico que me gritaba desde un balcón que siguiera su voz hasta llegar al patio. El agua me llegaba al pecho. Estaba todo oscuro. Los coches y los contenedores flotaban como barcos de papel. En medio de todo aquello, una clienta me pedía que la ayudara a empujar un contenedor que la tenía aprisionada en la entrada de un garaje. Como pudimos, entre las dos, empujamos el contenedor hasta que ella logró salir. Nos cogimos del brazo y conseguimos llegar al portal de la finca.
Entretanto, el chico que me había guiado estaba procurando abrir la puerta, pero no podía por la fuerza del agua. Afortunadamente, conseguimos abrirla entre los tres. Finalmente, estábamos a salvo. Me sentí tan agradecida y tan afortunada… Fran, un desconocido hasta entonces, me devolvió la esperanza cuando yo ya me había rendido después de ver cómo el agua se llevaba a un hombre que estaba en el coche de al lado. Me animó a seguir luchando y me salvó la vida.
Al día siguiente, ver cómo había quedado todo aquello fue devastador. Tres días sin agua, ni luz, ni Internet, ni todos los lujos a los que estamos acostumbrados me hicieron entender que no nos vamos a llevar nada material de este mundo.
A todas las personas que lo hemos vivido nos ha dejado una gran enseñanza.
Marcos
Marcos Rodes, de cincuenta y cinco años, trabaja en Alicante como psicólogo y es voluntario de la Asociación de Voluntariado GEA desde hace más de treinta y cinco años. Es, también, uno de los fundadores del blog literario «El libro durmiente».
Soy una persona impresionable que tomó la decisión de ver el último telediario en marzo de 2020. Esta sana costumbre implica, en mi caso, enterarme de cuanto sucede a través de las ediciones digitales de los periódicos, y ello con la intención de informarme desde el neocórtex antes que desde el sistema límbico. Siendo así, asumo el riesgo de obviar matices que ayudan a ilustrar los hechos.
El 1 de noviembre, personas voluntarias de Nueva Acrópolis y la Asociación de Voluntariado GEA salimos de Alicante a las 7:00 horas. Partimos con un furgón de grandes dimensiones cargado de alimentos, productos de limpieza y de higiene personal. Sobre las 8:40 horas transitábamos la Pista de Silla. Una vez transcurridas sesenta horas desde el fatídico acontecimiento meteorológico, se había despejado esta vía de acceso a la capital. Aun con todo, en ese punto pudimos observar los primeros estragos producidos por la DANA. Con asombro, cruzamos comentarios al descubrir el amontonamiento de vehículos y un tráiler subido a la mediana en un escorzo praxiteliano.
Llegamos a Valencia a las 9:00 horas. Nos esperaban nuestros compañeros, quienes se encontraban movilizados desde el inicio de la catástrofe. A las 9:30 horas salimos en convoy rumbo a Picanya. Los técnicos del grupo de búsqueda y rescate distribuyeron walkies entre los ocho vehículos de la expedición. Nada más llegar al extrarradio de la ciudad nos dimos cuenta de lo afortunada que había sido esta idea.
La respuesta de solidaridad resultó proporcional a la magnitud de la tragedia. Cientos de miles de personas, distribuidas en vehículos y a pie, se movilizaron hacia las zonas afectadas. Los mensajes a través de los walkies se sucedían dada la dificultad de transitar y acceder a l’Horta Sud de Valencia. Las restricciones de acceso a las poblaciones anegadas por la DANA conllevaron que, para completar una distancia de 35 km, dedicásemos tres horas. Conseguir llegar juntos a la localidad de destino resultó dificultoso.
Desde el interior de nuestros vehículos, la mirada se iba adaptando a un escenario que se nos antojaba un tanto absurdo. Una vez en Picanya, hubimos de suspender nuestros criterios de evaluación de la realidad. La devastación que había provocado el desbordamiento del barranco del Poyo nos mostraba un mundo del revés. Nada estaba en su sitio. En ese momento pensé que, de haber visto con anterioridad imágenes en televisión o en las redes sociales, tal vez el impacto hubiera sido menor.
Nos organizaron en tres grupos. Uno, compuesto por las personas voluntarias de Valencia, se dedicó a despejar de lodo y barro el paseo que separaba la primera línea de casas del barranco. Otro, de carácter más técnico, se dedicó a la extracción del lodo de las edificaciones. Finalmente, un tercer grupo nos dirigimos a una zona municipal acondicionada para la recepción y almacenamiento de la ayuda recabada, la cual, cuando tan solo habían pasado poco más de dos días, ya resultaba difícil de gestionar. La parte del patio hasta la que podían acceder los vehículos distaba unos cien metros de la edificación en la que se alojaba la ayuda. Ese espacio estaba cubierto de barro y se sorteaba con una cadena de personas, jóvenes en su mayoría, que desplegaban una actividad incesante.
Al caer la tarde, según se iban adueñando las sombras de un territorio que parecía devastado como en una guerra, llegó el momento de pararse a conversar. Uno de nuestros queridos compañeros, propietario de una casa junto a la rambla del Poyo, tras un día de intensa acción, donde la sonrisa y el servicio a los demás estuvo presente de manera inalterable, se tomó unos minutos para narrarnos su experiencia personal.
En apenas unos instantes, nos contó, la primera planta de su casa participó del cauce de un río que provocaría la admiración del Nilo. Al cuidado suyo y el de su mujer, recabó un matrimonio mayor desorientado ante la crecida de unas aguas oscuras que parecía no tener fin. In extremis, y temiendo verse arrastrados por una corriente de muerte, consiguieron acceder a la edificación de un vecino cuya entrada se encontraba a unos cincuenta metros de su vivienda. La historia, ya de por sí turbadora, la aderezó con datos que hacían referencia a las personas que habían fallecido en ese funesto día, las cuales geolocalizaba señalando los lugares dónde se habían producido los fatídicos acontecimientos y el grado de relación personal que les unía. En ese momento, tal vez en un estado próximo al de shock, lo contaba con la misma naturalidad que hubiera empleado para relatar un paseo a la sección de lácteos del supermercado. Yo oscilaba entre el asombro y la perplejidad.
Por la noche, de regreso a Alicante, tocaba encajar lo vivido en un día en el que se habían solapado imágenes, sensaciones, emociones y pensamientos que no entroncaban con el pasado vital. Por mucho que uno echara la vista atrás, la cual podía abarcar la riada del año 1982, no había referentes con los que comparar lo que nos habíamos encontrado. Aún hoy, ante el augurio de los expertos de que un fenómeno de tales características se puede volver a producir, una parte de mí se niega a aceptar como verosímil lo ocurrido el 29 de octubre de 2024. La sola idea de que se repita horroriza.
Patricia
Patricia García Rama es una madrileña de cuarenta y un años, enfermera desde hace veinte años que, desde hace cuatro trabaja en el SAMU de Valencia, con experiencia en UCI y Urgencias. Es también voluntaria de la Asociación de Voluntariado GEA grupo USAR, búsqueda y rescate en emergencias, y miembro de BUSF, Bomberos Unidos Sin Fronteras.
Aquel 28 de noviembre me quedé atrapada en la carretera V30, con otras doscientas personas, sin salida, con miedo, frío, inseguridad… Cinco horas caóticas en las que me fui cruzando con gente que llenó mi camino.
Primero apareció Gregorio con su perro en brazos. Estaba encima de la mediana mirando con incredulidad cómo su coche desaparecía arrastrado por el torrente. Mientras tanto, yo intentaba sacar mi vehículo del agua que, procedente del otro carril, anegaba el lado por el que circulaba. Entonces, los subí al coche para, juntos, huir de la riada. Él, desconcertado, apenas me dirigía la mirada al hablar, no sabía qué hacer, y me agradeció enormemente haberles recogido. Sin embargo, para mí, Gregorio fue luz en esa oscuridad, rompió la soledad y pude compartir esa situación tan dura con él. Me contó que no tenía forma de volver a su casa y, como yo pensaba regresar a Valencia, a la base del SAMU de la que había salido de guardia, le ofrecí venirse conmigo.
Sin embargo, fue imposible salir de la carretera. El nivel del agua continuaba subiendo, inundando los coches y haciendo muy difícil abrir las puertas de los mismos. Dejamos mi automóvil y, juntos, caminamos en busca de un sitio seguro. En nuestro trayecto, animábamos a la gente a abandonar sus vehículos. Por la ventanilla de uno de ellos, una madre me tendió a su hijo para sacarlo y poder ella salir del vehículo. Cogí al niño en brazos y, cuando su madre lo consiguió, me pidió que siguiera llevándolo porque ella estaba nerviosa y muy asustada. Más adelante, en una zona con menos agua, encontramos un camión al que se subían niños y ancianos. Allí, en lo alto de ese camión, se quedaron madre e hijo.
En ese momento perdí el contacto con Gregorio. Había mucha gente, reinaba el caos, llovía y estaba muy oscuro… No volví a verle.
Continué avanzando mientras ofrecía ayuda con los pocos medios que tenía, y en ese camino encontré a María y Pilar: al verme con mi uniforme del SAMU, me dijeron que eran enfermera y auxiliar y que, si podían ayudarme en algo, contara con ellas. Repartimos mantas térmicas, apoyo psicológico, ayuda para subir a los techos de los vehículos inundados…
No nos separamos. Juntas recorrimos todos los carriles ayudando a la gente que nos necesitaba, apoyándonos y retroalimentando valor y coraje. En aquellas circunstancias tan duras nos contamos cosas muy personales, como si fuéramos amigas de siempre. Esa unión nos dio la fuerza para lograr, todos cogidos de la mano, cruzar la corriente del barranco que desbordaba la carretera y ponernos a salvo en lo alto de un puente.
Y entonces, volví a ver al niño que había dejado en el camión tras llevarlo en brazos: estaba detrás de mí. La madre me llamó tocándome la espalda y, al girarme, se me iluminó la mirada. El crío me dio un abrazo precioso que me supo a victoria.
Pilar y María han pasado a formar parte de mi vida. Conservo sensaciones y sentimientos muy profundos y bellos que nunca olvidaré. Tenemos una cena pendiente para celebrar el esfuerzo de aquella noche. Gracias al equipo que formamos, hoy estamos aquí.
Iván
Iván Rodes es un bombero alicantino de cincuenta y siete años y coordinador internacional de la Asocación de Voluntariado GEA y responsable en España de su área de emergencias.
Aquel día, sobre la 01:00 a.m. recibí una llamada de Javier Rodes, quien me informó de que Patricia, una de nuestros miembros del grupo de búsqueda y rescate, junto a otras doscientas personas, estaban atrapadas en una carretera, en la entrada o la circunvalación de Valencia.
Me explicó Javier que la situación era crítica. Patricia y las otras personas estaban cercadas por el agua e intentando permanecer en un lugar elevado, y aun así les llegaba el agua por las rodillas; que el torrente ya había arrastrado todos los vehículos de esas mismas personas; que los niños estaban en lo alto de un camión y que, después de ayudar al grupo, Patricia y sus providenciales colaboradores no tenían un plan claro de solución, ya que no encontraban la manera de salir y poner a salvo a la gente.
Estaban constantemente intentando contactar con el teléfono de emergencias, el 112 de la Comunidad Valenciana, pero nadie les atendía las llamadas de auxilio.
La pregunta de Javier era: ¿qué podíamos hacer? Era la una de la madrugada, estábamos en Alicante, medio adormilados y nuestras capacidades de intervenir directamente eran nulas por la distancia, 140 km, y muchas razones obvias más…
Se nos ocurrió llamar al parque de bomberos de Alicante para trasladar el problema. Llamé, y del otro lado de la línea, el operador, tras escuchar el tema, se quedó igual de perplejo que nosotros. Pero en la conversación nos surgió una posibilidad: llamar directamente por el teléfono interno de los servicios de bomberos, de operador a operador, una maniobra poco utilizada que podría no habérsenos ocurrido, pero que vino a la conciencia en ese momento.
Javier Moreno, el operador de los bomberos municipales de Alicante, llamó inmediatamente y en pocos segundos tuvo contestación, generándose una comunicación interna del 112 que nos confirmó que el cuerpo de bomberos de Valencia y el consorcio de la ciudad ya tenían constancia de que aproximadamente doscientas personas estaban a punto de ahogarse por la riada.
- Moreno me envió dicha comunicación interna, que luego pasé a Javier Rodes, y él a su vez a Patricia. Esta acción, al menos, les alivió psicológicamente.
Al rato, nos contaron que un bombero se acercó —no sabemos si fue por nuestra llamada— y les indicó la manera de encontrar una ruta segura de evacuación que el grupo no podía ver en esas circunstancias tan apremiantes. Finalmente, todos salieron bien.
Juan José
Juan José Machado Borthagaray tiene treinta y dos años, es veterinario y trabaja como director técnico del servicio de veterinaria de la asociación protectora de animales MODEPRAN, con una fuerte acción en recogida, rehabilitación y adopciones de los municipios de la Comunidad Valenciana.
Muchas gracias a quienes leen y escuchan estos pensamientos y sentimientos plasmados en letras y sonidos. Espero que sigan su curso hasta el corazón, que es el centro de creación de las realidades superiores del ser humano y el ecosistema armónico de los seres sensibles.
Me gustaría resumir en tres aspectos las reflexiones experimentadas las últimas semanas bajo la atmósfera vivida en la catástrofe de la DANA. Comenzaré la exposición desde las impresiones que me impactaron de la sociedad valenciana hasta las que lo hicieron en mi corazón.
Mi experiencia con la sociedad durante los tres primeros días fue trabajando en la protectora de animales. Aunque pueda parecer que esa faena te aleja de las sociedades humanas, he descubierto algo fascinante. Percibí que, ayudando a esas pequeñas mascotas, el ser humano se comporta de modo mucho más pacífico, silencioso y humilde. Me refiero a las formas de organizarse, de entenderse y de actuar. Se vuelve un poco más niño, con más ternura en el corazón, pone más alegría en el trabajo y vuelve a jugar con la imaginación. Lo que nos hicieron sentir estos pequeños seres fue conmovedor. Nos enseñaron que quienes los comprenden se acercan, de alguna manera, a entender determinados aspectos de la personalidad instintiva de los seres humanos.
Trabajé con un grupo de mil voluntarios y entre todos conseguimos desalojar seiscientos animales del refugio y dar cuatrocientos en adopción. El cuarto día empezó la reconstrucción de la protectora de animales, pero yo me dediqué a coordinar otras tareas.
Los siguientes días, junto con los voluntarios de la escuela de filosofía Nueva Acrópolis, nos abocamos a ayudar a los seres humanos. El ambiente era completamente distinto porque llevaban pena, rabia e impotencia en el corazón. Sin embargo, poco a poco, las conversaciones fueron cambiando, los gestos faciales fueron relajándose y la gente se centró más en lo que se podía hacer, por más insignificante que fuera. Después de pasar por dicha oleada emocional, las personas comenzaron a ver lo bonito que era el colectivo ayudándose, se inspiraron por esos actos y empezaron a imitar ese comportamiento. Todos ayudaban: algunos hacían donaciones y otros los trabajos físicos; como así también había quienes, conservando la alegría, cuidaban a los que estaban trabajando. Grandes oleadas de gente se preparaban para ir a los pueblos de las más diversas maneras. Se formaron grupos enormes de peregrinos unidos por el mismo objetivo.
Las personas sacaron su lado más bondadoso y, donde antes no habían miradas, no había interés por el otro, ahora todo era unión; los vecinos que no se hablaban se trataban como hermanos; los desconocidos se miraban a los ojos y se reconocían, y no existían clases sociales, estatus económicos, ni diferencias de edades.
La escuela de filosofía Nueva Acrópolis se adaptó rápidamente a las circunstancias, ya que todos hicieron su aporte en lo que pudieron. La colaboración se organizó por roles y se pudo experimentar la capacidad de ayudar. Lo que más destacó entre ellos fue la alegría y el amor con que se llevaban a cabo las ingentes tareas. ¡Es la cortesía acropolitana! Su distintivo allí donde sea que se encuentre. Los modales son reflejo de los valores humanos y se pone especial atención en la conciencia para conquistarlos.
Con respecto a mi experiencia personal: yo lo viví con entusiasmo de ayudar, con templanza y generosidad. Me ha permitido acercarme a los corazones de mi gente y nutrirme de las enseñanzas que cada persona me ha aportado, como así también, poner a prueba mi paciencia, dulzura y amor.
Antonio
Antonio Muñiz Campo, argentino de cincuenta y seis años, es fontanero y voluntario de Nueva Acrópolis, Alicante, desde hace unos nueve años.
Desde ya, quiero decir que ir a Valencia no me resulta agradable después de lo sucedido. Creo que es algo que se pudo haber previsto: si las decisiones se hubieran tomado a tiempo, se habría evitando el gran número de víctimas que dejó la riada. Ninguna autoridad se ha hecho responsable de sus actos.
Sin embargo, una marea de gente llegada de todas partes se volcó prestando ayuda de forma desinteresada. Con palas, cepillos, cubos y alimentos fueron llegando de forma masiva hasta el punto en que el puente conecta Valencia con La Torre, que fue rebautizado como el Puente de la Solidaridad.
También allí han estado presentes, con sus voluntarios, la asociación Nueva Acrópolis y GEA: no podían quedarse al margen. Junto a ellos he prestado ayuda en Montroi, La Torre, Alfafar y Paiporta, la asolada zona cero.
Desde la carretera ya se avistaba un paisaje terrorífico y desolador con restos de enseres y coches destruidos amontonados unos sobre otros, todo cubierto de fango.
En los barrios se apreciaba cómo el barro lo cubría todo. La marca hasta donde había llegado el agua superaba los dos metros de altura en algunos casos y, en los garajes, donde colaboraron los bomberos y las máquinas, esas señales alcanzaban incluso el techo. En los colegios vimos cómo el mobiliario y los ordenadores habían quedado en pésimas condiciones, inservibles. En la pizarra de uno de ellos se podía leer la frase: «El poble salv al poble».
La gente nos comentaba que nadie había pasado por allí, y que si no fuera por los voluntarios no hubieran tenido ninguna ayuda. Más tarde, acudieron los militares a prestar asistencia.
Por las calles quedaban recuerdos de lo que alguna vez formó parte de sus vidas: colchones, muebles, herramientas, algunos trofeos, municiones, un balón con el que jugábamos mientras esperábamos al volquete para cargarlo de barro, y hasta un pequeño Buda. Las cuerdas de una guitarra ponían música a aquellas tardes marrones.
Para todos los voluntarios que se han sumado a esta causa, concluyo estas letras parafraseando un poema de Mario Benedetti: «En la calle, lodo a lodo, somos mucho más que dos».
¡Gracias a ellos!
¡Amunt Valencia!