Culturas — 1 de febrero de 2025 at 00:00

La literatura, un mensaje para el alma

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La literatura, un mensaje para el alma

Finalidad de la literatura

La literatura tiene varias finalidades. Hoy en día, los lectores buscan, sobre todo, entretenimiento y diversión, aunque no son ajenos a la necesidad de aprender o de recabar buenas ideas y razonamientos. Por suerte, aumenta la «librodiversidad», porque los diversos géneros están en auge. Crece, por ejemplo, el número de lectores que lee ensayos y, según las estadísticas, cada vez se lee más (las mujeres aventajan a los hombres), aunque retrocede la lectura en los menores de quince años.

¿Cuál es, pues, la verdadera finalidad de la literatura? Según decía William Faulkner, el primer compromiso de un escritor es con su obra, con su arte. Añadía además que, si un escritor necesitaba robar a su madre por bien de su arte, él lo haría. Pero no se nos pide utilizar medios innobles para conseguir fines elevados o esenciales, porque el fin no justifica los medios. Se nos pide que seamos íntegros, dando lo mejor de nosotros por bien de nuestro arte.

Crear belleza

En la literatura recae una misión principal: crear belleza utilizando como herramienta la palabra escrita y el lenguaje. Es, por tanto, una faceta artística que depende de la inspiración y de la creatividad del autor para alcanzar su mejor expresión.

Pero fijémonos de nuevo en lo que ello significa: «crear belleza» para que nuestra vida adquiera otro color. Y a ser posible, a nadie le gusta vivir rodeado de un color negro, ni gris, ni oscuro, que le recuerde lo triste, sino claro, diáfano, luminoso, alegre, que le dé impulso a nuestra imaginación y creatividad.

Crear belleza es crear conciencia y, por tanto, sentimientos elevados, ideas cargadas de armonía y profundidad, amor propio (al que llamamos ahora autoestima), forjando la libertad de pensamiento, el criterio propio y la capacidad de decisión. Tal como si subiéramos en un ascensor, crear belleza consiste en elevar a las personas al nivel más alto posible de sus capacidades interiores.

Pero, tal como expresa Rabindranath Tagore en un poema titulado La belleza, la belleza no es algo que se apresa con las manos, sino con el alma:

Yo oprimo sus manos; yo la estrecho contra mi corazón.

Yo intento enlazar con mis brazos su perfume,

beber su sonrisa con mis besos,

beber también su mirada con mis ojos.

Mas, ay, nada queda en mis «brazos, en mis labios, en mis ojos».

¿Pudo alguien tocar el azul del cielo?

Yo me encaramo hacia la belleza y corro tras ella;

mas la belleza se me escapa y solo me deja

su apariencia entre las manos.

Nostálgico y cansado vuelvo a este juego divino.

¿Cómo podrían las manos de mi cuerpo,

coger la flor que solo el alma puede rozar?

El artificio literario

La buena literatura no consiste en crear un «artificio literario» atractivo por su envoltorio o apariencia, pero sin nada que aportarnos. No es cuidar la forma tan solo, como si entregáramos una caja de bombones como regalo, muy bonita, roja, con un lazo precioso, pero sin bombones.

Todos sabemos que, además de la descripción física de un personaje en cualquier libro, esperamos encontrar una descripción psicológica que nos dibuje su perfil humano, sus anhelos cotidianos y sus sueños más profundos.

Le dije a una amiga escritora que sus poemas me parecían bonitos, aunque eran demasiado racionales. Y la poesía, le dije, la hay de muchos tipos, pero necesita del sentimiento. Pero en ese momento me preguntó: ¿qué es el sentimiento? No podía creer que alguien no supiera lo que es el sentimiento. A pesar de todo, ella se dio cuenta de aquello que quise decirle, porque su poesía fue cambiando, dejó de ser un artificio racional, tornándose más personal y sensible, más humana, aunque lo racional también forme parte de lo humano.

Sobre el significado de la poesía, decía Gustavo Adolfo Becker (1836-1870) en las Rimas:

«Mientras se sienta que se ríe el alma, sin que los labios rían;

mientras se llore, sin que el llanto acuda a nublar la pupila;

mientras el corazón y la cabeza batallando prosigan,

mientras haya esperanzas y recuerdos, ¡habrá poesía!».

Por ello hay tantas críticas a los best seller, al menos de parte de los grandes escritores. En realidad, al lector medio le gustan. ¿Por qué? Está muy estudiado lo que atrapa al lector (acción, diálogo, páginas que se leen fácil, aunque no hay grandes descripciones, ni metáforas o mensajes ocultos en el texto, ni profundos simbolismos). Son libros que pasan sin pena ni gloria. Un envoltorio magnífico.

Literatura con contenido

Creo que hace falta una literatura que no sea una mera cáscara, un vulgar envoltorio, sino un poderoso contenido, capaz de trasmitir ideas, de hacer soñar en valores, de elevar el nivel en el que se mueve la conciencia del lector. «Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma» (Julio Cortázar, escritor argentino, 1914-1984).

Bastaría citar a Shakespeare y el diálogo de Hamlet ante la calavera de Yorik, el bufón del rey, y tantas obras clásicas, para reconocer las perlas que nos han dejado, las ideas que han sembrado en nosotros.

Seleccionaré este poema de Nizar Qabbani que va directo al corazón:

Lección de dibujo

Mi hijo coloca frente a mí su caja de pintura

y me pide que le dibuje un pájaro.

Sumerjo el pincel en color gris

y dibujo un cuadrado con cerraduras y barrotes.

El asombro llena sus ojos:

«…Pero esta es una prisión, padre,

¿no sabes cómo dibujar un pájaro?».

Y yo le digo: «Hijo, perdóname.

He olvidado la forma de los pájaros».

Mi hijo coloca frente a mí su cuaderno de dibujo

y me pide que le dibuje una espiga de trigo.

Sostengo la pluma

y dibujo una pistola.

Mi hijo se burla de mi ignorancia

y exclama:

«¿Acaso no conoces, padre, la diferencia entre

una espiga de trigo y una pistola?».

Yo le digo: «Hijo,

solía conocer las formas de las espigas de trigo,

la forma de la hogaza,

la forma de la rosa,

pero en estos duros tiempos

los árboles del bosque se han unido

a la milicia

y la rosa padece obtusas fatigas;

en este tiempo de espigas armadas,

de pájaros armados,

de cultura armada

y religión armada,

no puedes comprar una hogaza de pan

sin encontrar una pistola dentro,

no puedes coger una rosa en el campo

sin que te clave sus espinas en el rostro,

no puedes comprar un libro

que no explote en tus manos».

Mi hijo se sienta al borde de mi cama

y me pide que le recite un poema;

una lágrima cae de mis ojos a la almohada.

Mi hijo la prueba, asombrado, diciendo:

«¡Pero esta es una lágrima, padre, no un poema!».

Y yo le digo:

«Cuando crezcas, hijo mío,

y leas el diván de poesía árabe,

descubrirás que la palabra y la lágrima son hermanas

y el poema árabe

no es más que una lágrima llorada por los dedos que escriben».

Mi hijo pone sus plumas, su caja de crayones frente a mí

y me pide que le dibuje una patria.

El pincel tiembla en mi manos

y me sumo en llanto.

(VOLÁTIL, http://volatil.do.nu, Café Interlingua 4)

Dice también Saint-Exupéry en El principito: «No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos».

Y cuando habla de los lazos profundos de amistad o del amor: «Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo…».

Hace falta encontrar el sentido de la vida, como quiere hacernos ver en su cuento El drama del desencantado Gabriel García Márquez:

«…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida».

La literatura refleja nuestro tiempo

La literatura refleja la realidad de nuestro tiempo, sus carencias, miedos, prejuicios, alienaciones… Tal ocurre con el culto del cuerpo, la desinformación, el libertinaje, la falta de formación e ideas en nuestros gobernantes, los sistemas de gobierno que no tienen en cuenta al hombre, sino a los intereses partidistas o de lobbys sociales, la corrupción, las mafias, la venta de drogas, la violencia de género, la visión de una mujer objeto, las violaciones múltiples, las diferencias sociales, el uso indiscriminado de las armas por cualquiera, la venta de armas a otros países, la lucha interesada por el petróleo y las energías, el partidismo, el inmovilismo, etcétera.

De ahí la necesidad de que la literatura tenga contenido, porque cada año que nos dedicamos tan solo a jugar con las palabras es un año perdido; en cada año que nos dedicamos a cultivar tan solo la forma, nos pasaría como a aquellos que hacen miles de horas de gimnasio pero no cultivan en nada la mente, el mundo de las ideas (los griegos ya decían que mens sana in corpore sano, lo cual no significaba que un cuerpo sano podría desarrollar la mente, sino que una mente bien desarrollada podía educar al cuerpo venciendo la pereza, regulando el tiempo de trabajo y de descanso, coordinando una sana alimentación, manteniendo la higiene, etcétera).

Considero que hacen falta mensajes que alienten una verdadera sensibilidad (no sensiblería), una sana formación (no solo información), una educación de nuestras emociones, alentando los grandes sentimientos, un aporte de valores (sin miedo de hablar de ellos), una libertad consciente (no libertina), porque no podemos utilizar a placer el medioambiente, ni utilizar a las personas a nuestro antojo, ni vivir como si no hubiera un mañana (nosotros debemos por igual, respeto y cariño hacia nuestros antepasados y compromiso con la generación futura).

Toda obra literaria tiene las limitaciones de su autor

Hablar o escribir constituyen herramientas mediante las cuales se expresa nuestro pensamiento. Son sus hijos; una progenie genéticamente parecida a su artífice. De ahí que toda obra literaria es un reflejo del carácter del escritor y de su pensamiento. Podemos afirmar, entonces, que una obra no puede llegar más alto que su propio autor, porque se apoya en sus capacidades, y pronto, se encontrará con sus mismas limitaciones. Y a menudo, sus personajes tampoco podrán ser más grandes que él mismo… pues no podrán concebir realidades más allá de las que capte su creador.

La literatura, un mensaje para el alma

Autores clásicos como Homero, Cervantes, Shakespeare, Dante, Dostoievski, Tolstoi, Dickens, Borges, son admirados por diversos motivos: acaso por el ritmo de su escritura o la forma concreta en que elaboran las frases y los párrafos, o bien, por la profundidad de sus argumentos y el modo en que enfocan el desenlace de la trama.

Otros escritores «consagrados» destacan por la capacidad de recrear un ambiente psicológico y la fuerza descriptiva de sus personajes, pero principalmente se les valora por su capacidad de análisis y comprensión del alma humana, por sus acertados juicios o reflexiones, y en suma, por la humanidad y las virtudes que se aprecian en los personajes.

Quizá los grandes clásicos llegaron a concebir personajes arquetípicos y atemporales porque sus anhelos e ideales personales pretendían un mundo más humano, arquetípico y atemporal. Dejaron atrás el mundo pequeño y subjetivo que observaban para ofrecernos un mundo de grandes sueños e ideales que en principio parecía utópico.

Los divinos ocios

Para los clásicos, más allá del ocio y del negocio que copan nuestra vida, se encontraban los divinos ocios.

El ocio nos procura el descanso y entretenimiento. Mediante el negocio, ejercemos un oficio, una vocación y nos procuramos el sustento. Pero más allá de ello, necesitamos dedicar buena parte del día a los «divinos ocios», ese tiempo que los griegos destinaban a cultivarse, a encontrar la sabiduría, ese brillo interior que nos acerca a los dioses.

Decía Séneca que el ocio, entendido como descanso, unido a los divinos ocios, que propician el descanso del alma, nos llevarán a entender las maravillas de la naturaleza y de nuestro propio universo interior.

Necesitamos una literatura que nos entretenga, pero también, que nos emocione, que nos ayude a construirnos, que nos haga cuestionarnos los fundamentos de nuestra vida.

«Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás, decía mi abuelo. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio adonde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí. No importa lo que hagas —decía—, en tanto que cambies algo respecto a cómo era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ello tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar el césped y un auténtico jardinero está en el tacto. El cortador de césped igual podría no haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre» (Ray Bradbury, escritor estadounidense, 1920-2012).

Crear escuela

Porque hay muchos escritores que vagan como un lobo estepario, trabajan de free lance en una empresa llamada Literatura, rumiando palabras en solitario, pero esos, salvo los grandes genios, no dejan tras de sí un camino, una estela que ayude a los demás a evolucionar, a cuestionarse la vida y comprender. Y en un mundo tan caótico como el nuestro hace falta trazar caminos que otros puedan seguir, crear corrientes inspiradoras, y cuanto menos, crear escuelas donde puedan formarse los grandes del mañana (no porque creamos ser tan buenos escritores como para enseñar a todos los demás que vendrán, sino para que otros tengan ya parte del camino hecho sobre la base de las enseñanzas que nosotros debemos recopilar).

Y en cierto modo, en el club de lectura El Libro Durmiente queremos crear una escuela literaria para formar a quienes sienten la necesidad de escribir. No en vano decía Belgrano, ese gran estadista y militar argentino: «Fundar escuelas es sembrar en las almas» (Manuel Belgrano, abogado, periodista, político y militar argentino, 1770-1820) [fuente: Citado en Estrellas del pasado. Daniel Balmaceda. Editorial Penguin Random House, Grupo Editorial Argentina, 2015].

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