Historia — 1 de marzo de 2025 at 00:00

Abelardo, mucho más que unas cartas a Eloísa

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Abelardo

Pedro Abelardo (1079-1142), o Abelardo a secas, como le llamamos con frecuencia, es uno de los más grandes pensadores, dialécticos y teólogos del siglo XII. Quienes no conocen su figura, lo asocian a Eloísa y a las famosas cartas de amor que ambos intercambiaron. Pero es triste que, para nosotros, Abelardo sea conocido vulgarmente como el protagonista de un culebrón cuando en su época era, ante todo, un filósofo. De hecho, su obra es muy importante para la filosofía de su tiempo y, como consecuencia, para la que vino después, pues su aportación rompió moldes y generó influencias decisivas. Eloísa es un capítulo, y no el más importante, dentro de su vida como buscador de la verdad.

La salsa de su historia romántica está en que ella era abadesa y él un monje, la familia de la chica no estaba de acuerdo con estos amores y hubo un ajuste de cuentas en el que la víctima fue el novio. Pero estos detalles que aderezan el relato no responden del todo a la verdad, ya que ni habían tomado los votos monásticos ninguno de los dos cuando tuvieron relaciones ni los rompieron después de tomarlos. El ingreso a la vida monástica se regía por unos parámetros distintos a los modernos, y las reglas del comportamiento social se parecían a las nuestras tanto como podrían asemejarse a las de otro planeta.

Por tanto, deberíamos comenzar acercándonos a su historia sin pecar de presentismo, es decir, sin proyectar nuestros esquemas mentales del siglo XXI a una época que no es la nuestra. Nuestras opiniones y modos de vivir les eran desconocidos, y a nosotros, también los suyos, si no hacemos por conocerlos.

Abelardo nos ofrece la imagen de un intelectual original e independiente, provocador e innovador y, como consecuencia, incómodo. Es un maestro lúcido que emplea la lógica de forma perspicaz. Según Pauline Guizot fue el representante de la emancipación intelectual en el siglo XII, un concepto que está cargado de significado, ya que implica abandonar los cánones de pensamiento establecidos (con el pago de peaje que ello supone) y abrir nuevos caminos al entendimiento, o por lo menos, nuevas formas de recorrerlos.

Sus primeros años

Podemos reconstruir la trayectoria de su vida y los rasgos principales de su carácter a través de su Historia calamitatum, escrita por Abelardo en un bello latín, conciso y poético, distinto del latín clásico. Esta «historia de mis calamidades» junto a datos extraídos de la correspondencia con Eloísa nos permiten saber que nació en una familia de guerreros, en un pueblo de la Bretaña francesa. Su formación comienza con el estudio de las siete artes liberales: el trivium (gramática, retórica y dialéctica, que incluía la lengua y la literatura latinas) y el quadrivium: geometría, aritmética, astronomía y música.

Llegó con veinte años a París, a un mundo de estudiantes y profesores, con la confianza que da la juventud, siendo consciente de su talento y con ganas de labrarse una reputación. Era aguerrido en la disputa, sólido y sutil en la argumentación, elegante en la dicción y libre de todo estorbo para improvisar.

Ser estudiante en el siglo XII era practicar la dialéctica. Con ella se aprendía y con ella se enseñaba a utilizar la razón en la búsqueda de la verdad. Un pensador solitario puede usar la lógica, pero la dialéctica supone conversación, intercambio, disputa. Sus primeros oponentes dialécticos fueron sus propios maestros. Su modo de conducirse era interrumpiendo, argumentando, molestando y exasperando con su lógica, provocando con ello entusiasmo y cólera al mismo tiempo.

Pero situémonos en las condiciones en las que tiene lugar la enseñanza en la época de Abelardo. La enseñanza era investigación, y la investigación repercutía en la enseñanza. Leer un texto era estudiarlo y comentarlo. Este comentario abarcaba tres puntos: la letra, es decir, la explicación gramatical; el sentido o inteligencia del texto; y la sentencia o su sentido profundo. El conjunto de estos comentarios constituía la glosa. El estudio del texto suscita cuestiones, y la quaestio lleva consigo la disputa, la discusión, que forma parte de los ejercicios escolares. Discuten maestro y alumnos, y también discuten maestros entre sí. Las proezas de Abelardo le convirtieron pronto en maestro, y los alumnos empezaron a acudir a él masivamente. Su reputación de dialéctico creció como la espuma.

Abelardo tenía extraordinarias aptitudes para la docencia, era seguro, recto e inclinado a la verdad y a la sencillez. Deseaba abrir camino no solo a los que seguían su paso, sino también a quienes aspiraban a adelantarle, y esto era lo novedoso: Abelardo transmitía la vocación de ser libre de pensamiento, sujetándose solo a la razón.

Siendo ya famoso, visita a sus padres cuando los dos ingresan en la vida monástica, y él decide estudiar teología. Conoce entonces al maestro más autorizado en la materia, Anselmo de Laon, pero Abelardo se siente decepcionado: «Era maravilloso a los ojos de los que le veían, pero una nulidad para los que le preguntaban. Dominaba admirablemente la palabra, pero su contenido (…) carecía de razones. Al encender el fuego, llenaba de humo la casa, no la iluminaba con su luz».

Debido a una broma entre estudiantes, Abelardo acepta el reto de explicar un pasaje del libro de Ezequiel disponiendo solo de la Biblia y una glosa. Después de una noche estudiando, improvisa su primera lección, que resulta ser brillante, y se convierte en maestro de la ciencia entre las ciencias. Con ello se gana como enemigo a Anselmo, que le prohíbe seguir enseñando.

Regresa a París con los honores de la victoria. Ya no tenía rival. Era el maestro más renombrado, tanto en dialéctica como en teología, atrayendo a más de cinco mil discípulos, algunos de otros países. París se consagra como Ciudad de las Letras. Atractivo y elocuente, Abelardo conoce la gloria y la riqueza.

Eloísa

Aquí entra en escena Eloísa, que también provocaba admiración, ya que, desde adolescente, daba muestras de una capacidad poco frecuente para el estudio, algo inhabitual en las mujeres comunes. Su tío Fulberto, canónigo de París, la acogió en su casa y facilitó su instrucción. Abelardo, que vivía de pensión bajo el mismo techo, se enamoró de ella y se convirtieron en amantes en secreto.

Al saber que Eloísa iba a ser madre, sin angustia por parte de ninguno de los dos, Alberto la envía a su ciudad natal, donde nace su hijo Astrolabio. Hay que recordar que en aquella época los bastardos se educaban en la familia paterna a sabiendas de todo el mundo.

Abelardo le ofreció casarse en secreto, pero ella no quería para no perjudicar la futura carrera de su enamorado. Abelardo era clérigo (que en la terminología de la época solo significa letrado, como explica claramente el diccionario oficial del español en una de sus acepciones: «clérigo: en la Edad Media, hombre letrado y de estudios escolásticos, aunque no tuviese orden alguna, en oposición al indocto y especialmente al que no sabía latín»); y también era canónigo (inscrito en el registro de la Iglesia, in canone) y le estaba permitido el matrimonio.

Para Fulberto la reparación por sentirse traicionado debía ser pública, ya que pública fue la afrenta. Abelardo insta entonces a Eloísa a entrar en un convento y su tío provoca el drama que el propio Abelardo cuenta sin muchos añadidos: «llenos de indignación, me cortaron las partes del cuerpo con que cometí aquello de que se quejaban». O sea, lo castraron.

Abelardo

Pronto se conocerá este suceso en todo el occidente, al menos en los grandes centros de enseñanza. Abelardo, cuando evoca este recuerdo, asegura que el dolor físico fue para él más tolerable que el golpe que recibió su orgullo. Aquel fue el final de una historia de amor que duró dos o tres años.

Primeros escritos teológicos

Abelardo obliga a Eloísa a hacerse monja contra su voluntad en la abadía de Argenteuil, y él abraza la vida monástica en la abadía de Saint Denis. Estando allí, denuncia los desórdenes de la vida mundana de los monjes, demasiado relajada y poco dedicada a la búsqueda de la virtud.

Presionado por los escolares, sedientos de las fértiles discusiones de su maestro, Alberto vuelve a la enseñanza en el priorato de Maisoncelles-en-Brie, y comienza así un período fecundo y difícil, durante el cual pone a punto su método y redacta sus principales obras. Acumula datos y textos de la Biblia y de los santos padres con los cuales compondrá su primera obra, Sic et non.

La polémica, pública y notoria, comenzó con su tratado De unitate et trinitate divina. Su planteamiento era el de un creyente sincero, preocupado en exponer el objeto de la fe, no en ponerlo en duda. Él pretendía establecer ante sus alumnos que Dios es Uno en tres Personas. En realidad, no había ningún escrito de investigación de carácter espiritual que no tocara el mismo tema de un modo u otro. Los discípulos de Abelardo le habían pedido argumentos filosóficos para satisfacer la razón, suplicándole que les enseñara a comprenderle, no a repetir lo que él decía.

En el Concilio de Soissons de 1121, Abelardo fue condenado sin ser oído: tan temidos eran los poderosos efectos de su lógica. Acudió confiado al concilio con la obra litigiosa, pensando que iba en calidad de orador para defender su tesis y confrontarla con la de otros, y en cambio, sin examen alguno, fue obligado a lanzar su libro a las llamas con sus propias manos, lo cual le humilló profundamente. Al conocerse la noticia, se levantó tal clamor popular que, pocos días después, se anulaba su condena.

En cuatro años había pasado de la cúspide de la gloria al colmo de la humillación. Había obtenido la cátedra que codiciaba, el amor que deseaba, y después, se vio obligado a renunciar a ser un hombre y a quemar él mismo lo que había enseñado.

El Paráclito

Abelardo volvió a abrir una escuela con numerosos discípulos a la que se llamó el Paráclito. Siguiendo su carrera monástica, fue más tarde elegido abad de un monasterio en el que intentó reformar la vida desarreglada que llevaban los monjes, aunque fracasó.

Cuando Eloísa ya era priora de las monjas de Argenteuil, su comunidad fue expulsada por los monjes de Saint Denis con la excusa de antiguos derechos. Por esta razón, Abelardo regresó al Paráclito e invitó a las monjas a instalarse allí. Seiscientos años después de su muerte, las religiosas seguían viviendo con la regla que les dio y cantando los himnos que compuso para ellas, aunque Abelardo solo pudo ver el fracaso inicial.

La Historia calamitatum  de Abelardo provoca la primera carta de Eloísa cuando ella la lee. Aquí comienza su correspondencia, en la que destaca el sentido pedagógico de Abelardo, pues actúa como un maestro que se dirige al alumno intentando educir lo mejor que hay en él.

En las primeras cartas hay un enfrentamiento entre el amor humano de Eloísa y el amor sublimado hacia lo divino de Abelardo. Más tarde, continúa la comunicación entre la abadesa del Paráclito y su fundador, desempeñando este la función de guía espiritual de la comunidad. En las cartas queda plasmada una regla para el convento —adaptada a una congregación de mujeres— dictada por Abelardo; también, los himnos que compone a petición de Eloísa para cantar en los oficios (compuso cerca de ciento cuarenta, pues daba mucha importancia a la oración cantada), los sermones que ella le solicita para edificar a la comunidad y los problemas que le consulta.

Las prescripciones y consejos de Abelardo están llenos de sentido común, y prohíbe que prevalezca la costumbre sobre la razón, ya que es más importante ajustarse a lo que creemos que está bien que a lo que siempre se hizo. Fomenta, además, el espíritu de investigación de las monjas: «Os invito y deseo que os dediquéis sin tardanza, mientras podáis hacerlo y tengáis una madre que posea esas tres lenguas (griego, latín, hebreo), a estudiarlas a la perfección, a fin de que todo lo que pudiera dar lugar a duda debido a las diversas traducciones, podáis dilucidarlo».

Enfrentamiento con Bernardo de Claraval

En 1139, Bernardo de Claraval y el obispo de Chartres son alertados de que «Pedro Abelardo vuelve a enseñar y escribir innovaciones. Sus libros atraviesan los mares, llegan más allá de los Alpes (…) y son elogiados con entusiasmo y defendidos impunemente.(…) Este enemigo interior se lanza sobre el cuerpo desierto de la Iglesia y se adueña del magisterio».

Así se inició un conflicto de extrema importancia, tanto para los que se enfrentaban como para la evolución del pensamiento y de la Iglesia católica. Abelardo y san Bernardo representan la rivalidad entre dos sistemas de enseñanza: la instrucción monástica tradicional de las escuelas claustrales y la más abierta y libre de las escuelas catedralicias. Sin embargo, ambos comparten la crítica a la insinceridad, la corrupción y la caída en lo mundano de la Iglesia.

Según Règine Pernoud la tendencia de Abelardo consistía en llamar «problema» a lo que Bernardo consideraba un «misterio». Y para Bernardo no había nada que le indignara tanto como ver tratar el misterio de la Santísima Trinidad del mismo modo que si se tratara un problema. Bernardo creía que Pedro Abelardo profesaba una doctrina desviada: «este hombre hace cuanto puede por demostrar que Platón es cristiano, probando de ese modo que él es pagano». Lo malo es que aquel hombre era un profesor que ejercía sobre los alumnos una gran influencia. Por consiguiente, urgía cortar el mal por lo sano. El ruido de la controversia se esparció por occidente.

En 1140, con motivo de una exposición solemne de reliquias, se reúne un imponente auditorio que incluye al rey de Francia, Luis VII. Entre todos los ilustres personajes, la atención de los presentes es acaparada por Bernardo de Claraval y Pedro Abelardo. Sin embargo, lo que iba a ser una tribuna de debate se convierte en un tribunal. Abelardo se niega a participar en calidad de acusado y Bernardo pide que se juzgue en Roma una causa contra el profesor, exponiendo al papa todos los puntos de divergencia.

Para evitar toda duda en Eloísa y sus monjas, a quienes había dado la regla de su monasterio, Abelardo redactó una profesión de fe tan precisa que hubiera dejado satisfecho al censor más exigente, algo que Bernardo de Claraval no había podido obtener de él. Con ello dejaba claro que no se apartaba de la Iglesia ni había sido nunca su intención hacerlo. Sin embargo, el papa ordenó que se quemaran sus libros en cualquier parte en que se encontraran.

Posteriormente, con la intercesión del abad de Cluny, Abelardo se reconcilió con Bernardo y después obtuvo el indulto de las sanciones canónicas. Con ello se le devolvía el derecho a enseñar, lo cual era una necesidad vital para él y un privilegio para los monjes al poder recibir sus lecciones. En 1142, moría Abelardo.

Obra

Su obra puede dividirse en cuatro apartados: lógica, teología, ética y otros temas variados.

Abelardo es el lógico por excelencia de la Edad Media y se conservan todavía los comentarios que hizo a Porfirio, Aristóteles y Boecio como fruto de su trabajo didáctico. Entre los escritos teológicos, De unitate et trinitate divina es el libro que fue obligado a echar a la hoguera con sus propias manos. En lo referente a la teología cristiana, siempre afirmó que su intención era servirse de la argumentación racional para mostrar la verdad religiosa a los incrédulos.

La elaboración de su método se explica en la obra que tuvo más repercusión en su tiempo, Sic et non. En ella, Abelardo hace un catálogo metódico de las contradicciones que se pueden resaltar en la Biblia y en sus comentadores más calificados, los padres y doctores de la Iglesia, a quienes entonces se les designaba con el nombre de «autoridades» porque, efectivamente, eran una autoridad en materia de fe. Sic et non era, por tanto, la razón enfrentándose a las autoridades, lo cual ponía de manifiesto un gran atrevimiento.

Sic et non sentaba las bases de un método que sería después el de la filosofía escolástica; Abelardo no creó este método, pero le dio su fundamento racional. En su obra, no llegaba a una conclusión, solo establecía los términos contrarios sin llegar a una síntesis, y tal vez por eso pareció sospechoso a los ojos de sus contemporáneos, pero esta obra es la que nos permite apreciar esa actitud de interrogación continua, la que fascinaba a la juventud que le escuchaba, la que él llama la inquisición permanente en el sentido original del término: indagación, interrogación, búsqueda.

La ética ocupa un puesto especial en su vida, porque siempre mantuvo una línea de coherencia y honestidad buscada constantemente en su manera de pensar y actuar. Dos obras son la base de su doctrina ética: Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano y la Ética o Conócete a ti mismo, donde va derecho al fundamento de la moralidad de los actos. La moral de Abelardo es una moral de la intención; no es la acción la que cuenta, sino la intención.

Abelardo diferencia entre vicio, pecado y mala acción. Puede haber un vicio (un defecto) y no una mala acción. El defecto está presente a pesar de que no se dé la acción, igual que la cojera está en el cojo aun cuando no camine cojeando. Análogamente, puede existir la ira, por ejemplo, aunque no se manifieste.

El pecado consistiría más en el «no ser» que en el «ser», interpretando esto como cuando definimos la oscuridad como ausencia de luz, o sea, «no luz» y «luz». Pero pecado no es deseo. Dice Abelardo: uno ve a una mujer y es presa de la concupiscencia. Si fuera pecado, ¿qué pasa cuando este deseo queda dominado por la templanza? ¿Es que podría haber pelea sin ocasión de pelear? El pecado es el consentimiento.

Abelardo dice que no basta creer que uno obra bien para que se dé una recta intención. Los que perseguían a los mártires, por ejemplo, no creían que obraban mal y, sin embargo, para Abelardo, su intención era errónea. Tal vez podríamos añadir nosotros todos los crímenes y fanatismos que se han cometido «en nombre de Dios» a lo largo de la historia. No se habría de llamar buena, por tanto, a una intención solo porque parezca buena, sino que tiene que serlo realmente. Dice también que el pecado se podrá evitar tanto mejor cuanto más cuidado se ponga en entenderlo, porque nadie puede verse libre de un vicio si no lo conoce.

Un filósofo para estudiar

Pedro Abelardo fue como una «estrella del rock» de su época, un personaje que movía multitudes y que tenía un club de fans muy numeroso, que lo acompañaba en sus actuaciones públicas y lo jaleaba cuando triunfaba en escena. La gente que lo que deseaba aprender, cultivarse, razonar, entender su fe. Eran personas que creían en Dios o en un orden divino muy superior a la cotidianeidad humana y que deseaban comprender y fundamentar su aspiración de ser mejores y más virtuosos, de distinguir lo bueno y lo malo, utilizando para ello el instrumento más humano que tenemos: la mente.

Si hemos de creer lo que nos llega de antiguas tradiciones, la mente es lo que nos distingue del resto de los reinos de la naturaleza, y constituye una herramienta única y llena de posibilidades que hemos de descubrir y potenciar para evolucionar como seres humanos. Podemos derivar muchísimas actuaciones en los medios tecnológicos que hoy están a nuestro alcance, por supuesto, pero ejercitarnos en pensar es un deber que nos corresponde y que no debemos eludir.

Bibliografía

Conócete a ti mismo. Pedro Abelardo. Estudio preliminar, traducción y notas de Pedro R. Santidrián. Ed. Tecnos 1990.

Eloísa y Abelardo. Régine Pernoud. Colección Austral. Espasa Calpe 1973.

Cartas de Abelardo y Heloísa. Ensayo histórico de Pauline Guizot. Barcelona 1839 (no figura editorial). Biblioteca Menéndez Pelayo de Santander.

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