Filosofía — 1 de abril de 2013 at 00:00

Nuestra actitud ante la nueva ciencia

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Acabamos la primera parte de este artículo en un número anterior de Esfinge con algunas palabras clave que nos permiten sintetizar el pensamiento sugerente del físico cuántico alemán Hans-Peter Dürr . Merece la pena detenernos ahora un poco más sobre la primera palabra mencionada, o sea la modestia, tan necesaria para orientar nuestra vida hacia un equilibrio global, y cuya falta sigue causando enormes daños a todos los niveles.
Modestia significa reconocer y aceptar nuestros límites. Al no hacerlo, manifestamos lo que los griegos llamaban hibris, o sea, la jactancia humana que desafía las leyes naturales y divinas. El resultado de ello solo puede ser un fracaso total. El hombre moderno, con su fe ciega en la ciencia –pero solo en una parte de ella, la cartesiana-newtoniana–, está también jugando con leyes que desconoce, pretendiendo estar en posesión de su derecho a hacerlo.
Antes de lanzar la primera bomba atómica, además de tener la certidumbre de provocar una matanza masiva, una de las hipótesis era que se podría hasta llegar a cambiar la inclinación del eje de la Tierra. No obstante, nada pudo detener la decisión que marcó un cambio irreversible y trágico en la historia de la humanidad. Aunque menos en el centro del debate que hace algunas décadas, la bomba atómica sigue siendo el paradigma de nuestra irresponsabilidad presuntuosa.
Desde la tragedia de Hiroshima en 1945, los ejemplos de falta de cuidado en el manejo de la Naturaleza se han multiplicado. No se tiene en cuenta el hecho de que no es nada aconsejable hacer todo lo que se puede hacer. Nosotros ignoramos hacia dónde nos llevan las manipulaciones de una vida que pretendemos dominar sin conocerla a fondo. La verdad es que nos cuesta admitir que no sabemos lo suficiente y que nunca llegaremos a comprenderlo todo. La complejidad del mundo supera nuestras capacidades de comprensión intelectual y no es reducible a operaciones matemáticas que un ordenador, aún por desarrollar, podría resolver un día más o menos cercano.
Negando todo esto, la mente humana sigue cultivando su propensión a creerse omnipotente, considerando al hombre como demiurgo, dueño de la Tierra, un planeta, irónicamente, que no abultaría más que un granito de arena en la inmensidad del cosmos. Además, en el fondo de esa idea tan equivocada de nosotros mismos no habita el coraje de quien cree en su fuerza, sino al contrario, una forma de miedo a la complejidad y a la incertidumbre de la vida. La falta de modestia nos aleja de la aprensión de no poder dominar lo que tenemos por delante y, como consecuencia, nos imaginamos más de lo que somos, agarrándonos a falsas certidumbres y negando la evidencia de lo mucho que se nos escapa, tanto física como intelectualmente.
Todo esto vale tanto para la vida cotidiana como para la ciencia. Dürr nos recuerda que la irrupción de la física cuántica, con sus aspectos de paradoja –el rol del observador, que influye en fenómenos que se creían objetivos, la imposibilidad de determinar posición y velocidad de una partícula–, ha mermado la seguridad de los físicos en los principios tradicionales de su ciencia. Desafortunadamente, la respuesta de muchos de ellos ha sido encerrarse aún más en su propio recinto.

La física cuántica o las nuevas paradojas
Ya en los años treinta del siglo XX, el físico inglés Eddington explicaba con un ejemplo la actitud de los físicos: «Supongamos que un ictiólogo se dispone a estudiar la vida en el océano, y que para esto, comienza a echar la red. Obtiene así una redada. Al observarla y tratar de sistematizar sus observaciones, procede de un modo análogo al del hombre de ciencia. El ictiólogo llega así a dos conclusiones: 1) La longitud de todos los animales del mar es de más de cinco centímetros. 2) Todos los animales del mar tienen branquias. Estas conclusiones son ciertas respecto de su redada, y hace la hipótesis provisoria de que también serán ciertas sea cual sea el número de veces que eche la red.
En esta comparación que estamos haciendo, la redada representa el conjunto de conocimientos que constituye la ciencia física, y la red, el sistema de las capacidades sensoriales e intelectuales que usamos para obtener dichos conocimientos. Siguiendo con la comparación, el echar la red corresponde a la observación, pues todo conocimiento que no pueda obtenerse mediante la misma no es considerado como conocimiento físico. Un espectador podría hacer al ictiólogo la objeción de que la primera de sus conclusiones es incorrecta. «Hay –le diría– una gran cantidad de animales en el mar que tienen una longitud menor de cinco centímetros, y usted no los ha visto porque su red no sirve para cogerlos». El ictiólogo rechaza esta objeción con menosprecio diciendo: «Cualquier objeto que mi red no pueda coger está ipso facto fuera del objeto del conocimiento ictiológico. En resumen: lo que mi red no puede coger no forma parte del mundo de los peces». Continuando con el paralelo diríamos: «A menos que esté usted haciendo adivinanzas, pretende un conocimiento del universo físico obtenido de un modo distinto al de la aplicación de los métodos de las ciencias físicas y, además, reconocidamente inverificables por esos mismos métodos. ¡Vamos, usted es un metafísico!» .
Metafísico sería aquí un insulto, ya que correspondería a ignorante de los procedimientos correctos para hacer ciencia. En realidad, todos nos comportamos como los físicos descritos por Eddington: definimos y vivimos dentro de unos límites fijados por nosotros mismos, con la idea de que no hay alternativa posible a nuestra visión del mundo. Todo lo que sale de los esquemas que hemos inventado para proteger nuestro yo miedoso debe ser rechazado por no ser científico, o no ser moral, o no ser lógico, u otra falta que nosotros mismos le achacamos.
Esta defensa ciega de pautas mentales rígidas tiene un precio. Dürr nos dice que así nos negamos a la vida real, a lo que él llama la Wirklichkeit, la realidad activa y potencialmente múltiple que la física de las partículas elementales nos descubre. En lugar de leyes fijas y previsibles, que casi niegan el futuro por contener ya toda la evolución posible desde el primer momento, la física cuántica nos propone posibilidades y un rol activo para el observador. Entonces, el porvenir se presenta abierto, no hay nada en las partículas que indique la necesidad de un desarrollo preciso. Nosotros, como partes del conjunto, podemos contribuir a modelar el futuro.
En otras palabras, si conseguimos fijar nuestra conciencia en el nivel, por así decirlo –naturalmente de forma impropia, pero funcional a la idea–, en el que hay olas de energía en movimiento y no verdaderamente cuerpos ya formados y una evolución determinada, no llegaremos a ser demiurgos, como nuestra hibris quizás quisiera, pero sí creadores de nuestras vidas, lo que evidentemente es más importante para nuestra felicidad individual. Sin embargo, este proceso supone una conciencia más profunda de nuestro sitio en el mundo; mejor dicho, de la relación holística, del vínculo íntimo e indisoluble entre todo y todos. La gran creatividad intrínseca en la dimensión científica y filosófica de la física cuántica se puede expresar si se comprende la idea antigua y moderna de la trama de la vida. Lo que otro físico, Fritjof Capra, describe en su libro con el mismo título . ya estaba en la admonición de See-at-la, nativo norteamericano, al presidente estadounidense Franklin Pierce, en 1855: «Todas las cosas están relacionadas. Todo lo que afecta a la Tierra afecta a los hijos de la Tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida: es solo una hebra de ella. Cualquier cosa que él hace a la red, se la hace a sí mismo» .

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