No olvidamos en Esfinge que los seres humanos tenemos, como anhelo último del conocimiento, la posibilidad de comprender el universo, es decir, el mundo, la realidad, que es también decir comprendernos a nosotros mismos. Por eso, animamos a nuestros colaboradores a que hagan el esfuerzo de explicarnos los avances de la ciencia y cómo los viejos paradigmas han sido sustituidos por otros nuevos, más complejos, donde las matemáticas y la física se dan la mano y, juntas, miran a la atrevida metafísica, para comparar sus términos y ver si coinciden, si se encuentran en algún plano de lo que se pueda conocer o demostrar. La vieja soberbia científica decimonónica ha dado paso a una mayor humildad, ante la dificultad para demostrar algunas intuiciones y comprobar que el campo de lo que no sabemos es más extenso que el que abarca lo que ya sabemos.
Como recomendaban los filósofos antiguos, mirar hacia el universo nos eleva por encima de la vida a ras del suelo: nosotros, pequeños, impotentes, frente a la inmensidad, nosotros, intentando resolver nuestros dilemas morales cotidianos, frente a la magnitud de los enigmas aún sin resolver.
Sin embargo, de manera misteriosa, cuando regresamos a nuestros afanes, después de hacernos las preguntas imposibles que intentan abarcar el universo, una nueva claridad nos permite abrirnos paso entre nuestras incertidumbres. Y comprobamos que era una buena recomendación la de aprender matemáticas para buscar la sabiduría.