En el siglo IV o V de la Era de Cristo un estudiante ejercitó en mí su mano de copista. Cortó las maderas que me conforman, y fabricó su cuaderno de trabajo. Era, es, hermoso lo que escribió en mí: la arenga de Sócrates a Demónico, un texto, como todos los del filósofo griego, muy de moda en el Egipto helenístico.
Como sólo soy un cuaderno de trabajo, no me guardó el estudiante en
ninguna biblioteca. Me dejó sobre su mesa, me perdí entre otros muchos objetos, en su casa de la ciudad romano-bizantina de Kellis, que hoy llamáis Ismant-el-Gharab, y que fue ocupada desde la época tolemaica hasta final del período cristiano.
Luego, Kellis desapareció bajo la arena de Egipto, que tan bien sabe guardar sus tesoros.
En el siglo XX he vuelto a la luz, y conmigo, que nada valgo, que sólo soy un humilde pedazo de madera, los restos de un árbol que hace cientos de años que es sólo polvo entre el polvo, han resurgido las palabras eternas de un filósofo. Sus consejos y exhortaciones morales a un joven discípulo. Ideas que fueron válidas hace 1.600 años y lo son para vosotros.
Nunca mueren las palabras de un filósofo. En madera, en pergamino, en piedra, quizá hayan dormido sueño de siglos en el fondo de la historia; pero surgen una y otra vez, imperecederas, abriéndose camino en el tiempo, iluminando el camino una y otra vez.
Quizá algunos excavadores sueñen con joyas. Con alzar entre sus manos, como hizo Schliemann, la corona de un rey. La espada de un guerrero. El collar de una reina. Yo sólo soy madera. Y sin embargo, valgo más que una joya que reluzca al sol.
Porque yo traigo en mí, grabadas para siempre por el cálamo del estudiante, palabras de sabiduría.
Las palabras de Sócrates. Sus enseñanzas para la vida. Sus consejos para caminar.
Un collar puede ser sustituido. Una idea nunca. La belleza de las palabras enhebradas son perlas para el collar de la paloma, como dijo el poeta árabe. Son alas de mariposa ºagitando el viento de nuestros sueños. Son gotas de agua destellando en una rama: se mueven, se unen, forman pequeños riachuelos que desembocan en el alma.
Así, yo os he traído, desde las arenas de Egipto, un tesoro de palabras. Palabras griegas, como las pronunció Sócrates, como sonaron en labios de Alejandro, de Pericles, de Platón.
Es el lenguaje de los dioses del Olimpo.
Son las ideas de los filósofos.
Soy sólo un pedazo de madera. Soy el cofre que guarda el mejor de los tesoros.