Juliano no mencionó en ninguno de sus discursos, tratados o cartas cómo afectaría el Edicto de Restitución a ninguno de los templos y santuarios más destacados del mundo griego, ni ningún lugar de culto en concreto. Por tanto, nunca mencionó qué papel desempeñaría Olimpia dentro del programa que había diseñado y cuya ejecución quedó truncada por la brevedad de su gobierno.
Ninguna información directa, ni siquiera un mínimo apunte sobre si este santuario o algún otro lugar sería un punto destacado para la organización de la nueva Iglesia pagana. Sin embargo, es de destacar que las alusiones a Olimpia a lo largo de la obra literaria de Juliano son relativamente numerosas. No hay ningún otro lugar de culto que reciba tantas menciones. Todas ellas se refieren a distintos aspectos del santuario, tanto a edificios que allí se podían visitar como a su actividad religiosa. Y especialmente a la vida atlética y agonística que albergaba.
Parte de esas referencias ya han sido mencionadas anteriormente, como la comparación de Constantino II con un olympionikes, un recurso empleado en ese panegírico. Con esta cantidad de alusiones, se puede deducir que en la profunda y amplia formación intelectual y filosófica en que nuestro protagonista se había educado Olimpia había sido una referencia destacada que asimiló y reflejó en sus escritos, y consecuentemente también debió de merecer una atención más que importante en su programa de restitución. Una característica destacada en todas las veces que cita Olimpia es que rodea el término de un aura de sacralidad notable. Este enclave sacro de la Élide aparece como un lugar de un prestigio altísimo, igual que todo lo que estuviera relacionado con él.
Un buen ejemplo de la autoridad que Juliano otorgaba al nombre de Olimpia es la utilización, en varias ocasiones, de metáforas y símiles en los que una situación o alguien se compara positivamente con algún aspecto del santuario, normalmente del ámbito atlético. En su tratado Sobre la realeza emite un elogio sobre la virtud, una de las mayores cualidades que alguien puede poseer porque es la única marca de nobleza frente a la riqueza y linaje heredados de los padres y antepasados. Y enumera todas las gestas que se han podido alcanzar en una familia ilustre, sin significar por ello que un descendiente posea automáticamente la virtud que permitió alcanzarlas. Alguien puede resultar malvado o innoble aunque sus progenitores «tuvieran una riqueza de diez mil talentos, ni aunque contaran entre sus antepasados veinte príncipes o, por Zeus, incluso veinte tiranos, ni aunque hubieran resultado vencedores en los Juegos Olímpicos o Píticos o en lucha contra los enemigos, victorias que, naturalmente, son mucho más brillantes que aquellas y pudieran mostrarlas en mayor número que el primer César[1]».
La hazaña de vencer en los festivales de Olimpia
Para reforzar su planteamiento, Juliano exagera y presenta un cúmulo de las máximas hazañas imaginables: una inmensa fortuna, tener un árbol genealógico con decenas de príncipes o conseguir triunfos militares comparables a los de Julio César. Y junto a estos brillantísimos honores y cargos, prácticamente restringidos a un miembro de una dinastía imperial, Juliano colocaba la hazaña de ser vencedor en los festivales agonísticos de Olimpia o Delfos [νίκας Ὀλυμπιακὰς ἢ Πυθικὰς ἀγώνων]. Es evidente el enorme valor y prestigio que según él suponía ceñirse la corona sagrada de olivo o de laurel. Aparte del valor que tiene este comentario para comprender mejor su ideología y su forma de pensar, estamos ante la evidencia de que está situando al mismo nivel los triunfos de un emperador con la victoria olímpica. Como un pequeño apunte, cabe destacar que invoca a Zeus poco antes de citar Olimpia.
En el discurso Contra el cínico Heraclio, donde expone su profundo malestar hacia el comportamiento y los postulados de los cínicos contemporáneos, realiza sin embargo un extenso reconocimiento hacia los primeros y, según él, auténticos representantes de la filosofía cínica. Diógenes y su discípulo Crates, del siglo IV a.C. creían y respetaban intensamente a los dioses, mientras que Juliano achaca a los cínicos contemporáneos una preocupante ausencia de fe en ellos. Diógenes, que admiraba la filosofía de Platón, era para Juliano el modelo perfecto de hombre piadoso, así que son frecuentes a lo largo de la obra la cita de ciertos momentos en los que mostró su piedad y, por consiguiente, deja en evidencia a los herederos de la corriente cínica[2].
Y varios de esos momentos son escogidos por Juliano con relación a Olimpia. De ese modo, ponía como ejemplo de religiosidad especialmente intensa la asistencia a este santuario. En el siguiente fragmento, desarrolla las razones de que Diógenes fuera hacia allí, demostrando cómo la religión le movió a ser un peregrino en Olimpia. Una gran fe, según el texto, se ha de corresponder con un centro de culto de tamaño semejante, y este es Olimpia:
«Cómo se comportó, pues, este Diógenes con respecto a las cosas humanas y divinas (…) ¿Por qué, por Zeus, fue a Olimpia? ¿Para ver a los competidores? ¿Cómo es posible? ¿No podía verlos sin problemas en los Juegos Ístmicos o en los Panatenaicos? ¿Acaso quería encontrarse allí con los griegos más ilustres? Pues ¿no frecuentaban también el Istmo? No se podría encontrar otra causa que el culto al dios. Y no le atemoriza el rayo, como tampoco me asusta a mí, que, por los dioses, en numerosas ocasiones he consultado los signos celestes (…) Diógenes, pobre y desprovisto de riquezas, marchó a Olimpia y mandó venir a su lado a Alejandro, si hay que fiarse de Dión. Así creyó que a él le convenía frecuentar los santuarios de los dioses y al rey más importante de su época le convenía su propia compañía (…) No solo en sus palabras fue Diógenes piadoso, sino también en sus actos[3]».
Olimpia, centro sagrado
No es por la celebración de agones, que también ocurren en otros santuarios. Ni por la sacralidad de estos que, aunque grande, no es comparable a Olimpia. Con esta reflexión, escrita por Juliano cuando ya era emperador y por tanto cuando el Edicto de Restitución comenzaba a ser una realidad, puso de manifiesto con impecable claridad que Olimpia era centro religioso de primer orden para el la heterogénea religión griega, y que así quería que siguiera siendo después de su Edicto con el que buscaba unificar en doctrina y funcionamiento el paganismo. «El culto al dios» era tan importante en este santuario que un prototipo de religiosidad como Diógenes prefería marchar allí que a cualquier otro lugar sagrado.
Aunque careciese de recursos, él iba, y convencía al hombre más poderoso de entonces de que lo acompañara (en El banquete Juliano manifiesta su afecto hacia la figura de Alejandro, y en este caso se fía de Dión Crisóstomo para referir la presencia del rey macedonio[4]). El santuario de Istmia queda, según el fragmento, como mera sede de los agones Ístmicos y no como un santuario dedicado a Poseidón (dios al que apenas nombra en toda su producción literaria). Con las dos últimas frases argumenta el emperador «no solo en sus palabras fue piadoso Diógenes, sino también en sus actos» porque «frecuentaba los santuarios de los dioses»: parece que el peregrinaje únicamente a Olimpia, pues elude mencionar otro templos del mundo griego, es suficiente para demostrar la devoción de un creyente.
Que la razón sagrada de ir a Olimpia no sea por los agones, que se celebran en otros sitios, sino el culto a Zeus, queda refrendada poco después en la misma obra cuando defiende que «todas las ofrendas a los dioses, grandes o pequeñas, acompañadas de la santidad, tienen la misma fuerza; pero sin la santidad, no ya una hecatombe por los dioses, sino la quiliombe de Olimpia es un simple gesto y nada más[5]». Olimpia sin su componente sagrado no tendría valor, y un sacrificio o una competición agonística gozaban de enorme sacralidad porque se hacían para Zeus y para los dioses. Juliano insiste en que este santuario es un centro de enorme importancia religiosa, y por tanto es fácil deducir que debió de ser clave en su programa de restitución pagana.
Retomando la figura de Diógenes, el emperador vuelve a mencionar su asistencia a Olimpia, pero ahora con el objetivo de argumentar que una persona tan devota y piadosa como él debía necesariamente obedecer las leyes del Estado. Liga, por tanto, como ya hizo en Sobre la realeza, la condición de buen ciudadano con la de creyente al hacerse la siguiente pregunta retórica: «cómo un hombre que a causa de los dioses había ido hasta Olimpia, que había obedecido al dios Pítico y filosofado como Sócrates no hubiera penetrado con gran alegría en los sagrados santuarios si no hubiera declinado someterse a las leyes y aparecer como esclavo de una república[6]». Ahora no es el santuario del valle del Alfeo el único lugar de la religión griega que menciona, pues también cita a la Pitia de Delfos, además de alabar su capacidad filosófica.
La cultura griega en Olimpia
Olimpia, vista ya la enorme importancia religiosa que tenía para la cabeza del Imperio, también era para él sinónimo de la excepcional calidad artística de la cultura griega. Aunque sin olvidar del todo el significado religioso. Escoge las dos obras escultóricas más emblemáticas de uno de los mayores artistas del clasicismo ateniense («y me ocurriría lo mismo que a aquel pobre ingenuo que, contemplando las obras de Fidias, intentaba darle explicaciones al propio Fidias de su Virgen de la Acrópolis y del Zeus de Pisa[7]»), Fidias, para presentarlas como símiles de algo maravilloso. Y otra vez vuelve a tener en mente a Olimpia, cuya estatua de oro y marfil del templo de Zeus aún se podía ver en el segundo tercio del siglo III d.C[8].
En el mismo tratado, pero un poco después, vuelve a relacionar el santuario consagrado a Zeus con una de las cumbres de la cultura griega, en este caso dentro de la literatura, al enumerar los cantores griegos de gestas por antonomasia. Empieza con Homero y sigue con sofistas, los inspirados por las musas, y acaba citando los heraldos olímpicos: «nunca faltarán poetas que celebren las guerras y proclamen las victorias con resplandeciente voz, al estilo de los heraldos olímpicos[9]». Al decir que Constancio II merece que sus triunfos militares sean cantados por Homero y por un heraldo olímpico, sitúa a estos dos al mismo nivel, y a la vez vuelve a comparar a su primo con un vencedor de los agones de Olimpia (ya que un heraldo anunciaba a este).
Recién muerto Constancio II, Juliano expresó sus dudas al sofista Temistio sobre su inminente toma de las riendas del Imperio por si no estaría a la altura de ocupar la más alta magistratura del Estado y por si la divinidad lo privaría de fortuna en el gobierno. Empleó un símil con el que vuelve a recurrir a Olimpia para describir su situación, con la que debía contentar las enormes esperanzas que sus amistades y la élite pagana en general estaban depositando en el joven emperador. El cambio en que se ve inmerso, de filósofo “aficionado” a tener la autoridad para convertir en ley el neoplatonismo, lo concibe semejante a convertirse súbitamente en un atleta de élite:
«De la misma manera que si a un hombre que, a duras penas y con esfuerzo a causa de su salud, practica ejercicios moderados [γυμναζομένῳ μετρίως] en su casa le anunciases: ‘Ahora has llegado a Olimpia y has cambiado la palestra de tu casa por el estadio de Zeus, en el que tendrás espectadores griegos venidos de todas partes y muy especialmente tus propios conciudadanos, en cuyo nombre tienes que competir [ἀγωνίζεσθαι], (…) lo derrumbarías inmediatamente y le harías temblar antes de la competición [ἀγωνίας], de igual modo, créetelo, a mí también me has colocado en una situación semejante con las palabras que has escrito[10]».
Temistio había encomiado a Juliano, en una carta previa, a hacer prácticos sus conocimientos filosóficos aprovechando su nueva condición de emperador, y a nuestro protagonista esto le parece un reto inmenso comparado a ser un atleta que participa en los agones de Olimpia. Competir en «el estadio de Zeus» vuelve a equipararse al cargo de emperador, y que repita esto siendo lo segundo significa incidir en la muy alta estima que tenía hacia todo lo que acontecía dentro del santuario. Y, sin duda, las competiciones atléticas y las Olimpiadas eran de lo más célebre y conocido. El hecho de verse a sí mismo como un hombre que realiza ejercicios por una simple cuestión de salud hace pensar que lo escribió teniendo en mente los tratados de Galeno y Filóstrato[11].
Como conclusión, es conveniente recordar que para Juliano todo aquello que tuviera vinculación con lo sagrado y que fuera útil en su programa de revitalización del paganismo era ponderado en sus escritos con un cariz muy positivo. Y el atletismo, celebrado en santuarios como Olimpia, disfrutaba de esa predilección. Igualmente, el ejercicio físico a través del cual los atletas se entrenaban, en gimnasios y palestras presentes junto a los mismos templos, estaba revestido de sacralidad. Así lo manifestó cuando vuelve a tratar la figura de Diógenes[12], al que alaba utilizando la metáfora de un atleta que ejercita su cuerpo para poder alcanzar en un agón la corona sagrada: «Con este ejercicio atlético [ἀσκήσεως] este hombre tuvo un cuerpo tan varonil como nadie, a mi entender, de los que compiten por una corona, y dispuso su alma de tal forma que era feliz[13]».
[1] Jul., Or. II 83 b – c.
[2] Smith, 1995, pp. 79-90. Juliano, aunque en parte compara a los cínicos con los cristianos, no realiza un ataque frontal contra ellos porque realmente son paganos. Simplemente no son útiles para su programa de un helenismo unificado.
[3] Jul., Or. VII 212 a – d. “οὗτος οὖν ὁ Διογένης ὁποῖός τις ἦν τά τε πρὸς τοὺς θεοὺς καὶ τὰ πρὸς ἀνθρώπους (…) Ἦλθεν εἰς Ὀλυμπίαν ἐπὶ τί πρὸς Διός; ἵνα τοὺς ἀγωνιστὰς θεάσηται; τί δέ; οὐχὶ καὶ Ἰσθμίοις τοὺς αὐτοὺς καὶ Παναθηναίοις θεάσασθαι δίχα πραγμάτων οἷόν τε ἦν; ἀλλὰ ἐθέλων ἐκεῖ τοῖς κρατίστοις συγγενέσθαι τῶν Ἑλλήνων; οὐ γὰρ Ἰσθμόνδε ἐφοίτων; οὐκ ἂν οὖν εὕροις ἄλλην αἰτίαν ἢ τὴν εἰς τὸν θεὸν θεραπείαν. εἰ δ’ οὐκ ἐξεπλάγη τὸν κεραυνόν: οὐδὲ ἐγὼ μὰ τοὺς θεοὺς πολλῶν πολλάκις πειραθεὶς διοσημιῶν ἐξεπλάγην (…) Διογένης δὲ καὶ πένης ὢν καὶ χρημάτων ἐνδεὴς εἰς Ὀλυμπίαν ἐβάδιζεν, Ἀλέξανδρον δὲ ἥκειν ἐκέλευε παῤ ἑαυτόν, εἴ τῳ πιστὸς ὁ Δίων. οὕτω πρέπειν ἐνόμιζεν ἑαυτῷ μὲν φοιτᾶν ἐπὶ τὰ ἱερὰ τῶν θεῶν, τῷ βασιλικωτάτῳ δὲ τῶν καθ’ ἑαυτὸν ἐπὶ τὴν ἑαυτοῦ συνουσίαν (…) οὐ μόνον δὲ ἐν τοῖς λόγοις ἦν ὁ Διογένης θεοσεβής, ἀλλὰ γὰρ καὶ ἐν τοῖς ἔργοις”.
[4] Dion Cris., Or. 4, 12.
[5] Jul., Or. VII 214 a.
[6] Jul., Or. VII 238 d – 239 a.
[7] Jul., Or. II 54 a. Pisa era una ciudad de la Élide cercana a Olimpia, y que durante el Arcaísmo disputo a Elis el control del santuario.
[8] Sinn, 1996, p. 127. La estatua se trasladó a Constantinopla en tiempos de Teodosio I.
[9] Jul., Or. II 78 b – c.
[10] Jul., ad Them. 262 d – 263 b.
[11] König, 2005, p. 254.
[12] Smith, 1995, p. 73.
[13] Jul., Or. VI 195 a – b.