Desde que apareció el cinematógrafo como nuevo espectáculo de masas la sociedad le asignó una misión de distracción, entretenimiento, evasión de los problemas cotidianos y tal enfoque sigue siendo vigente en la actualidad, más de un siglo después. Pero ya sabemos mucho más de lo que hace el cine con la gente y de lo que hace la gente con el cine. Estamos familiarizados con su capacidad narrativa, con el poder de alimentar el imaginario social, de sacarnos de nuestra realidad cotidiana y hacernos soñar. El cine construye discursos, transmite patrones culturales, sirve a los intereses de todas las ideologías, hace que nos representemos la historia y el presente de una determinada manera, responde en suma a la forma de ver el mundo de las gentes y no siempre de manera totalmente inocente.
Noël Burch lo definió como «El tragaluz del infinito» en un libro clásico que explica muchas cosas de este fenómeno cultural tan importante. Y alguien lo denominó como «una fábrica de sueños».
Nosotros en Esfinge consideramos que el cine también es una buena herramienta para hacernos reflexionar y tomar conciencia de nuestra realidad humana y cambiante. Por eso lo hemos emparentado con un tipo de filosofía pegada a la vida de las personas que se debaten en busca del sentido de su existencia. Hemos convocado a nuestros colaboradores a la tarea y el resultado es este número, con su espléndida relación de ejemplos que muestran que sí, que los filósofos van al cine y hacen cine.