De los Ramón Berenguer condes soberanos de Barcelona, yo soy el II. Por tradición todos nosotros tenemos el mismo nombre alternado: mi abuelo Berenguer Ramón I el Curvo murió cuando mi padre Ramón Berenguer contaba tan sólo doce años, subiendo tan joven al trono de Barcelona. Lo apodaron el Viejo, no por su edad, sino por la madurez y prudencia de su gobierno.
Fue gran gobernante este mi padre. Obligó a varios reyezuelos musulmanes a rendirle parias, atajó las invasiones de Almanzor, ensanchó el condado barcelonés por Lérida, Tortosa y Tarragona, comenzó la catedral de Barcelona y en el Concilio de Gerona dominó los excesos mundanos a que se habían entregado los eclesiásticos; reformó la legislación catalana, en la que regía hasta entonces el Fuero Juzgo de los godos, compilando los Usatges de Cataluña a partir de ellos.
Pero mi padre, tan gran príncipe, le esperaba un gravísimo disgusto en el seno de su familia, al final de su gloriosa vida. Entre su esposa Almodis y el hijo de un anterior matrimonio, Pedro Ramón, estallaron discordias, movidas por los celos del joven hacia mi hermano y yo, hasta el extremo de que ensangrentó sus manos con el asesinato de mi hermosa madre. Nunca i padre se repuso de este dolor. Cayó en una tristeza que poco a poco le fue consumiendo, y de ella marchó a la tumba, a los 53 años de vida y 41 de reinado.
Quedamos nosotros dos para heredar el condado de Barcelona, mi gemelo y yo. Ramón Berenguer y Berenguer Ramón. Como tantos otros soberanos, mi padre cometió el error de dejarnos el Estado pro indiviso para ambos. Una corona para dos cabezas.
Dos cabezas muy distintas, pese a ser gemelos. Yo, Ramón Berenguer, nacido el primero, tengo la cabellera de un rubio pajizo que me hizo acreedor de mi apodo: Cabeza de Estopa. Tengo los ojos claros, y claro es también mi carácter. Soy amable, pacífico, de buen trato. Mi hermano Berenguer Ramón es todo lo contrario: moreno, belicoso y descontentadizo. Él fue quien rompió la armonía del Condado. Pidió partición de las tierras y morar medio año en solitario en el palacio condal. Después me pidió que le transfiriese a mis mejores caballeros. A todo cedí, ansioso de no romper la paz que con mi cesión lograba. Y mi mansedumbre no hizo sino precipitar mi ruina. El 6 de diciembre de 1082, en un bosque solitario camino de Gerona, entre San Celoni y Hostalrich, apareció mi pobre cuerpo apuñalado. Un mes hacía del nacimiento de mi primer hijo, Ramón Berenguer.
Cataluña entera se horrorizó con la noticia. Pero nada pudo impedir que mi hermano Berenguer Ramón el Fratricida, que así se le llamó, gobernase en Barcelona. Y mi pobre viuda, Mahalta de Guiscard, y mi hijo, fueron relegados a los últimos rincones de la Corte. Nadie fue osado a defenderlos.
Excepto un caballero: Ramón Folch de Cardona. Él osó enfrentarse al asesino y defender a los infelices despojados. Otros siguieron su ejemplo y se le unieron después: Los Moncada, los condes de Cerdeña, el Obispo de Vich. Nada pudieron los conjurados, y mi hijo quedó bajo la tutela de su tío hasta que cumpliese sus 15 años.
Después, sería tan fácil otro accidente…
No había de ser así. Los defensores de los derechos de mi hijo, según los usos de mi época, recurrieron a un juez de más allá de las fronteras de Barcelona y nombraron a Alfonso VI de Castilla mediador en el desafuero del Fratricida. Hubo éste de aceptar el Juicio de Dios, y en él fue derrotado por la mano del Supremo Justiciero. No fue muerto: deshonrado y convicto, no tuvo otro camino para limpiar su honor que marchar a Tierra Santa, donde murió combatiendo como bueno bajo el estandarte de la Cruz.
Y así subió al trono de Barcelona mi hijo, legítimo heredero, Ramón Berenguer III. La Historia le llamó El Grande. Casó con María, hija del Campeador.
Castilla y Cataluña, sangre de España unida.