«¿Ve usted algo?». «Sí, cosas maravillosas». Este escueto diálogo entre lord Carnarvon y Howard Carter, en el momento en que este último observaba por primera vez el interior de la tumba de Tutankamon tras más de tres mil años de oscuridad, condensa en pocas palabras muchos años de trabajo, de arduo trabajo excavando bajo el inmisericorde sol egipcio y de intensa búsqueda de los vestigios que esa antiquísima civilización dejó esparcidos por todos los rincones del país.
Carter llegó a Egipto con solo diecisiete años, contratado para copiar bajorrelieves e inscripciones. Más tarde aprendió técnicas de excavación de la mano de arqueólogos de la talla de Flinders Petrie, aunque no será hasta 1906 cuando comience a trabajar para el quinto conde de Carnarvon, que pasaba los inviernos en Egipto por prescripción médica tras las graves lesiones sufridas en un accidente automovilístico.
Nuestro particular Dream Team excavó entre 1907 y 1911 en una de las necrópolis de Tebas oeste, y luego se trasladó a Sakha, en el delta del Nilo, aunque tuvieron que abandonar pronto los trabajos debido a una invasión de cobras y víboras cornudas.
La oportunidad de excavar en el Valle de los Reyes le llegó en 1914, y nuestra pareja se centró en una zona muy concreta en la que otros arqueólogos habían encontrado y desechado diversos vestigios, que incitaban a Carter a pensar que allí podía esconderse la sepultura de un faraón poco conocido: Tutankamon.
Pero pasaban los meses y la tumba no aparecía. Carnarvon se impacientaba mientras veía cómo su dinero se esfumaba sin resultados, con lo que dio al arqueólogo un ultimátum. Si en la campaña del invierno de 1922 no encontraban nada, darían la excavación por finalizada de forma definitiva.
Comenzaron por excavar la zona que se extendía ante la tumba de Ramsés VI, tarea que se había ido retrasando para no cortar el acceso a los muchos turistas que la visitaban. El 3 de noviembre ya habían demolido unas cabañas de piedra que encontraron en el subsuelo para excavar el metro de tierra que quedaba entre estas y la roca virgen. Pero aquel sería el trabajo del día siguiente.
Un día especial
Cuando Carter regresó por la mañana, se sorprendió por el silencio en la excavación. No se oían ruidos de herramientas, ni cantos… Alguien llegó corriendo. Había aparecido un escalón tallado en la roca.
Se dirigió de inmediato al lugar y ordenó reanudar el trabajo. Al final del día, al fondo de la escalinata, encontraron una puerta tapiada, enlucida y con los sellos intactos de la necrópolis real: un chacal con nueve cautivos arrodillados. Fuera quien fuera el que estuviera allí enterrado era una personalidad importante, aunque por su pequeño tamaño no parecía que se tratara de una tumba real. Carter hizo un agujero en la pared y comprobó que el corredor, al otro lado, estaba lleno de escombros hasta el techo, lo que parecía indicar que la sepultura seguía intacta. Ordenó cubrir de nuevo la escalera para que Carnarvon pudiera estar presente el día de su apertura.
El conde arribó dos semanas más tarde. Se descubrió de nuevo la escalera y llegó la primera decepción. Al pie de la puerta tapiada se veían señales inequívocas de, al menos, dos intrusiones.
Tras dos días limpiando de escombros el corredor descendente, encontraron una segunda puerta tapiada similar a la primera, con los mismos sellos reales y las mismas huellas de intrusión vueltas a cubrir. Era el 26 de noviembre de 1922, un día que pasaría a los anales de la historia de la arqueología.
Carter hizo un pequeño agujero en la esquina superior izquierda y metió una barra de hierro. Al otro lado no había nada. Ensanchó el agujero, introdujo una vela y se asomó.
Tras él, Carnarvon, su hija, lady Evelin, y el egiptólogo Arthur Callender, contenían la respiración.
Así nos lo contaría él después:
«Al principio no pude ver nada, ya que el aire caliente que salía de la cámara hacía titilar la llama de la vela, pero luego, mis ojos se acostumbraron a la luz, los detalles del interior de la habitación emergieron lentamente de las tinieblas: animales extraños, estatuas y oro, por todas partes el brillo del oro. Por un momento, que debió de parecer eterno a los otros que estaban esperando, quedé aturdido por la sorpresa, y cuando Carnarvon, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo, preguntó ansiosamente “¿Puede ver algo?”, todo lo que pude hacer fue decir: “Sí, cosas maravillosas”».
Tras derribar la puerta tapiada, pudieron observar que los maravillosos objetos entrevistos por Carter se amontonaban por todas partes, llenando la habitación que, desde entonces, conocemos como la antecámara. Carros desmontados, enormes lechos con cabezas de animales, cajas y arcas, vasijas de mil formas…, así hasta más de 600 piezas, pero cuando se recuperaron del aturdimiento inicial, se dieron cuenta de que no había rastro de sarcófagos o ataúdes por ningún sitio. ¿Dónde estaba la momia?
Pronto descubrieron que, al fondo, había otra puerta tapiada y sellada, flanqueada por dos estatuas de tamaño natural. Sin duda, allí descansaría el rey. También encontraron, debajo de uno de los lechos situados frente a la entrada, un minúsculo agujero que daba paso a otra pequeña sala (el conocido como anexo), repleta de objetos amontonados en un caótico desorden.
Se enfrentaban a un trabajo colosal, por lo que se reclutó a un equipo multidisciplinar y se habilitaron varias tumbas de la necrópolis como laboratorio fotográfico, almacén o taller de restauración. Necesitaron siete semanas para documentar todas las piezas de la antesala y sacarlas entre una enorme expectación de turistas y curiosos.
La cámara se abre
El 17 de febrero, una veintena de personas, escogidas entre autoridades y científicos, presenciaron la apertura de la cámara funeraria. Todos se preguntaban qué era lo que les esperaba detrás de la puerta sellada. Bueno, todos no, ya que hay indicios de que Carter, Carnarvon y su hija Evelin ya la habían atravesado tiempo atrás. Al parecer, hicieron un pequeño agujero en la base del muro por el que penetraron para ser los primeros en descubrir lo que se escondía en el sanctasanctórum de la tumba.
Carter fue retirando las piedras de la pared y apareció lo que, en un principio, parecía un muro de oro macizo. Luego, descubrieron que lo que tenían ante sí no era una pared de oro sino una enorme capilla de madera recubierta de láminas de oro y adornos de fayenza azul.
Al entrar en la cámara funeraria, la única decorada con pinturas, descubrieron que aún había una última sala que se abría en el muro oriental; la llamaron «el almacén del tesoro».
La entrada a esta habitación estaba «guardada» por una escultura del dios chacal, Anubis, tumbado sobre un podio y cubierto por un paño. Tras él se veía una especie de capilla dorada que guardaba las vísceras del rey. A su alrededor, un enorme número de arcas y maquetas de barcos llenaban el espacio.
Para alcanzar el sarcófago de piedra del rey hubo que desmontar las cuatro capillas de madera dorada que lo rodeaban. Dentro del sarcófago aún quedaban otros tres ataúdes, dos de madera y el último, de oro macizo, que contenía la momia del rey.
Lord Carnarvon murió en abril de 1923, con lo que se perdió la sorpresa final. Al abrir el último sarcófago, encontraron que la cabeza y pecho del faraón estaban cubiertos por una extraordinaria máscara de oro macizo.
Pero no todo era felicidad y alabanzas para los descubridores. Ya antes de la muerte de Carnarvon habían comenzado los problemas con las autoridades egipcias, que se quejaban por la forma en que eran tratadas por los británicos. La situación llegó a tal extremo que incluso se canceló la concesión a la viuda del conde y, por extensión, a Carter. Pero finalmente las aguas volvieron a su cauce y los trabajos se reanudaron, llegando al episodio más vergonzoso de este fantástico descubrimiento.
Durante el enterramiento del faraón los embalsamadores habían vertido una enorme cantidad de ungüentos entre los dos últimos sarcófagos y sobre la misma momia. Esta sustancia se había solidificado, de modo que era imposible tanto separar los ataúdes como extraer el cuerpo del rey, con lo que se decidió estudiar la momia dentro del ataúd. Retiraron los adornos y las vendas, que se deshacían al tocarlas, y entre las que encontraron un total de 143 objetos entre joyas, amuletos, armas, etc., y finalmente llegaron al cuerpo, que se encontraba en muy mal estado.
Por desgracia, toda la ejemplar minuciosidad e infinita paciencia que Carter había mostrado en el proceso de estudio de la tumba y los objetos allí contenidos se tornó precipitación y total desconsideración al tratar el cuerpo del rey.
Cuando hubieron retirado las vendas delanteras de la momia, se vieron incapaces de alcanzar la parte trasera sin sacar el cuerpo del féretro, ya que este estaba firmemente pegado al fondo. El Dr. Derry, encargado del estudio del cuerpo, no se lo pensó, arrancó las piernas y cortó el tronco del rey justo por encima de la cadera. Tras extraer los fragmentos seccionados, introdujeron cuchillos calientes bajo la parte superior del tronco hasta conseguir separarla del ataúd. Eso sí, la columna vertebral se partió y la cabeza se les quedó dentro de la máscara, a la que, como dijimos, estaba sólidamente adherida. En todo el proceso, Derry se ayudó en los momentos difíciles del siempre efectivo sistema del martillo y el cincel. Al final de la operación, el cuerpo del faraón había quedado reducido a dieciocho fragmentos inconexos, que no se recompusieron hasta el año siguiente.
Estudios de la momia
Han sido varios los estudios realizados con posterioridad al cadáver de Tutankamon, que han aportado diversas hipótesis sobre las causas de su muerte, aunque, finalmente, una tomografía realizada en 2005 parece haber aclarado muchas dudas. Se ha descartado la fractura de cráneo que se había propuesto con anterioridad, mientras que se ha detectado una rotura en su pierna izquierda, producida poco antes del fallecimiento. Esto ha hecho sospechar de una infección sobrevenida a consecuencia de la fractura como probable causa de la muerte del rey. Pero este estudio también descubrió una posible malformación en el pie izquierdo del faraón que le impediría apoyarlo correctamente. Quizás ese fuera el motivo de la llamativa presencia de 130 bastones en la tumba.
Estos problemas de salud podrían haber sido causados por la endogamia de sus antepasados, ya que los análisis de ADN llevados a cabo en 2010 indican que su padre podría ser Akenaton, mientras que su madre sería una hermana del anterior.
Pero en junio de 2015, cuando todo parecía estar dicho sobre el «Faraón Niño», una noticia devolvió el protagonismo a su tumba. El prestigioso egiptólogo británico Nicholas Reeves lanzaba al mundo una teoría cuando menos sorprendente. Tras estudiar unas imágenes digitalizadas de la tumba, realizadas para construir una réplica, creía haber encontrado dos cámaras secretas, y pensaba que en una de ellas descansaba, nada menos, que la reina Nefertiti.
Según la teoría de Reeves, nuestra tumba se habría construido originariamente para esta reina, pero luego se habría modificado para acoger a Tutankamon.
Para comprobar esta hipótesis se han venido realizando una serie de estudios con georradar. Los dos primeros, llevados a cabo por un equipo japonés y otro norteamericano, no fueron concluyentes, aunque tras el primero de ellos las autoridades egipcias llegaron a asegurar que la probabilidad de existencia de cámaras secretas era del 90%, pero el último, realizado en 2018 por un equipo de la Universidad de Turín ha descartado de forma categórica la existencia de huecos tras los muros de la tumba.
Este resultado ya había sido adelantado por el otrora todopoderoso ministro de Antigüedades, Zahi Hawass, quien llegó a declarar que todo este asunto «es una majadería».
No creo ser el único que opina que si las autoridades egipcias dieron a esta sorprendente hipótesis el apoyo que le dieron fue por la desesperada necesidad del país del Nilo de recuperar el turismo perdido en los años anteriores a consecuencia de la inestabilidad política y el terrorismo.