En 2018 se cumplieron sesenta años del entierro de Juan Ramón Jiménez y su esposa Zenobia en Moguer (Huelva), su ciudad natal, y 120 años desde la Generación del 98 a la que perteneció. Con este motivo, volvió a emerger la figura del poeta, nobel de Literatura, que pasó sus últimos años en el exilio. Desde San Juan de Puerto Rico, su última morada, regresó a tierras onubenses y la voz del poeta volvió a escucharse en numerosos actos en su honor.
Metamorfosis de la mariposa. Juan Ramón es como ese gusanillo que deglute hojas tiernas, jugosas, frescas, y espera su momento, pues se sabe mariposa. En su devorar crítico es implacable, irónico, un fino esteta andaluz e intelectual, ¡buena combinación para el sarcasmo incisivo!
Juan Ramón Jiménez es un estilista de lo pequeño. Es como una mariposa que revolotea de flor en flor (de cosa en cosa), para extraer de ello solo unos minúsculos granos de polen, solamente unos breves granos de conceptos poéticos. Y ahí, en su atanor íntimo, sutil, transmutarlos en perfume, en la expresión breve, mínima, etérea de su poesía.
Lo puro, tú lo dices,
por pequeño que sea es infinito.
Mariposa que jamás se mancillará de barro, porque está presto a evadirse de lo real.
Juan Ramón Jiménez Mantecón nace en Moguer (Huelva), una Nochebuena de 1881. Por lo tanto, pertenece a la Generación del 98, aunque a destiempo. Dice de sí mismo:
Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; mi madre, andaluza y tenía los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años, recuerdo bien que jugaba muy poco y que era amigo de la soledad…
Así pues, es un niño introvertido que vive entre el campo y el mar de Moguer, que en principio quería ser pintor y llega a estudiar para ello. La prueba está en su autorretrato de cuando tenía dieciocho años. También estudia con los jesuitas, en Puerto de Santa María; más tarde, inicia la carrera de Derecho en Sevilla, pero la abandona ese mismo año. Viaja a Madrid en 1900, y le acogen nada menos que Rubén Darío, Villaespesa y Valle Inclán. Se impregna de modernismo, traído de Francia por Rubén Darío, poesía que gustaba de alegorías simbolistas tomadas del mundo clásico griego y romano, lugares exóticos de un mundo ideal e irreal. Así nacen dos obras primeras, Ninfeas y Alma violeta, impresas en tinta verde y violeta respectivamente. De ello dice años después que fue lo más puro y mejor de sí mismo.
Cae enfermo. Vuelve a Moguer. Se enfrenta mal a la muerte del padre. Su hipersensibilidad busca consuelo en su mundo onírico, ideal, mágico. Es una personalidad insegura, frágil, a quien la tragedia existencial no despierta en él al ente filosófico (como en Machado y Unamuno), sino al sensible que levanta el vuelo ante la realidad que le hiere, huyendo a las regiones ideales de sí mismo, o de una naturaleza falsamente bucólica y cándida. Digo «falsamente» porque la Naturaleza tiene las mismas luchas y afanes que nosotros por subsistir; lo que ocurre es que la poesía lírica tiende a idealizarlo. En último caso, lo que magnifica a algunos místicos seres humanos es la falta de mala intención, que a la mayoría nos suele sobrar bastante.
La obra de esta época es triste, melancólica, hondamente enfermiza:Arias tristes, Jardines lejanos, Pastorales,Elegías. Aquí, según citan sus críticos (1), está influenciado por músicos y pintores: Schubert, Schumann, Beethoven, Mendelssohn. También un toque de alegría con Sorolla, a quien –se dice– conoció en Moguer.
Su segunda etapa nace a raíz de su noviazgo con Zenobia Camprubí, judía nacida en Barcelona en 1887. Ella fue el basamento afectivo del poeta, su relaciones públicas, secretaria y recopiladora. Y, posiblemente, su trampolín hacia la universidad y el mundo anglosajón de EE.UU. Ella tradujo a Tagore al español, y nos dio a conocer a este Juan Ramón de la India; o acaso, su descubrimiento por parte del poeta andaluz nos transformó a nuestro poeta en un converso tagoriano. No hay que olvidar que son frecuentes las referencias a la reencarnación, difíciles de imaginar en un español-andaluz de principios del siglo XX:
Murió. ¡Mas no lloradlo!
¿No vuelve abril, cada año,
desnudo, en flor, cantando,
en su caballo blanco?
Este es el epitafio por la muerte de un muchacho y que abarca la época de Eternidades (lo mejor para mí), Diario de poeta y mar (también llamado Diario de un poeta recién casado) y, cómo no, Platero y yo. Atrás han quedado los poemas modernistas y surge un nuevo Juan Ramón.
Marcha a Nueva York para contraer matrimonio con Zenobia y ella se ajusta a sus necesidades. Ya está casado y equilibrado en cierto modo, ha encontrado a la perfecta compañera que necesitaba, enfermera y enlace con el mundo exterior. Es un hombre de manías. La j en lugar de la g, la s en lugar de la x, que justifica «por cuestiones fonéticas». No quiere saber nada de la vida, dicen que se hace encorchar las paredes para no oír lo que le llega de afuera.
De los años veinte hasta nuestra guerra civil (o incivil), escribe Piedra y cielo y Caricaturas líricas, y otros escritos en donde ejerce de incisivo crítico de todo aquel que llega a conocerle. Los jóvenes poetas ansían la crítica del maestro y la temen (Luis Cernuda le tuvo toda la vida un rencor mortal). Al iniciar la contienda, pretende fundar una guardería infantil con pedagogías renovadoras (¿influenciado por Giner de los Ríos?), pero fracasa (también Tagore fracasará en el mismo proyecto con ideas pedagógicas renovadoras). No prospera la idea y, sin más, se marcha de España para siempre. ¿Por qué no regresó como otros? En otros escritores era comprensible, dado el compromiso social que ejercieron, pero ¿él?… Se desplaza por Miami, Cuba, Puerto Rico, Argentina; todos son lugares que conocieron sus conferencias. Se instala en EE.UU., pero después se traslada a Puerto Rico definitivamente, porque, según él, no aguanta la asfixia de vivir en EE.UU.
Vuelve a escribir poesía, dejada durante una década, y su verso se estiliza. Es claro exponente de la llamada «poesía pura». Escribiendo y reelaborando sus versos, se sitúa en la misma tendencia de Baudelaire, Mallarmé y Valéry, que tenían la misma inclinación que él a corregir continuamente en su afán de llegar a la pureza, por quitarle elementos impuros: métrica, sonoridad, ideas… Entonces, ¿qué queda para elaborar un poema? Declara que «el verdadero poeta es el que toma el encanto de la cosa, de cualquier cosa, y deja caer la cosa misma»; es lo mismo que dijo Mallarmé: «no pinar la cosa, sino el encanto que produce»… Y ya sabemos a lo que condujo; a la pintura abstracta. Y como dijo cierto crítico de arte: «Después de la abstracción no queda nada».
Se dice que él iba por las librerías buscando sus antiguos ejemplares, por no estar de acuerdo con algunos poemas. De todos modos, esto solo demuestra inseguridad, pues como decía A. Machado, aunque lo escrito en un pasado ya no te guste, no cabe duda de que es un fiel reflejo de esa realidad pasada, la cual no hay que repudiar.
Juan Ramón esteriliza todo lo que atrapa para sus poemas (es el defecto de la poesía pura), semeja un alquimista que pretenda educir el espíritu de la materia. Creo que hubiese sido un excelente místico de nuestro Siglo de Oro. Pero, claro, Jiménez no veía a Dios, con mayúscula, en todas las cosas; sino a dios, en minúscula, en sí mismo dando eternidad a todas las cosas.
Se dice (esa doxa parmesiana tan habitual) que careció de humanidad. Era un estilista que escribió, según él mismo dijo, «para la gran minoría»… pero no quiso redimir a nadie, como otros lo pretendían, ni se sabe que fuese «en el buen sentido de la palabra, bueno». Adolece de una filosofía existencial en la que la poesía no era un medio de comunicación artística hacia el hombre, sino un fin en sí misma, una adoración estética en el interior de sus abstracciones personales. Sus últimos poemas así lo proclaman.
En el año 1956, le es concedido el Nobel de Literatura. A los pocos días, muere su esposa, de cuya carencia ya no se recupera, falleciendo dos años más tarde en Puerto Rico, un 29 de mayo de 1998.
Paranoico, crítico cruel, injusto, envidioso de muchos contemporáneos… estos son los calificativos que nacen al conjuro de sus anécdotas vivenciales, de sus relaciones humanas y de las lecturas de sus propios análisis críticos…
Pero al leer su poesía, ¡ay!, al leer su poesía… nos llega el perfume de la rosa, la tibieza del rayo solar, el fulgor de la lejana estrella soñada, la exquisitez del gesto, la ternura del sencillo animal, el sorbo de agua pura y cristalina… las mariposas blancas del espíritu, del alma artística que fue Juan Ramón Jiménez. Y su hermosa despedida: Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando…
(1) J. Guerrero y otros.