Al igual que el resto de los animales e, incluso, que los seres humanos, estos mamíferos, de sistema nervioso similar al nuestro, sienten dolor y sufrimiento ante los “rituales” de la Fiesta Nacional.
La generación de españoles que de niño se emocionaron con Bambi, aprendieron a amar los animales con Félix Rodríguez de la Fuente e, incluso, conocieron los misterios del lecho marino con Jeaque Cousteau, miran con otro tipo de emoción al coso cuando de toros y vaquillas se trata.
El siguiente texto es un extracto, recortado para agilizar su lectura, del capitulo 0 del libro La Vergüenza Nacional, de Luis Gilperez Fraile.
Blas Cubells
LA VERGÜENZA NACIONAL
El Director General, convertido por ley en cómplice del Negocio, muestra un pañuelo blanco. Un clarín tañe a muerte y el chirriar de los goznes del toril llama a silencio.
-¡Eh, toro!
Una luz fuerte y amarilla deslumbra a Precito, cárdeno, de cuatro años , 660 kilos de peso. Al mismo tiempo que avanza para escapar, siente un penetrante aguijonazo en el morrillo, y una cintas amarillas, que se empiezan a teñir de rojo con los primeros hilillos de sangre, son engarfiadas en sus carnes.
Los engranajes de esta última fase de la Vergüenza Nacional, comienzan a girar, y ya no pararán hasta que el toro bravo, de augurante nombre, sea triturado, machacado y majado, en ese gigante almirez donde sangre y terror se aderezan con visceras y crueldad.
Sale hosco, entumecido por largo encierro. Sus riñones, golpeados con sacos de arena la noche anterior, le hacen renquear, y unos purgantes administrados a la sazón, le merman fuerzas, pero la quemazón de las palpitantes pezuñas untadas con aguarrás, hostiga su natural cachazudez (impide que el toro se pare).
Cuando alcanza el ruedo, una vocinglería recorre las gradas.
Los ojos de Precito, engrasados con vaselina (para que no vea bien), se fijan en el bailarín. En el centro del coso una extraña figura, tocada con negras moñas y medias de seda rosa, llama su atención.
-¡Eh toro, eh!
El toro embiste y un capote gualda le desvía. El público premia con los oles cada engaño.
Las torundas de algodón que taponan sus fosas (para fatigar al toro) le impiden respirar y ya siente la fatiga. Después de algunos capotazos sus embestidas pierden fuerzas. Otro pañuelo y el fúnebre redoble de tambor que acompaña al clarín abre de nuevo el toril para dejar paso a dos lanceros a caballo.
Guiado por capotazos, Precito queda ante un viejo rocín. Semicegado por el trapo que reglamentariamente tapa su ojo derecho para evitarle la espantosa visión de la embestida., el jaco patalea nervioso al aventar la muerte. Precito lanza sus seiscientos cincuenta kilos contra el peto. La inevitable colisión se produce y unos sordos crujidos evidencian que muchas costillas no han resistido el impacto. El caballo cae y el toro siente ahora un terrible escozor producido por el puyazo. Diez centímetros de acero encordado han hendido sus carnes, desgarrando fibras, rompiendo venas y dejando un boquete por el que escapa la sangre a borbotones. Precito acomete al rocín abatido y entre sus patas encuentra sitio para cornear. El caballo quiere incorporarse y relincha de dolor, pero sus cuerdas vocales seccionadas (para que los relinchos de dolor no hieran la sensibilidad del público) sólo producen jadeos angustiados. El moteado de estambre se ha desgarrado y el cuerno de Precito se hunde en el vientre…
Precito asiste de lejos, aterrado, buscando la salida, a las dantescas escenas.
-¡Eh, toro!
Otros capotazos le conducen al nuevo castigo. Su nublada vista acaba de descubrir la fantasmal aparición de la pared enguatada que creía derribada.
-Manué, pícale bien, que no me levante la cabeza –ordena el diestro.
El toro acomete con fuerza, pero esta vez el peto no cae. En su morrillo se clava otra pica. El hierro escarba, gira, profundiza y destroza. La cruceta usada como palanca y pala de hélice, abre un tremendo agujero (que puede llegar a los 40 cm.). Intenta retroceder, pero el peto le tapa la salida. Noventa kilos de picador se mantienen volcados al extremo de la lanza…
-¡Eh, toro!
Precito no atiende. Los residuos de droga turban su entendimiento (son drogados en el afeitado). Busca una encina donde rascar el lomo, unas jaras para espantar las moscas que ya escarban en los cuajos de suero, y el camino para bajar el arroyo.
-¡Borrego! ¡Mansurrón!- Gritan los entendidos del siete.
– Son como borregos con cuernos. Les pinchas con un alfiler y ya se duelen –Comenta el columnista de moda.
¡Al corral con la burra! – Dicen otros mirando al palco.
El Presidente, asesorado por el consejo artístico-taurino, saca el pañuelo rojo (señal para poner banderillas negras). Tenía que aceptar otro puyazo, esa era la pena a la que fue sentenciado el día que nació toro, y ahora se niega a que le sigan hurgando en el abogotado morrillo…
-¡Eh, toro!
Otro bailarín, de puntillas, con las manos en alto y perifollos negros como cárieles de muerte, llama su atención. Unos saltos de ballet, desplantes chulescos y cimbreos, exaltan de nuevo los sentidos del respetable. Precito se arranca y refulgentes destellos metálicos, saidos de las manos del banderillero, detienen su embestida. Dos arpones enhebran acero en la carne tumefacta, y ochenta milímetros de faca se remueven en la hurera provocándole un insoportable dolor. A cada paso o movimiento los palos se desplazan y sus puntas de hierro rebanan carne y tejidos…
El toro está solo en la arena, bufando de dolor mientras toma aliento. Nunca se había sentido tan cansado, ni siquiera cuando trotaba monte arriba para ventear sobre la colina el tufo de las vacas en el cerrado. Rastrea con la mirada el lugar por donde entró; busca la salida que le lleve al monte. Le gustaría encontrar al mayoral, el que le mimaba con manojos de hierba fresca mientras rascaba su lomo.
-¡Eh, toro!
El bailarín de grana y oro se acerca lentamente con movimientos de pasarela y le cita. Precito se arranca con desgana, sintiendo como los anzuelos le cortan la carne y los remos le fallan hasta hacerle caer. El matador, que así se llama el que a matar se dedica, mira a los tendidos excusándose por el manso.
Precito renquea con los cuartos traseros como paralíticos, que la segunda puya le ha machacado una vértebra. Tres o cuatro capotazos cortos, sin remar, y el figurín cambia en la barrera el estoque de madera por el de acero curvado, mientras gargarea su boca para tragar la saliva del miedo.
El Maestro, con el paso algo más descompuesto, se acerca a Precito y le enseña la punta de la muleta con movimientos de abanico para que junte sus remos. Observa con precisión de internista como se abren los omoplatos dejando hueco para hundir la espada.
En el coso se hace el silencio, silencio de muerte, de cadalso. Se lleva el puño a la cara, los ojos fijos entre la punta del estoque y la nuca del animal; avanza la muleta para tapar su salida y se echa hacia delante al tiempo que gira el cuerpo.
El toro embiste al trapo y esta vez siente un hierro que le corta la pleura. ¡Mala suerte, media estocada! La carne despide el acero que hiere, sólo para recibir al momento otro pinchazo que astilla un omoplato, y otro más que pincha un pulmón. ¡Mala suerte! El toro escupe sangre de su bofe inundado, los subalternos le hacen girar para acelerar la hemorragia y el bailarín, desencajado, entre insultos, va por el estoque de descabellar.
Precito no agacha la cabeza, no ofrece al sacrificio la cerviz, y el espada, rabioso –¡maldito toro que no colabora!- le pincha el morro para humillar. El estilete, por fin, abre hueco entre dos vértebras y con la médula casi seccionada, Precito, vivo, cae de rodillas, sin agachar la cabeza.
El puntillero se acerca por detrás y con movimiento de vaivén corta el último cordón. La cabeza dislocada se apoya en el albero. El toro ya no siente, sólo la angustia de no poder respirar.
De los tendidos salen pitos y palmas, insultos y algún piropo.
Precito se muere. Sus ojos turbios y salpicados de tierra se llevan, libres, el azul del cielo.
El Presidente saca el pañuelo blanco y todo vuelve a empezar. Treinta mil veces, treinta mil, en sólo un año.
Extraído del capitulo 0 del libro La Vergüenza Nacional.
De Luis Gilperez Fraile.
Editorial Penthalon.