Hace muchos años, en mi época escolar, pusieron en los cines una película titulada “El mundo está loco, loco, loco, loco…”, una suerte de comedia épica producida y dirigida por Stanley Kramer en su primera incursión en este género, ya que era mucho más conocido por dramas de contenido social como “Heredarás el viento”, “Juicio en Nuremberg” o “Adivina quién viene a cenar”.
La verdad es que la película fue un gran éxito de taquilla porque, entre otras cosas, contaba con un reparto multiestelar, escenificando una multitud de situaciones absurdas en la búsqueda de un botín robado, y grupos de lo más variopintos a los que se van agregando personajes a medida que avanza la trama, lo que daba lugar a una infinidad de cameos o apariciones breves de actores famosos de la época.
Algunas películas retornaban a la cartelera unos años después de su estreno si habían tenido éxito en taquilla. La película tuvo su estreno en 1963, pero creo recordar que la vi unos años después de nuevo en cartel, o no, eso se me escapa, aunque es lo de menos.
La razón por la que la menciono es que su éxito fue fenomenal, y todo el mundo hablaba de ella, de lo buena que era, de lo que se habían reído al verla. Si te preguntaban si la habías visto y decías que no, te conminaban a verla cuanto antes porque no se hablaba de otra cosa, al menos en los círculos de mi edad por entonces.
Esto generó en mí una expectativa extraordinaria por verla y recuerdo con claridad que el día en que finalmente fui al cine había tres pases. Yo iba en el segundo o tercero, no estoy seguro, pero lo que no olvido es que mientras estábamos en la fila esperando para entrar, nos llegaban las risotadas de los espectadores que salían desde dentro del cine como verdaderas olas que nos envolvían y nos hacían sonreír también, cuando no reír directamente, lo que contribuía a agrandar nuestra expectación.
Entonces sucedió algo que no me había pasado nunca y no me ha vuelto a pasar. Mi expectativa era tal, que una vez en la sala viendo la película nada me convencía y todo me parecía una tontería, al punto que no me reí ni una sola vez durante la proyección, mientras todo el mundo a mi alrededor se desternillaba a más no poder. Fue una muy mala experiencia. Sin embargo, cuando la volví a ver unos cinco años después la disfruté como un niño, y me reí de principio a fin. Como no esperaba nada, disfruté de todo.
Con esta experiencia aprendí una gran lección que me ha servido desde entonces, la vida hay que disfrutarla como es, sin esperar una versión edulcorada por nuestra propia fantasía. A lo que agregaría citando a Quevedo: “El que quiere en esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos”.