Sociedad — 31 de marzo de 2020 at 22:00

La correcta enseñanza de la ciencia en el aula

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ciencia en las aulas

A nadie se le escapa que vivimos en una sociedad altamente tecnificada. Nos despertamos con una aplicación en el móvil, nos afeitamos con una máquina inalámbrica, nos divertimos con imágenes y sonidos emitidos por aparatos que gestionan digitalmente la información…

Poco a poco una tecnología, como nunca ha visto la humanidad, se hace cada vez más presente y necesaria. Y ahí viene la paradoja: frente a esta sociedad tecnificada, el mundo de la ciencia que la sustenta permanece alejado, aparentemente, del contenido que una cultura amplia general supondría. Las distintas disciplinas científicas se dicen alejadas del interés de la sociedad en general. La cultura no es ciencia, en el sentido de que las cosas importantes a saber no incluyen contenido científico. No solamente se soslayan los principios científicos más elementales (¿por qué flota un barco de hierro?), sino que las explicaciones correctas se sustituyen por razones equivocadas transmitidas por un sistema educativo ineficaz en este aspecto, o que directamente evita la necesidad de una correcta capacitación en el mundo de la ciencia.

Quizás muchos de los lectores hayan oído a uno de los músicos más emblemáticos de nuestra cultura rock presumir de que él no recuerda las tablas de multiplicar. O hayan contemplado sin extrañarse el exiguo contenido científico de los concursos de cultura general que pueblan nuestras televisiones, supuesta cultura «general» que incluye historia, pintura, artes, deportes (cómo no), música y, muy, muy raramente, alguna pregunta científica. Todo un ejemplo. Pero nos convertimos en electricistas para, a continuación, disponer alegremente de cuantos más aparatos eléctricos mejor, todos enchufados en un mismo punto de luz. O ejercer como un experto dietista, aceptando sin rechistar las maravillas laxativas de la dieta del aguacate, en nuestra carrera hacia el verano, intentando eliminar esas curvas indeseadas con que la edad y la falta de ejercicio adornan nuestra silueta.

Expertos vs. «expertos»

¿Por qué ocurre esto?, ¿a qué viene esta esquizofrenia loca donde se rechaza y a la vez se venera a la ciencia? El intento por solucionar esto y dotar al pueblo de una correcta educación científica no es un problema de los últimos años, sino que podemos rastrearlo tan atrás en la historia como deseemos. Pedro el Grande no solo se inspiró en la literatura y las artes de sus vecinos, sino que se preocupó muy mucho de aprender todo lo posible de los secretos de sus astilleros, para construir barcos con los que rivalizar en el mundo, no solo en el campo de las letras.

Leibniz, cuando conoce a Newton en Gran Bretaña el tiempo suficiente como para disputar con él la autoría de los infinitesimales (o cálculo derivado), iba becado por su propio país para instruirse lo necesario y poder así organizar al regreso a casa un adecuado sistema de educación que incluyera las incipientes ramas de la física y la química recién descubiertas: óptica, cromatografía, hidrodinámica, etc. Su gobierno, el alemán, ya entonces tenía claro que la educación no era un gasto, sino una inversión a medio y largo plazo.

Así nos va.

De tal manera, se han querido identificar dos razones que provocan este aparente rechazo del público en general hacia la ciencia. Por un lado, quienes opinan que la ciencia no tiene interés. Por otro, los que la reducen a un mundo exclusivista de expertos.

Hoy en día, con mayor o menor fortuna, todos somos expertos en cambio climático, en desarrollo sostenible, en energías y combustibles alternativos, todos entendemos de fisiología y nutrición (a cuenta de la dieta del aguacate…), y las nuevas generaciones arrasan con el uso de nuevos materiales y las propiedades que estos tienen en elementos deportivos, de ocio, etc.

La ciencia despierta tanto interés que no hay show televisivo que no incluya en sus minutos de emisión un apartado para divulgar principios científicos con motivadores experimentos, que, si cumplen su misión, significan picos de audiencia. Personalmente he visitado una enorme cantidad de museos de índole científica, desde el Museo Británico de Historia Natural en Londres, al Smithsonian aeronáutico de Washington; eso sí, tras aguardar mi turno en largas colas. Ya me hubiera gustado a mí que el público asistente fuera menos entusiasta, y sobre todo numeroso, y haber podido visitar las instalaciones de manera más tranquila y en un ambiente menos abarrotado…

Por otro lado, otros piensan que la ciencia es un mundo reservado a especialistas, y que por tal motivo somos excluidos de ella. Eso no es cierto del todo tampoco, solo en parte. Faltan, es verdad, buenos divulgadores, y habría que premiar cualquier iniciativa en esta dirección (léase «proyectos de divulgación científica en las escuelas»).

Pero el mundo científico es tan natural y omnipresente que no solo nuestro propio conocimiento está impregnado de temas de origen científico, sino que también nuestro vocabulario, con mayor o menor influencia de los medios de comunicación, asimila y adopta terminología científica: caloríatsunamimutaciónplasma… son buena prueba de ello.

El ser humano, desde que es lo que sea que esto signifique, ha dado muestras de su interés por conocer y dominar lo que le rodea. El ansia de conocimiento científico ya se hizo patente la primera vez que un antepasado nuestro calentó sus huesos frente a una buena hoguera, desvió el curso de un arroyo para regar su huerta o descubrió los ciclos de la luna y las estrellas bajo un cielo que no significaba una amenaza, sino un desafío.

Enseñar ciencia para aprender a pensar

El problema en las aulas es que las explicaciones científicas deben ser expuestas, a veces incluso independientemente de que esas explicaciones respondan a un contenido científico real y contrastado. Son lo que se conoce como «hipótesis espontáneas». Por ejemplo, si nos ponemos a analizar el fenómeno de las estaciones, concluiremos, en uno de los ejemplos más claros de hipótesis espontánea, que la Tierra, al desplazarse alrededor del Sol, provoca el verano cuando se acerca a él, y el invierno cuando se aleja. O, como existe una inclinación del eje, cuando este eje se acerca al Sol es cuando más calor hace. Es la hipótesis espontánea de la correlación entre calor y distancia.

Pues no señor. Eso es una hipótesis espontánea, y aunque es verdad que el verano se produce cuando el eje se inclina hacia el Sol, ello es porque los rayos inciden de manera directa y se tienen que repartir en menos superficie que cuando el eje no apunta a nuestra estrella, provocado en este caso el reparto de calor en una mayor superficie. Coloquen ustedes una mano frente a un foco de calor e inclínenla: notarán el calor en aquella parte de la palma que esté en posición tal que sobre ella el calor incida de manera perpendicular.

Una adecuada formación científica, en este caso de maestros, evita la perpetuación de errores como este, que nos llenan la cabeza con explicaciones tan terribles como falsas, consistentes en pensar que las nubes están hechas de vapor de agua (el vapor de agua es invisible), que el agua se evapora a 100° (el agua se evapora en cuanto puede, y por eso podemos fregar un suelo) o que una buena sesión de gimnasio es útil para que nuestros futuros hijos sean más sanos (considerando que Darwin no tenía razón, y que se hereda lo que se adquiere). Urge que el Magisterio posea una mejor capacitación en este campo, el de la ciencia, para que, al menos, no perpetúe falacias de esta índole.

niño lupa

Una adecuada educación posibilita a la sociedad que la recibe para ser menos ingenua, más difícilmente engañable. Las agencias de publicidad, que lo saben, se arrojan feroces sobre este talón de Aquiles de la falta de formación científica, invistiendo muchos de sus anuncios de un supuesto halo científico. Los bioalcoholes, los extractos de jabón de Marsella o las excelencias del carbón activo en un filtro de agua ayudan a vender más y mejor que explicar que todos los alcoholes, en principio, tiene un origen biológico; que el jabón de Marsella es el jabón barato y fácil de conseguir de toda la vida; o que quien filtra el agua para meterla en una botella en el frigorífico corre el riesgo de que esta se contamine con el tiempo, dejando de ser potable. Revestir un anuncio de un supuesto conocimiento científico ayuda indudablemente a venderlo, ya sea porque se utiliza esa especie de veneración que el dominio de la naturaleza en su aspecto físico (la ciencia) siempre ha tenido o porque, en el fondo, no somos tan distintos del ser humano que se asombraba frente a la maraca con cascabeles de un chamán.

En otras ocasiones, la mala formación científica conlleva enarbolar doctrinas fanáticas de dudoso origen y peligroso recorrido. Darwin jamás dijo que la supervivencia era para el más fuerte. Pero esta idea afloró como el eco de su teoría de la selección natural frente a una sociedad victoriana y hegemónica a nivel mundial, que se pensaba dueña del mundo y que actuaba como tal. Esa sociedad manipuló la teoría de la selección natural y la usó para justificar sus desmanes, porque si el futuro es de los mejores, los que no participan de esa dotación especial y avatárica merecen, por ley natural, ser eliminados. Y así surge la eugenesia, teoría que llevó a muy buenos hombres y mujeres a abogar por la esterilización de amplios sectores de población desfavorecida (afroamericanos, por supuesto) en Norteamérica (Roosevelt, por ejemplo), de discapacitados físicos, o a las subvenciones de la Fundación Rockefeller a médicos japoneses para que experimentaran con la población china. Ni que decir tiene que el ejemplo más cruel e ignominioso de la eugenesia lo constituyen los campos de exterminio nazis.

Otras veces es el fanatismo científico el que embiste como toro desbocado contra un principio que no es ni bueno ni malo, sino solamente cierto. Galileo ya tuvo que contener la risa (entre el miedo por su propia vida) cuando los interrogadores de la Inquisición negaban que por su telescopio pudieran verse las lunas de Júpiter, porque de estas no se habla en las Sagradas Escrituras; afirmaban, de hecho, que no hacía falta ni mirar. Pero por una tradición social que ha llevado a que un espectro político enarbole como suyas las consignas medioambientales, cualquier opinador del otro extremo niega el cambio global por la simple razón de que no lo «cree», como si de un artículo de fe se tratara. Como el mito del avestruz, se ignora el hecho científico que está detrás y, de esta manera, sin que nuestro planeta tenga la más mínima culpa de ello, un extremo se mantiene al margen de un movimiento que apoya el desarrollo sostenible, porque supone una reducción a corto plazo de los beneficios de los lobbies industriales que lo representan y mantienen; mientras que el otro, también en general, preconiza una idílica y difícilmente concebible reforma revolucionaria buscando ese desarrollo sostenible, tan irreal que en poco plazo podría colapsar los sistemas sociales y económicos de la humanidad.

El peligro de las pseudociencias

El caso más peligroso de esta falta de formación científica, a mi modo de ver, lo constituye la proliferación de las pseudociencias. Aprovechando los pasos pioneros de físicos, químicos, biólogos, médicos, etc., a la hora de experimentar en ámbitos hasta ahora vedados, muchos «especialistas» (de la confusión) aprovechan estas exploraciones, cuando no directamente extrapolan conocimiento científico para retorcerlo y hacerlo encajar en sus propias creencias.

No piensen ustedes que este es un fenómeno actual, ni mucho menos. Este es otro hecho que abunda en la historia de la ciencia, y cuando apareció la radioactividad y su posibilidad de curación, se vendían todo tipo de alimentos y dispositivos para llevar encima, que supuestamente mejoraban la calidad de vida de los que lo usaban… hasta que Marie Curie murió de leucemia con un nivel de radiación tan alto que sus vestidos y diarios todavía se conservan en un baúl de plomo, y no pueden ser estudiados salvo con extremas medidas de seguridad. La moda del uso del radio recién descubierto fue tal que incluso se llegó a abrir al público un balneario, el «Radium Palace Hotel», mientras se añadía alegremente radiactividad al agua potable, a los dentífricos, al chocolate o a las cremas de manos.

Charlatanes ha habido siempre, y despabilados con habilidad para catapultarse en los medios de comunicación también, desde que el vocero de la barraca de feria fue sustituido por la tertulia en una televisión chabacana y facilona. Estos individuos de dudosa catadura moral se ganan la vida aconsejando sobre problemas personales usando velas, leyendo los astros o mezclando hojas de té. Interpretan los venerables restos de pasadas civilizaciones sin tener ninguna idea de su simbolismo, ni de su desarrollo, ni de su profundidad filosófica y técnica. Los petroglifos que adornan los hermosos cañones del oeste americano (que personalmente he visitado) son interpretados como visitantes de las estrellas por estos pseudocientíficos, mientras que cualquier nativo descendiente de esas tribus es capaz de leer su simbolismo sin recurrir a visitantes estelares, y sin que por ello se le mueva un pelo.

Son pseudocientíficos los que inventan términos como astro-arqueología, con un triunfal desprecio al conocimiento tradicional y a la historia de una cultura; o los que desgranan a su manera los últimos descubrimientos sobre el bosón de Higgs, la radiación de Hawkins o las ondas gravitacionales y lo utilizan para explicar por qué se extravía una escuadrilla de bombarderos cerca de las Bermudas (los cinco bombarderos TBM del famoso vuelo 19), o cómo una tribu de nómadas pastores fue capaz de cruzar un istmo en época faraónica durante la marea baja.

Son, en fin, pseudocientíficos los que disertan sobre medicina, mecánica cuántica, evolución, paleontología, arqueología y otras muchas disciplinas científicas que ignoran alegremente, pero sobre las cuales dogmatizan, mostrando una ignorancia total sobre los métodos de conocimiento de la ciencia en general, y sobre cómo ese conocimiento se organiza en dichas materias científicas en particular. Parafraseando a Churchill, la ciencia no será un método de conocimiento infalible, pero es el menos malo que tenemos.

El intento de una explicación científica, de una razón que haga comprensible nuestro mundo es tan fuerte que nadie se resiste nunca a dar su opinión (aunque no se tenga ni la más remota idea de aquello sobre lo que se pregunta), o a inventarse una hipótesis sobre por qué las cosas son como son. Eso es lo que se conoce como hipótesis espontánea, una explicación rápida y natural de base no científica que combina conocimientos previos, explicando un fenómeno de manera errónea. Así, el jabón lava mejor cuanta más espuma produce, se vive mejor cuanta más fruta se come, o en la Antigüedad los barcos se hacían de madera porque la madera flota.

La madera, en realidad, apenas flota (si no, no estarían tantas empresas buscando como locas los pecios españoles a la búsqueda de sus tesoros ocultos), el azúcar de la fruta sienta mal en exceso como cualquier azúcar, y lo que limpia no es el jabón, sino el agua. Ya hemos mencionado más arriba las hipótesis espontáneas, con relación a por qué hay estaciones en la Tierra. Grandes científicos han sucumbido a las hipótesis espontáneas, y quizás el más famoso de ellos fuera Aristóteles, al intentar explicar el movimiento de los cuerpos. Hasta los experimentos de Galileo, no se comprobó que los cuerpos más pesados no caen más rápido, sino que todo cae en principio a la misma velocidad. No es de extrañar, con tan ilustre precedente, que nuestros niños expliquen el mundo a su manera, si no les damos las herramientas necesarias para que vayan entendiéndolo de forma adecuada. Es decir, lo que un chico o una chica no sabe se lo inventa, sobre todo si su cuello depende de esa explicación en un examen. Divertidísimas mescolanzas de estos saberes traídos por los pelos han ayudado a llenar volúmenes y volúmenes de «antologías del disparate», y a mí personalmente todavía me fascina y entretiene encontrar una respuesta de este tipo, llena de ingenuidad y candor, entre la monótona retahíla de una corrección de ejercicios.

Responsabilidad docente

Como maestros, no podemos eludir nuestra responsabilidad de intentar dar la mejor educación posible a nuestros niños. Destrezas, actitudes y conocimientos de la mejor calidad son indispensables en una sociedad que pretende ser mejor, y nuestro nivel de exigencia, como docentes, se sitúa en intentar ofrecer lo mejor en nuestras aulas. Una correcta educación en ciencia nos lleva a la aplicación de sus métodos, que posibilita la autonomía en la búsqueda de soluciones, la cooperación y el trabajo entre iguales, y la construcción de un saber colectivo. A su vez, la capacidad de gestión por sí mismo del niño implica un aumento de la autoestima que refuerza la mencionada autonomía del educando, en un ciclo de retroalimentación que produce seres humanos más ricos, más complejos, más sólidos y mejor preparados para solucionar los problemas del mundo que les estamos dejando. Así, los niños se convierten en ciudadanos capaces de seleccionar entre distintas respuestas, generando escalas de valores propias y no impuestas, facilitando el desarrollo de la conciencia y la reflexión.

Los chicos y chicas que acuden a un colegio a educarse necesitan percibir que el conocimiento transmitido tiene consistencia, que no es una entelequia del mundo de los mayores. El aprendizaje no parte de un collage de hechos, sino que debe ser un proceso integral que se ocupe de las distintas dimensiones de la realidad y del ser humano que con ella interactúa. Yo propongo la ciencia como esta herramienta, y sé que no es la única. Simplemente, animo a que exploremos estos caminos porque descubriremos que es más fácil de lo que parece. Como el personaje de Bárbol en El Señor de los Anillos, transitar el camino de la ciencia es como ir hacia el sur, es como ir «cuesta abajo», algo muy natural y fácil. Hoy se sabe que la actividad experimental comienza ya en la etapa fetal, y que las fases más importantes de la formación de nuestra personalidad ocurren en una época en donde se aprende principalmente por ensayo y error, es decir, experimentando.

niños aula

Nuestra educación debe buscar potenciar la autoestima, la autonomía, la adecuada manipulación del medio con la mínima alteración de este; el trabajo en común, la estructura de grupos sociales consistentes, vertebrados, cooperativos y equitativos. Yo estoy convencido de que la ciencia consigue todo esto de una manera mucho más fácil de lo que en principio podemos pensar, y animo en este camino para una real formación humanista e integral.

El gran fallo de nuestra generación ha sido pensar que la naturaleza nos pertenece, cuando en realidad esa naturaleza solo era un préstamo de las generaciones futuras. Redimamos nuestro desacierto ayudándolas a construir las mejores herramientas para subsanar este error.

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