Hace cinco mil años que vosotros, los hombres, pusisteis vuestros pies en las mágicas tierras de Menorca. Y poco a poco fuisteis levantando en ellas esta serie de misteriosos monumentos de piedra de la que formo parte.
Mi estatura eleva hacia los cielos una ofrenda. En torno a mí, un recinto en forma de herradura, con un portal adintelado. Su construcción, un doble paramento de bloques labrados, rellena de tierra y piedras su espacio intermedio.
Bueno. Quizá no os interese mucho mi arquitectura, con ser tan hermosa, tan fuerte. Os hablaré del huésped que acogí, del hombre-dios de lejanas tierras que alguien trajo hasta mí y que mis menorquinos adoraron.
Se llamaba Imhotep, y fue sacerdote-visir del faraón Djeser, de la III dinastía. Médico, hombre de ciencia, llegó un tiempo en que se le equiparó a Asklepios y se le rindió culto. Vino a mí en bronce, con un papiro a medio desenrollar sujeto entre sus manos, y conmigo se quedó, recibiendo adoración, hasta que el tiempo arrasador pasó sobre nosotros, y a él le confinó entre la arenisca del suelo y a mí me erosionó, me desgastó, me desprendió trozos. Me sumió en el abandono; mi recinto ciclópeo quedó para aprisco de cabras y vosotros olvidasteis las ceremonias que ante mí se celebraron. La soledad sustituyó a las procesiones y el rumor del viento fue ya la única música que escuché.
Pero sigo vertical, hacia los cielos, porque sigo siendo altar de las estrellas, y conservo entre mis poros el humo de las hogueras de mis fieles.
Y me queda mi huésped. Imhotep. Desde tan lejos, en naves mercantes, hasta mi pequeña y preciosa isla. Muchas noches, cuando estamos solos, hablamos. Él me cuenta cosas de su Egipto natal, me habla de los monumentos de su Tierra Quemada, de sus misteriosas pirámides, sus faraones sabios y sus compañeros, los dioses, y de las tierras del Amenti. Yo le escucho con un poco de envidia, porque nunca veré tierras extrañas. Aquí nací y aquí, algún día, cuando ocurra un cataclismo, o simplemente, los nuevos bárbaros se cansen de verme de pie, moriré. Pero mientras, miro al cielo, y escucho a Imhotep. Nos decimos uno a otro cómo no importa la distancia para la creencia. Cómo un hombre-dios egipcio se elevó en una taula de Menorca y los isleños le adoraron porque la Idea es una, y una la oración, y uno el corazón que habla al Uno.
Adiós, Imhotep. Al final nos separaron. A ti te llevaron no sé dónde, y ya no tengo con quién hablar. Tan solo el viento. Tan solo el rumor de los árboles.
Suerte, huésped y amigo. Haga Dios que, donde estés, te entiendan como yo te entendí. Haga Dios que todos los hombres entiendan a los que vienen a traer una chispa de luz.