Aunque pocas biografías de las muchas que se han escrito sobre el genio de Bonn aluden a este importante detalle, la abuela paterna de Beethoven era española. Así lo afirma Andrés Ruiz Tarazona, uno de los grandes musicógrafos de nuestro país, en su libro España en los grandes músicos, el último que le ha editado Siruela, prologado por José Luis Temes.
Andrés es autor también de otro libro titulado Beethoven, el espíritu volcánico, muy bueno para consultar datos cronológicos sobre la vida y las obras del compositor, que forma parte de una interesante colección de pequeñas biografías muy bien documentadas de los músicos más conocidos, editada por Real Musical en 1975, y que hoy constituyen una joya bibliográfica.
Con la erudición y amenidad que le caracterizan, Ruiz Tarazona recoge en su último libro los testimonios del historiador David Jacobs y del profesor de música de la Universidad de Harvard Elliot Forbes, los cuales afirman que María Josefa Pols, abuela paterna de Beethoven, era oriunda del levante español. Probablemente, ella había emigrado a Alemania con su familia a causa de la derrota de los seguidores del archiduque Carlos, que estuvo apoyado por toda la franja mediterránea española en la llamada guerra de Sucesión española a principios del s. XVIII. De ahí el interés que siempre mostró Beethoven por España, y eso explica un poco también que le llamaran «el español» en su ciudad natal.
El esposo de María Josefa Pols, Lodewik (o Ludwig), abuelo paterno —y también su padrino—, que se llamaba como él y al que tanto admiraba nuestro compositor, había nacido en Malvinas en 1712 y, procedente de Amberes, llegó a Bonn hacia 1740, donde fue maestro de capilla del arzobispo elector de Colonia, y también regentaba en la capital alemana un negocio de vinos. Su hijo Johann, el padre de Beethoven, se casó con Maria Magdalena Kehwerich, una buena mujer de origen humilde y de naturaleza débil y enfermiza, a la que el pequeño Ludwig adoraba y siempre admiró por su abnegación y esfuerzo para sobrellevar el peso de una casa con tres hijos (llegó a tener hasta siete, de los cuales sobrevivieron solo tres: Ludwig, Karl y Johann) en medio de una gran estrechez económica. Sin apenas ingresos por parte de su marido —un hombre duro y difícil, alcohólico y autoritario—, la madre enfermó de una tuberculosis que acabó pronto con su vida. Maria Magdalena abandonó este mundo dejando a sus hijos en edad adolescente. Beethoven, sumido en la tristeza, exclamó desolado ante el cadáver de su madre: «¡Era mi mejor amiga!».
Infancia y adolescencia
Aunque no puede asegurarse con exactitud la fecha de su nacimiento, es tradicional la del 16 de diciembre de 1770, referida al día antes en que está fechada su acta de bautismo, de la que sí se tiene constancia, pues era costumbre entonces bautizar a los niños lo antes posible para evitar que pudiesen morir sin recibir el primer sacramento. Lo cierto es que, durante muchos años, el propio Beethoven creyó haber nacido dos años más tarde, debido al interés de su padre por hacerle pasar por un niño prodigio. Johann estaba obsesionado por convertir a su hijo en un segundo Mozart, a fin de poder obtener fácilmente la ayuda económica que siempre fue tan necesaria en la familia. Así, cuando solo contaba cuatro años y el padre descubrió las grandes dotes musicales del pequeño Ludwig, se dedicó febrilmente a darle clases con una intensidad y exigencia poco habituales, al punto de que el niño habría llegado a detestar la música de no ser por la llamada interior de su providencial genio, que tantas adversidades le hizo superar a lo largo de toda su vida.
A los ocho años, su padre lo presentó ante el público en un concierto en Colonia, y un año después comenzaba a estudiar con el pianista Tobías Pfeiffer y el organista Van Eiden. El jovencísimo Beethoven empieza desde entonces a cargarse de responsabilidades y deberes familiares. Con la madre enferma y el padre entregado a la bebida, él llevaba el peso y la dirección de su casa como hermano mayor, ganándose la vida para él y los suyos. Solo tenía trece años cuando se vio obligado a pedir dinero adelantado por su trabajo como organista y viola de la Corte, que en 1784 le nombra oficialmente adjunto del organista Christian Neefe, su mejor maestro y consejero. Convencido del genio extraordinario de su alumno, Neefe le familiarizó con las obras de Bach, Haydn y Mozart, y siempre demostró comprensión y cariño hacia el desvalido y valeroso joven.
Gottfried Fischer, un hijo de sus caseros en Bonn, cuenta en sus memorias cómo era Beethoven entonces, descripción confirmada por otros testimonios de la época. Afirma que el Ludwig adolescente era algo bajo para su edad, pero muy compacto y robusto; su frente angular y la mandíbula eran prominentes, sus ojos pequeños, oscuros y brillantes, de penetrante mirada, y su nariz ancha y redondeada; la tez era morena, algo llamativo en un país donde lo que abundaba era la gente de piel blanca. Quizás también por eso, los Fischer lo solían llamar «der Spagnol». Es evidente que en Bonn tendría que haber mucha más gente morena, pero sus vecinos sabían bien que la abuela de nuestro músico, María Josefa, era española y de ahí que aquel hijo moreno y bajito de Johann der Läufer (Juan el Corredor, como llamaban a su padre), fuera apodado «el español» por todo el vecindario.
No vamos ahora a ahondar más en su biografía, que es bien conocida. Trataremos mejor de indagar sobre su música, qué fue lo que le llevó a buscar nuevas armonías y formas renovadas hasta entonces desconocidas, tratando de describir los sentimientos más profundos, todos los abismos y esplendores del espíritu humano. Beethoven inició así el Romanticismo, una nueva etapa en la historia de la música, superando la perfección alcanzada en el clasicismo, que había culminado con Mozart, y dando paso al periodo más floreciente y espectacular de la música, con grandes compositores como Schubert, Brahms, Wagner o Mahler, sus más fervientes admiradores.
«Deseo aprender las reglas para encontrar el mejor camino para infringirlas»
Con estas palabras recogidas en su diario, Beethoven hace una declaración de intenciones de lo que quería llevar a cabo en la música con su genio rebelde y extraño. Efectivamente, partiendo de su gran conocimiento y dominio de las reglas establecidas en el clasicismo, inició una nueva etapa renovadora para la música, liberándola de la condición de arte servil y mero pasatiempo que habían sufrido sus predecesores Haydn y Mozart. Hasta entonces, los músicos formaban parte del servicio, trabajando como lacayos en las cortes de príncipes caprichosos y arzobispos tiranos. Beethoven rescató a la gran música de la esclavitud de los salones cortesanos y de los castillos aristocráticos para llevarla a todo el público, haciendo de ella el arte más universal, que, gracias a él y a sus seguidores, hoy podemos disfrutar en numerosas salas de conciertos repartidas por todo el mundo.
El período en que creció Beethoven —lo que se ha llamado el clasicismo, que abarca todo el s. XVIII, el Siglo de las Luces— tenía establecidos estrictos patrones formales para la composición a los que él se supo amoldar, pero haciéndolo siempre de una forma libre y creativa. Beethoven es, en la música, un punto de partida paralelo al nacimiento del nuevo régimen, hasta entonces restringido y tutelar, para alcanzar los nuevos ideales de hermandad, libertad e igualdad promovidos por la Ilustración y que desembocaron en la Revolución francesa. Él soñaba con una humanidad libre y feliz, hermanada y en armonía con todos los seres creados bajo el amparo de un Padre amoroso —como más tarde tan bien supo expresar en el coro de su última sinfonía—, e hizo cuanto pudo para lograrlo a través de su arte, único e inigualable.
Beethoven tenía, además, una gran seguridad en sí mismo y en su talento (aunque no por ello dejaba de ser autocrítico y desapasionado en lo referente a sus obras), pero lo cierto es que él fue siempre fiel a sus ideales, a los fines que se había propuesto y que tenía muy claros desde el principio. Beethoven fue una gran hombre además de un gran músico, lo que se dice una «buena persona», noble, honesta y generosa, al servicio de la humanidad toda y siempre dispuesto a ayudar al que lo necesitaba. Prueba de ello es el famoso «Testamento de Heiligenstadt», redactado a los treinta y un años, cuando ya empezaba a sufrir los síntomas de la dolorosa sordera que le obligaba a apartarse del mundo. Solo la conciencia de su misión artística y el convencimiento del legado que había venido a dar a la humanidad impidieron el trágico final de sus días en esta tierra, y así lo cuenta él en este documento estremecedor que redactó en forma de una carta a sus hermanos Karl y Johann, donde deja al desnudo su alma y las desdichas de su destino. Era a principios del otoño de 1802 y el compositor estaba muy deprimido y melancólico por la sordera que empezaba a manifestarse de la manera más cruel. Angustiado, piensa en el suicidio y se despide de sus hermanos con una carta que nunca llegó a enviar, pero que pasó a la posteridad como el «Testamento de Heiligenstadt».
El texto se explica por sí solo y refleja de primera mano la situación vital que atravesaba el compositor. He aquí un fragmento:
«Para mis hermanos Karl y Johann:
Vosotros, que pensáis que soy un ser odioso, obstinado, misántropo, o que me hacéis pasar por tal, ¡qué injustos sois! Ignoráis la secreta razón de lo que así os parece.
Desde la infancia, mi corazón y mi espíritu se inclinaban a la bondad y a los tiernos sentimientos aun cuando estaba siempre dispuesto a acometer grandes actos; pero pensad tan solo que, desde hace casi seis años, he sido golpeado por un mal pernicioso que médicos incapaces han agravado.
Decepcionado de año en año, en la esperanza de una mejoría, forzado a terminar considerando la eventualidad de una larga enfermedad, cuya curación, de ser posible, exigiría años, nacido con un carácter ardiente y activo, inducido a las distracciones de la vida social, he debido muy pronto aislarme, vivir lejos del mundo, en solitario.
A veces creía poder sobrellevar todo esto. ¡Oh!, cómo he sido entonces cruelmente llevado a renovar la triste experiencia de no oír más. Y, sin embargo, no me era posible decir a los hombres: “hablad más fuerte, gritad, porque soy sordo”».
Jean y Brigitte Massin explican muy bien cuál era el sentido de la vida para nuestro genio: «Lo que es singular en Beethoven no es solo el grado de heroísmo excepcional del que ha dado abundantes pruebas en su vida. Es sobre todo la intensidad de conciencia y de voluntad que puso en asegurar, y después en profundizar, la unidad de todo su ser, la rigurosa adecuación del hombre y del artista, de sus razones de vivir y de su objetivo último en su creación musical. (…) La única razón de vivir que se asigna es su arte. Pero en todos los momentos de su existencia, no separa jamás sus preocupaciones morales de su función creadora. Exige del hombre que hay en él la misma rectitud, la misma perfección que en el artista».
A pesar de su sordera —con la que, no obstante, compuso la mayor parte de sus obras—, de sus problemas de visión, de sus innumerables desarreglos intestinales —que tantos sufrimientos le causaban— y su permanente contienda con los príncipes y mecenas que le protegían y que, muy a su pesar, necesitaba para poder sobrevivir; a pesar también de no haber podido formar una familia como tanto deseaba y de no poder gozar de los placeres y la tranquilidad de un hogar y unos servicios básicos —lo que le hacía estar cambiando constantemente de domicilio—, tuvo que apañárselas también para poder sobrevivir como músico, comprometiéndose a fondo con las técnicas y las tradiciones de su oficio, llegando a dominarlas todas sobre la base de su talento innato y voluntarioso, siendo en todos los sentidos un profesional consumado. Así era nuestro querido Beethoven.
Quiero terminar citando el elogio más sublime que se ha hecho de una de sus grandes obras, la Misa solemnis, op. 123. Es el escrito por Clara Schumann en su Diario el 1 de abril de 1855:
«Hoy domingo he estado con Johannes [Brahms] en Colonia para escuchar la obra más gigantesca que existe: la Misa solemne de Beethoven. Nos sentimos totalmente abrumados por su grandiosidad. C iertamente, es una obra de un dios, creada no solamente para deleite de los humanos, sino para gozo de los dioses mismos, porque al hombre le resulta imposible toda su magnificencia» ( F. Leèft: Schumann inmortal).
No cabe duda de que Beethoven fue un titán, un héroe, un alma muy grande y generosa y, además, por encima de todo, un hombre bueno y lleno de fortaleza interior, que puso la música en un lugar al que todavía la humanidad no ha llegado. No en vano él mismo dejó escrito en sus cuadernos: «No reconozco en los hombres otra señal de superioridad que su bondad».
Bibliografía:
Andrés Ruiz Tarazona: Beethoven, el espíritu volcánico, ed. Real Musical 1975.
Jean y Brigitte Massin: Ludwig van Beethoven, ed.Turner, 1967.
Jan Swafford: Beethoven, ed. Acantilado, 2017.
Andrés Ruiz Tarazona: España en los grandes músicos, ed. Siruela, 2018.