Este óleo, una de las primeras obras de Corot, cuando por fin pudo dedicarse a la pintura tras dejar la tienda de modas de sus padres, se fecha en 1830.
Es la visión de cómo aparecía en ese momento la catedral de Chartres, pero además hay en la escena un indudable simbolismo: al fondo, centrado, el templo, con sus torres desiguales, una de tracería gótica, la otra un simple pináculo. El hermoso rosetón, y el transepto, con los arbotantes inacabados.
Pero delante hay otra catedral. La materia. La catedral de tierra, aún todavía un sueño sin forma. Es un montículo, un pequeño teso de forma triangular, como todas las montañas sagradas. Y tiene sus dos torres naturales, dos árboles que hacen espejo de las torres arquitectónicas. Abajo, piedras, sillares ya tallados o en proceso, que constituyen la promesa de una continuidad constructiva.
El sueño y la realidad. El proyecto y su plasmación. El hombre y la naturaleza en concordancia. A esa idea ayuda la atmósfera, el cielo amplio y nublado, en cuya pintura Corot era maestro: le gustaba salir de casa antes del amanecer, sentarse en el campo y esperar la llegada de las primeras luces, de los primeros colores en el cielo, proceso del que va tomando apuntes rápidos, que luego plasmará en sus lienzos. Así lo ha hecho en éste.
Quizá se nos diga, sobre el paralelismo de “las dos catedrales”, que imaginamos demasiado. No lo creemos así. Si Corot no hubiese querido plasmar ese oculto simbolismo, ¿por qué escogió ese punto de vista? ¿Acaso no pudo tomar la catedral de frente, situando el caballete ante el teso de tierra? Por supuesto que sí. Pero es así como quiso hacerlo, y es eso lo que quiso comunicarnos.
Y algo más quiso: 40 años después, en 1872, tres antes de su muerte, añadió al cuadro las dos pensativas figuras, dos jóvenes, que aparecen en primer término. La razón de ello es algo que nunca sabremos.
Los pensadores nos damos cuenta de los misterios que guardan las formas.Gracias por ser observadoras.