En el imaginario de todos los pueblos, hay personajes que perduran a través del tiempo dejando tras de sí una estela luminosa de respeto y admiración. Entre las reinas españolas de los últimos siglos, hay una que destaca por la simpatía que despierta, más de cuatrocientos años después de su muerte. Nos referimos a Isabel de Portugal, esposa de Carlos I de España y V de Alemania, reina y emperatriz y gobernadora de Castilla y Aragón en los momentos de regencia.
Isabel de Avis, infanta de Portugal, se alza como una figura femenina que iluminó su época gracias a su prudencia, formalidad, lealtad e inteligencia. Es llamada por algunos autores «el alma española de Carlos», lo que revela hasta qué punto llegó a conectar con el alma de su nueva tierra.
Marco histórico, ascendencia
Antes de comenzar a hablar del personaje en sí, vamos a situarnos históricamente en la época. Isabel nace en el año 1503, en Lisboa, el 24 de octubre[1]. Estamos, por tanto, a principios del siglo XVI. Es hija de Manuel I de Portugal[2] y de María de Aragón, cuarta hija de los Reyes Católicos.
Siguiendo con el contexto histórico, vemos que, en el año 1503, cuando nace la infanta, los reinos de la Península estaban regidos por personajes que, de una manera u otra, tendrían influencia en Isabel: en Portugal, su padre, Manuel el Venturoso; en Castilla, su abuela, Isabel I la Católica; en Aragón y Navarra, Fernando II de Aragón, el Católico; y en Francia, Luis XII, que merece ser mencionado ya que su hija Claudia estuvo prometida al príncipe Carlos de Habsburgo desde muy temprana edad.
Por su parte, Carlos —que nació el 24 de febrero de 1500[3]— es hijo de Juana de Castilla, tercera hija de los Reyes Católicos, y de Felipe de Habsburgo. Son, por tanto, primos hermanos, al ser ambos nietos de los Reyes Católicos por parte de madre.
El papel de la mujer en el siglo XVI
En el siglo XVI el papel de la mujer estaba limitado al entorno familiar. No se conocían mujeres profesionales, y si alguna trabajaba —lo que sin duda sucedería en las clases menos favorecidas— lo haría de forma anónima y de ningún modo asociada a ningún tipo de gremio. Su papel consistía, por tanto, en ser hija, esposa y madre. Y fuera de estos roles, el único destino que se le permitía adoptar era el de religiosa. En cualquier caso, su existencia discurría siempre intramuros y, en pocas ocasiones, fuera de los muros del hogar, fuese familiar o religioso.
En la nobleza, el futuro de la mujer no era muy diferente porque, aunque privilegiadas, en muchas ocasiones su destino estaba marcado desde el mismo día de su nacimiento, sin posibilidad de elección ni renuncia. La mayoría de los matrimonios se concertaban por interés y la mujer, en estas ocasiones, no era más que una moneda de cambio. ¿Qué se buscaba conseguir con estas uniones? Establecer alianzas, conseguir dinero a través de las dotes, ganar aliados para futuras contiendas, etc.
Con este panorama, es de suponer que Isabel poco tendría que decir en la elección de su futuro marido, aunque las crónicas que nos llegan de la época no parecen afirmar lo mismo, ya que era conocida su obsesión por casarse con Carlos y con ningún otro. Para Manuel I de Portugal, casar a su hija con el futuro emperador era importante, pues suponía mantener el dominio de la exploración de los mares sin incurrir en enfrentamientos con Castilla; y para Castilla esta alianza matrimonial suponía tener un poderoso aliado que garantizaba paz y estabilidad. O sea, que, a priori, existían intereses por ambos lados para que este matrimonio se realizase. Y a estos intereses se unió el deseo de la propia Isabel, que, desde joven, aceptó de buen grado el deseo de sus padres, como veremos más adelante.
Isabel, la infanta portuguesa
Isabel recibió una excelente educación por parte de su madre, María de Aragón, educada, ella misma, en un ambiente culto y humanista como fue la corte de los Reyes Católicos. Pero además de una refinada educación, Isabel recibió el ejemplo de una reina que no se contentó con ser esposa de rey y madre de sus hijos. María de Aragón participó activamente en la corte e intervino en la resolución de cuestiones fronterizas, además de preocuparse por sus súbditos y promover la construcción de iglesias, monasterios y hospitales. Toda esta actividad y postura ante la vida, Isabel la vivió al lado de su madre, de modo que, además de la consabida piedad cristiana, Isabel aprendió a asumir funciones gobernativas desde temprana edad.
Descrita por los cronistas como una joven bonita, de cabellos rubios, ojos claros y blanca tez, la infanta fue conocida como la mujer más bella de su tiempo. Aprendió el uso del latín mientras leía a los clásicos, que surgían en esta época del Renacimiento, convirtiéndose así en una mujer instruida y culta que llegó a reunir una vasta biblioteca.
Isabel se preparó, desde muy joven, para ocupar un alto cargo y hacer un buen papel en él. A los trece años falleció su madre y ella se hizo cargo del cuidado de su familia. Su padre, el rey Manuel I el Afortunado, dotó a su hija de casa propia y le hizo donación de lo que le correspondía por herencia. Al año de la muerte de María de Aragón, su padre contrajo nuevas nupcias con Leonor de Austria, hermana de Carlos, lo que supuso para Isabel una gran oportunidad para conocer de primera mano la personalidad y circunstancias del príncipe deseado. La unión entre los primos hermanos, Carlos e Isabel, fue el deseo de sus padres y, después, la misión de su hermano Juan III, ya que su propio padre, en su lecho de muerte, le hizo prometer que daría continuidad a las negociaciones que él mismo había empezado.
Así que para ello se preparó Isabel, con arduo tesón y con el total convencimiento de que su futuro estaba unido al del emperador. Tan segura estaba de su destino que llegó a proclamar: «Aut Caesar, aut nihil», o sea, o el césar o nada. Se dice que la espada de César Borgia tenía esta frase inscrita en su hoja, pero parece ser que su origen se remonta más atrás en el tiempo, concretamente a la época de Julio César. Este, junto a sus legiones, iba a pasar el río Rubicón situado al norte de Italia, lo que suponía ser declarado enemigo público, por lo que alertó a sus soldados de que no estaban obligados a seguirle. Pero estos, al unísono, exclamaron «Aut Caesar, aut nihil» y cruzaron el río dando comienzo así a la segunda guerra civil contra Pompeyo.
Isabel emperatriz: la gobernadora
Las negociaciones para el matrimonio entre Carlos e Isabel comenzaron ocho años antes del enlace. Coinciden con la llegada de Leonor de Austria a la corte portuguesa como nueva reina de Portugal, consorte (la tercera) de Manuel I, el Afortunado. Como decíamos antes, Leonor fue muy importante en la vida de Isabel, sobre todo en los años anteriores a su matrimonio. Las dos mujeres entablaron una fuerte amistad, que no se rompió cuando Leonor tuvo que dejar su país de adopción, tras la muerte del rey Manuel, al ser reclamada por su hermano Carlos. De la mano de Leonor, Isabel fue acercándose a la dinastía de los Habsburgo, a sus particularidades, y fue conociendo un poco más al que años más tarde se convertiría en su esposo.
Aunque Isabel no fue la única candidata para desposarse con Carlos, sí fue la que contó con más apoyos y, en su caso, decisivos. Por una parte, los representantes de Castilla y los consejeros del rey español querían una infanta portuguesa como reina de España y así se lo hicieron saber a Carlos. Y por otra, Manuel I tenía mucho interés en formalizar esta unión. Todas las fuerzas se concentraron en la figura de Isabel, y a su favor estaban también las hermanas de Carlos: Catalina, esposa de Juan III, y Leonor, viuda de Manuel I. A los veintidós años, una edad bastante tardía para la época, Isabel consiguió su objetivo y se casó con Carlos de Habsburgo. La boda se celebró en Sevilla el 11 de marzo de 1526.
Como en todos los matrimonios reales del momento, los motivos para el enlace fueron más políticos y económicos que sentimentales. Isabel era hija del monarca más rico de su época y su dote fue más que generosa. Carlos necesitaba dinero para financiar todas sus campañas militares, y el aporte económico que recibiría con este matrimonio era un motivo de peso para decidirse por la infanta portuguesa. Pero además, había otra necesidad que Carlos quería cubrir: necesitaba a alguien que, en su nombre y junto a sus consejeros, se ocupase de gobernar Castilla y Aragón mientras él se ocupaba de las campañas en Italia. Isabel reunía todas las condiciones para cubrir sus necesidades…
Lo que no esperaba nadie, tal vez ni siquiera los propios contrayentes, es que el amor nacería entre ellos nada más conocerse. Los cronistas de la época narran cómo el flechazo fue instantáneo y dan cuenta de la felicidad y el enamoramiento entre los esposos.
Al poco de casarse, Carlos comenzó la instrucción política de Isabel. Durante los trece años que duró su matrimonio, hasta la muerte de la emperatriz, Carlos confió el gobierno de Castilla y Aragón a Isabel, que se convirtió en una gobernadora ejemplar y en la mejor ejecutora de los planes de su marido.
Como gobernadora, Isabel destacó por su prudencia, inteligencia y habilidad. Supo granjearse la simpatía de prácticamente toda la sociedad de su época y tuvo la aprobación del emperador y de sus consejeros gracias a la profesionalidad con la que desarrolló su trabajo. Isabel quería hacer bien las cosas; asumió su papel político con gran responsabilidad, dándole su sello personal sin dejar de cumplir lo trazado por el emperador, con tan buen hacer que se ganó el reconocimiento de los reinos. Muchos siglos antes de que surgiera la figura del monarca constitucional, ya entrado el siglo XX, Isabel de Portugal se constituye en regente actuando de forma parecida a como lo haría hoy un rey sometido a las leyes parlamentarias.
Isabel, la mujer: el alma española de Carlos V
Como ya hemos comentado al principio de este artículo, las oportunidades en la vida de una mujer del siglo XVI no eran muchas. El matrimonio o el convento eran los dos únicos caminos a considerar y esto entre aquellas que podían elegir. Entre las que no tenían elección estaban las damas de la nobleza que vivían rodeadas de comodidades, pero carecían del bien más básico: la propia libertad. Estas mujeres eran esclavas del deber y de la voluntad de sus señores, fueran padres, hermanos o un pariente próximo, y la mayoría de las veces no tenían derecho ni siquiera a elegir esposo. Los matrimonios reales no se hacían por amor, sino por obligación y para la mujer significaba partir hacia lo desconocido, ya que, frecuentemente, estas mujeres no solo dejaban atrás a su familia, sino también su país y sus costumbres. Y casi siempre, su propio idioma. Era un cambio de escenario total.
Como ya también hemos referido, Isabel estaba más que dispuesta a realizar este cambio. Después del matrimonio y como otras damas de la alta nobleza, Isabel llevó consigo una numerosa corte portuguesa que, con el tiempo, se redujo a un pequeño núcleo, al ser reemplazados los portugueses por servidores castellanos. Pero a pesar de que su casa se vio castellanizada, como era lógico esperar, nunca olvidó sus raíces y mantuvo correspondencia con su hermano Juan III de forma regular, además de interesarse por los asuntos portugueses. Incluso hay quien quiere ver en la atracción que Felipe II sentía por Portugal, la mano de su madre, pues sería lógico pensar que sus raíces lusitanas ejercerían gran influencia en el hijo.
El cronista Alonso de Santa Cruz define a la emperatriz como «una persona honesta, callada, grave, devota, discreta y no entrometida». De temperamento equilibrado y prudente, fue admirada a lo largo de toda su vida, primero en Portugal y después en España. Amiga de no mostrar sus emociones en público, como demostró en sus diferentes partos, se esforzaba por dar una imagen de fortaleza ante sus súbditos. El estudio de su grafía revela que la emperatriz era una persona honesta e íntegra, con una gran capacidad de esfuerzo y fortaleza ante las circunstancias adversas, además de templanza y carisma autoritario.
No podemos dejar de mencionar el frágil estado de salud de la emperatriz. Durante su vida, la emperatriz tuvo cinco enfermedades y, de ellas, tres coincidieron con la ausencia del emperador, lo que nos lleva a pensar que la unión entre ellos era tan fuerte que al faltar uno, el otro se resentía hasta somatizar en su cuerpo el dolor por la ausencia. Hay que pensar que lo mismo le ocurrió al emperador cuando faltó Isabel, porque si bien le sobrevivió diecinueve años, los vivió con gran tristeza y pesar por la ausencia de su compañera de vida. En lo personal, Carlos e Isabel formaron una pareja de gran cohesión, algo nada usual en la época. Y esta relación tan armónica se reflejó en el ejercicio de su poder.
Como decíamos, Isabel de Portugal tuvo una gran influencia en su hijo, el futuro Felipe II, de forma que este, tiempo después, mantuvo las costumbres y usos aprendidos de su madre, siendo el principal la austeridad en lo económico. Gran influencia tuvo también la emperatriz en el más leal de sus servidores, Francisco de Borja, que pronunciaría la famosa frase de «no servir a señor que se me pueda morir» al tener que reconocer el cadáver ya putrefacto de la soberana, por orden del emperador. El romanticismo ha querido ver en esta relación un amor platónico del caballero hacia la emperatriz, cosa que nos parece poco probable al estar casado Francisco de Borja con Leonor de Castro, íntima amiga y dama de la emperatriz.
Isabel de Portugal y el arte
Aunque Carlos e Isabel fueron motivo de inspiración para los más variados artistas, lo cierto es que la emperatriz nunca posó para ningún pintor que inmortalizara su imagen. De este modo, solo han llegado hasta nosotros las imágenes que se corresponden con su etapa anterior al matrimonio y los retratos póstumos, encargados por el propio emperador.
El retrato más conocido es sin duda el realizado por Tiziano. Este retrato está inspirado en otro anterior del pintor William Scrots, actualmente conservado en el Museo Nacional de Poznan, Polonia.
Tiziano realizó tres retratos de los emperadores. El primero de ellos se perdió, pero se sabe que existió gracias a un grabado flamenco de Pieter de Jode II. Este primer retrato, concluido en 1545, marca la pose que se repetirá en los cuadros siguientes: posición de las manos, pose regia, fondo difuminado, símbolos reales, religiosos, etc.
El segundo retrato es el más conocido y se conserva en la actualidad en el Museo del Prado. Concluido en 1548, es un encargo del emperador Carlos y en él el rostro de la emperatriz aparece ligeramente modificado.
El tercer retrato fue realizado por el pintor veneciano en 1548 y representó a los emperadores juntos, sentados uno al lado del otro. Para esta obra, se inspiró en un cuadro de Carlos sedente y en el retrato de Scrots de la emperatriz. En 1628 Rubens hizo una copia, que es la que ha llegado hasta nuestros días y que se conserva en la Fundación Casa de Alba.
A nivel escultórico, existen varias obras dedicadas a ella. En el Museo del Prado encontramos una estatua de la emperatriz realizada a mediados del siglo XVI. Se trata de una escultura en bronce de los Leoni, encargo también del emperador, que refleja la majestuosidad, recato y actitud reflexiva ya manifestados en los retratos de Tiziano. Existe también otra escultura, en el mismo museo, realizada en mármol de Carrara, obra de Pompeo Leoni.
Del mismo autor es la escultura en bronce que se encuentra en el palacio de Fuensalida, en Toledo, a pocos metros de la habitación donde falleció la emperatriz en 1539. Una copia de esta obra adorna una plaza de la ciudad de Albacete, localidad castellana que fue señorío de la emperatriz.
Es de destacar también la escultura de Isabel de Portugal en la parte posterior del monumento a Cervantes situado en la Plaza de España de Madrid. Aunque aparece mencionada en algunos lugares como una representación idealizada de la Literatura, es innegable el parecido total con la emperatriz, tal y como aparece en el cuadro de Tiziano.
Para finalizar, me gustaría recoger las palabras que el escritor Isidoro Jiménez Zamora dedica a la emperatriz, en su obra Isabel de Portugal, gobernadora. El poder a la sombra de Carlos V. Dice: «Isabel fue una gobernadora eficaz y ejerció influencia política sobre el emperador. No se conformó con seguir el dictado de lo que tenía que hacer. No quiso quedarse al margen. Asumió y ejecutó con dignidad el papel de lugarteniente general de los reinos otorgado por el césar. Actuó con un gran tacto político y demostró dotes para la diplomacia. Su defensa a ultranza de los intereses españoles sobrevoló permanentemente en las conciencias castellanas. Apostó por la búsqueda del entendimiento en la cumbre para resolver los problemas. Influyó en moldear la actitud y la personalidad del emperador. Sus años de casada los vivió con extremo rigor, dedicada a fondo tanto a sus hijos como a sus vasallos. (…) Carlos V tuvo el acierto de escoger a la mejor candidata como esposa y como regente en un momento crucial. Ella supo crear su propio programa de gobierno. Fue perseverante, responsable y exigente consigo misma y con los demás. Se atrevió a criticar algunas actuaciones del césar al tiempo que, con absoluta lealtad, defendía públicamente sus acciones. Administró, aconsejó y despachó hasta el final de sus días (…). Logro el afecto y el respaldo casi unánime de la sociedad del momento, a la que atendió siempre y en todos los lugares (…) Eclipsada su figura por la enorme sombra de Carlos V, el siglo XX ha querido recuperarla para la historia. El siglo XXI puede y debe rescatar su papel político: el de una mujer de un tiempo nuevo, comprometida con un modo de servir basado en la justicia, el respeto a la norma y el bien común, en el que se refleja la importancia de la unidad dentro de la diversidad y, al mismo tiempo, en la universalidad. Como partícipe de la idea europea y atlántica de Carlos V, debe encontrar un puesto que reconozca el esfuerzo y el trabajo realizado en favor del diálogo y de la diplomacia para la resolución de los problemas».
[1] Es de signo astrológico Escorpio, aunque su temperamento apaciguador y equilibrado le hacen asemejarse más al signo de Libra.
[2] Recordemos que Manuel el Venturoso se casó en tres ocasiones y todas ellas con infantas españolas. La primera esposa fue Isabel de Aragón, segunda hija de los Reyes Católicos. La segunda, María de Aragón, hermana de la anterior y cuarta hija de los Reyes Católicos. Y la tercera y última fue Leonor de Austria, hermana de Carlos I y también nieta de los Reyes Católicos al ser hija de Juana de Castilla, mal llamada por la historia «la loca».
[3] Es, por tanto, Piscis.