Hoy en día la medición, valoración y disminución del impacto ecológico de nuestras actividades, es objeto de preocupación y estudio permanente. Los innumerables, y en ocasiones graves, gravísimos, efectos de nuestra actividad humana en los ecosistemas, son admitidos como hechos y consecuencias de nuestro crecimiento como especie, y se procura evitarlos o disminuirlos.
La definición del modo de nuestra relación con el entorno natural, con los ecosistemas y con el planeta mismo, se ha incorporado a todas las esferas de la actuación humana. No hay reglamento, ni procedimiento productivo, ni normativa legal, que no considere algún aspecto de la incidencia de cualquier hecho en cuestión sobre la Naturaleza, de tal manera que términos como sostenibilidad o ecológico son puntos de encuentro de los más variados intereses.
Es innegable el valor positivo de la incorporación de una visión conservacionista de la Naturaleza a casi todos los ámbitos de lo ciudadano. Sin embargo, se corre el riesgo de que nuestra relación con la Naturaleza quede relegada al campo de la reglamentación, de la normalización, de la legislación, y esa consideración hacia lo ecológico se ignore cuando no haya una norma que lo imponga.
Es más, puede ocurrir el efecto contrario, que las medidas conservacionistas en cualquier proceso productivo, económico o social se contemplen como una carga, como un yugo, y lo natural acabe siendo objeto de furia y resentimiento, de tal manera que se cumple en la esfera pública ciudadana y se desmonta, a modo de acto de rebeldía, en lo privado.
Para evitar estos efectos perniciosos y deletéreos de nuestra relación con el medio ambiente, es necesario que la Naturaleza sea al mismo tiempo, fuente y destino de nuestro sistema ético, de tal manera que nuestra adecuada relación con ella no dependa de una legislación, de un sistema impuesto desde fuera, sino que sea la consecuencia de un sistema individual, interno y ordenado, de igual manera que el respeto a la vida, a la dignidad y a la libertad del otro, por poner otros ejemplos, no deben ser en última instancia salvaguardados por la ley únicamente, sino que sean consecuencia lógica de ese ordenamiento interno que llamamos ética.
Si la ética es el marco donde se establecen los modelos óptimos y justos de relación del individuo con todo lo que le rodea, debe haber un sitio de primera magnitud para la Naturaleza.
¿Cómo definir nuestra relación con la Naturaleza, cómo orientarla? Esta es la cuestión, porque dependiendo de la respuesta surge una posición de explotación, de dominio, de interrelación, etc. De entre todas las opciones posibles, debe de haber una forma de relación con la Naturaleza que sea la correcta, regida por los mismos principios que en el resto de las especies.
Porque el punto de partida para encontrar esta relación óptima es justamente reconocer que formamos parte de la Naturaleza, que somos una pieza integrante del complejo sistema natural, con una serie de particularidades (tenemos conciencia de identidad, gran capacidad de aprendizaje y adaptación, etc), que no nos liberan de esta condición de pertenencia. Afirmar este extremo no es una simpleza, porque buena parte de nuestros desenfoques provienen de no asumir nuestra condición de especie perteneciente al sistema natural, y creer lo contrario (la Naturaleza nos pertenece).
Considerando por tanto, que formamos parte del engranaje de la vida en el planeta, el carácter de nuestra relación con la Naturaleza se establece tal cual lo hacen el resto de las especies. Cualquier especie «encuentra su sitio» en los ecosistemas naturales cuando tiene la posibilidad de desarrollar de la mejor manera sus características específicas, de tal modo que cuando no es así, el sistema entra en desequilibrio, o la propia población de dicha especie entra en un proceso de marginalidad y extinción.
De igual manera, la forma correcta de nuestra relación con el resto de la Naturaleza se levanta sobre el desarrollo de nuestras características específicas como seres humanos.
Nos caracterizamos por tener una mente, en el más amplio sentido de la palabra, que nos proporciona el discernimiento, la capacidad de aprendizaje, el poder conocer las leyes naturales, el crear espacios interiores para el desarrollo espiritual (el término espiritual no se emplea en este contexto, como algo vinculado a una experiencia religiosa en particular, sino a la característica antropológica de contacto con lo sagrado) o metafísico, y un amplio etcétera de funciones mentales.
Nos caracterizamos también por tener un comportamiento extremadamente plástico y adaptativo, que es capaz de vincular los procesos mentales a las necesidades materiales y viceversa. Somos capaces de desarrollar las más variadas afectividades, desde el instinto más básico y común con los animales hasta los sentimientos más elaborados y elevados.
Nuestras necesidades por tanto exceden en mucho de las exclusivamente materiales: necesitamos también acceder a recursos no materiales (sentimentales, mentales y espirituales o metafísicos).
Además de todas estas características específicas, tenemos otros logros evolutivos imprescindibles e igualmente específicos, como es la capacidad de movilizar la conciencia (que sería la sección de la realidad que atendemos en un momento determinado) a lo largo de todo nuestro ser: desde lo más metafísico o espiritual hasta nuestra realidad más corpórea y material. Y también hemos alcanzado la posibilidad de vivir en sociedad, creando una unidad supraindividual, que potencia las características personales y que posibilita el desarrollo de otras facultades humanas, como es la transmisión del conocimiento y la experiencia, de tal manera que se favorece la evolución cultural frente a la evolución natural.
Así, nuestra relación con la Naturaleza debería llevarse a cabo con todas nuestras características específicas, y de esa manera sería una relación optimizada. Esto conlleva la necesidad de desarrollar todas estas características: nuestra mente, nuestro discernimiento, nuestra capacidad de aprendizaje, etc.
El marco ético de nuestra relación con la Naturaleza nos obliga a desarrollarnos plenamente como seres humanos, pues únicamente de esta manera es como se minimiza nuestro impacto y las acciones (y sobre todo sus consecuencias) pueden ser asumidas por el resto del sistema.
Cuando somos capaces de poner nuestra conciencia en lo más elevado de nuestra esfera mental y espiritual, podemos orientar nuestras decisiones de manera más adecuada, según lo aprendido de las leyes de la Naturaleza, podemos aprender las consecuencias de nuestros actos y corregirlos, podemos solazarnos con el conocimiento aprendido, y con sentimientos de tipo ético o estético y reducir nuestra necesidad de recursos materiales a los imprescindibles para mantener el cuerpo en un estado saludable. Cuando somos capaces de poner nuestra conciencia en estas esferas exclusivamente humanas comprobamos cómo nos es necesario robustecer la sociedad para adquirir conocimientos y sentimientos estables, y percibimos cómo nuestra felicidad es posible sólo cuando también es posible para el otro, y todo un conjunto de facultades y virtudes, relacionadas con el altruismo se llevan a cabo, consolidando por tanto un modelo de sociedad más sostenible, guiado por el pleno desarrollo de las facultades espirituales, mentales y sentimentales del ser humano. En estas condiciones, nuestro impacto es menor, y nuestra integración en los sistemas naturales es más factible.
Por el contrario, si no nos desarrollamos plenamente como seres humanos, dejando amplias posibilidades mentales y espirituales en blanco, centramos nuestra conciencia (nuestra atención al fin y al cabo, la esfera de nuestra realidad) casi exclusivamente en la satisfacción de nuestros impulsos irracionales, sin el suficiente control y modulación. Sin conocimiento de los efectos, tampoco podemos introducir correcciones. La consecuencia es una explotación y actuación excesiva, por encima de nuestras necesidades materiales, y un impacto insostenible. Además, sin este pleno desarrollo como seres humanos, disminuye nuestro grado de satisfacción, por lo que nos vemos impulsados, de manera irracional, a incrementar nuestra demanda de recursos. La sociedad también se vuelve más frágil e insostenible, porque cuando prevalece la satisfacción de lo irracional y de lo sensacional, se fortalece un comportamiento personalista, egoísta y competitivo, que debilita el papel de la cooperación y el altruismo.
En definitiva, desde un punto de vista ético, la posición del hombre con respecto a la Naturaleza, el «hombre natural», no se consigue en una serie de instrucciones o código de conducta. No se puede imponer desde un marco legal, ni tampoco desde un programa de educación ambiental. El hombre ocupa, ocupamos, nuestro lugar en la Naturaleza cuando desarrollamos al completo todas nuestras posibilidades. Ese es el punto de máxima eficiencia ecológica, de igual manera que para el resto de las especies.
Por Manuel J. Ruiz.