Todos admiramos la extraordinaria continuidad religiosa y doctrinaria del país del Horus Viviente, Faraón (denominado «la Gran casa»), pero pocos conocen los enormes esfuerzos y actos heroicos que fueron necesarios para permitir esta continuidad y volver al buen camino después de sufrir importantes desviaciones provocadas por invasores externos, como los hicsos, o actores internos, como el conocido Akhenatón.
Concepto de la historia en Egipto
Nuestro enfoque actual de la historia es fundamentalmente periodístico, con un fuerte toque de voyerismo, que se acentúa a medida que se acelera la decadencia de los valores. Ciertamente, nos interesa saber lo que ha sucedido, pero mejor si va acompañado con un toque de morbosidad, gracias al cual se acentuarán los pretendidos errores y las fallas morales, por pequeñas que ellas sean, de cualquier actor histórico, definido hoy como cualquier personaje visible, lo que en las redes sociales llamaríamos un influencer.
Pero, desgraciadamente, hoy tampoco interesa en demasía lo que realmente ha ocurrido, es decir, la verdad, sino los «múltiples puntos de vista». Y los puntos de vista, definidos como lo que percibe o piensa el uno o el otro acerca de un suceso histórico, tampoco son necesariamente tales, pues, por ejemplo, los actores políticos, al decir lo que «piensan» deberán seguir guiones estrictos de contenido y tono elaborados por expertos en medios de comunicación, relaciones públicas y redes sociales. Todo se mide por su impacto, evaluado por continuos sondeos de opinión. De este modo, hoy es muy difícil saber lo que en realidad piensan muchos personajes públicos, insertos en el «sistema» político actual, en el que prima la imagen por encima de las ideologías.
Implícito en el movimiento pendular entre el suceso histórico como «hecho» objetivo y la historia como percepciones subjetivas diversas y encontradas, encontramos el quiebre epistemológico de la filosofía occidental, en eterno movimiento pendular entre el llamado realismo y el idealismo filosóficos. En este movimiento pendular, se sobrevalora en un momento dado la subjetividad, el «yo creo u opino», o la objetividad, que muy a menudo es solo una observación superficial de los eventos teñida de materialismo superficial y sin verdadero interés en descubrir las causas de estos. Es el espejismo del «hoy», sin raíces en el «ayer» ni esperanza de un «mañana».
Pero en Egipto, la historia se ha movido por carriles distintos. Para aproximarnos a esta visión tan distinta de la nuestra, pensemos en cómo un alfarero debe objetivar con las manos el modelo que ve en su mente previamente. Como es natural, el proceso de plasmar la idea en la arcilla será un proceso gradual e iterativo. Harán falta muchos ensayos para que el modelo mental se plasme del mejor modo posible en la vasija de arcilla, ya sea porque el alfarero debe desarrollar su propia destreza o técnica o porque la arcilla no es de buena calidad. Pero el modelo no cambia.
Podemos preguntarnos, con respecto a este proceso, qué es lo más importante o lo «real» en sentido filosófico: 1) el modelo mental que es inmutable, 2) los múltiples ensayos de plasmación, o 3) la relativa perfección del ensayo de plasmación más reciente.
La historia, tal como la entendemos hoy, puede equipararse analógicamente con los múltiples ensayos, más o menos logrados, del alfarero. Pero para los egipcios, para asombro nuestro, lo verdaderamente real e importante es el modelo mental inmutable. Y también nos sorprenderá lo poco que les interesa mostrar, al menos de cara hacia el pueblo egipcio, que la plasmación no sea perfecta, pues lo importante es recordar y hacer recordar lo esencial. Es la razón por la cual se mostrará siempre una versión idealizada de la «historia», por ejemplo, los triunfos bélicos de un faraón, aunque puedan no coincidir estrictamente con lo que para nosotros es lo real, es decir, «lo que sucedió». Es por ello por lo que, al observar las frecuentes representaciones de un faraón combatiendo a los enemigos de Egipto, por lo general, en las paredes externas de los templos, existe un patrón repetitivo. Es el símbolo del faraón aplastando los nueve arcos, es decir, ofrendando Maat a los dioses, al proteger a su pueblo de los enemigos de Egipto.
Esta perspectiva de que lo ideal, lo que debe ser, es lo único real, se traduce también en «vidas idealizadas» en las paredes de las tumbas y en las grandes representaciones de batallas, algo que ha sido reconocido por el egiptólogo y escritor Christian Jacq, entre otros.
Pero lo anterior no conlleva el que los egipcios estuviesen prontos a olvidar su experiencia histórica y los errores cometidos. Recordemos al sacerdote de Sais que le dice al sabio ateniense Solón, en el Timeo de Platón, que los griegos siempre serán unos niños, pues no recuerdan su propio pasado.
La experiencia histórica era cuidadosamente codificada y guardada en los anales de los templos, pero solo para su uso cualificado. El conocimiento, en Egipto, no era de dominio público, sino iniciático, es decir, que tener una cualificación moral y técnica eran requisitos previos para acceder a los múltiples tipos de conocimientos que sí existían, como podemos comprobar por las numerosas pruebas que hay de los profundos conocimientos médicos, tecnológicos, astronómicos, etc., que poseían los egipcios.
En Egipto, la historia externa o pública la marca el reinado de un faraón. Se menciona el año de reinado y el momento del calendario civil (estación, mes y día). El año civil de 365 días se dividía en tres estaciones de cuatro meses de treinta días (divididos en tres decanos). Se agregaban cinco días considerados «peligrosos», en los que cesaba la actividad y el faraón reinante se recogía para recibir el consejo de sus antepasados.
Cuando fallecía un faraón, se creía que peligraba el orden cósmico. El período de embalsamamiento, que parece coincidir con el ciclo de ocultamiento de Sirio, duraba setenta días. El orden se restablecía cuando el nuevo hijo de Horus, el nuevo faraón, subía al doble trono. El símbolo vivo de la importancia del faraón para mantener el orden cósmico lo encontramos en las frecuentes representaciones, en las cuales el nuevo faraón es coronado por Horus (el Norte) y por Seth (el Sur), ya que el faraón era quien mantenía el equilibrio entre estas dos fuerzas eternamente en pugna.
La visión de la historia de Egipto como una sucesión de treinta dinastías históricas es una interpretación tardía de la época de los Ptolomeos. Se le atribuye al sacerdote egipcio Manetón, quien escribió treinta tomos (¿treinta rollos de papiro?) de historia de Egipto organizada en treinta dinastías por encargo de los Ptolomeos. Pero no está claro lo que define el paso de una dinastía a otra. Hay dinastías muy breves, otras muy largas y otras que parecen no haber existido, al igual que dinastías «paralelas», cuando el país se encontraba dividido. Por ejemplo, Ahmosis, quien completa la expulsión de los hicsos, se considera el primer faraón de la XVIII dinastía, pero ha sucedido a su padre y a su hermano de la XVII dinastía en el trono. Ello muestra que el cambio dinástico no es simplemente el paso de una familia a otra, como en el caso de muchas casas reales europeas.
Los inicios del Egipto dinástico
En los inicios del Egipto dinástico, alrededor del 3000 a. C. o antes, en la dinastía I (tradicionalmente) o 0 (actualmente), se coloca a Narmer-Menes (hoy se cree que se trata de un mismo faraón), cuya tumba se ha encontrado, y cuya tableta en esquisto verde de 64 x 45 cm, de magnífica factura, nos muestra los principales elementos heráldicos y teológicos del Alto y del Bajo Egipto:
– El faraón porta la corona blanca del Alto Egipto en un lado de la paleta y la corona roja del Bajo Egipto en el otro.
– Su función tradicional como protector del país es evidente. Somete a los enemigos de Egipto utilizando su maza ritual.
– Aparecen los símbolos de la Gran Vaca, y el halcón divino. Recordemos que Hat Hor, la Vaca Cósmica (representada como tal en una capilla de la tumba de Sethi I) o Gran Madre, significa literalmente ‘la morada (Hat) de Hor’ (el halcón).
– También se muestran estandartes de varios nomos o provincias egipcios.
– El faraón tiene la fuerza de un toro, con el que es asimilado. Porta la cola de un toro. En la tableta, también aparece un toro derribando una fortaleza enemiga.
– Los animales mitológicos de largos cuellos entrelazados simbolizan probablemente la unión de las Dos Tierras.
Se atribuye a Narmer-Menes, originario del sur, la unificación del Alto (sur) y Bajo (delta) Egipto. Con él comienza la historia de Egipto, aunque existen también referencias más vagas a un Rey Escorpión. Previamente, según los propios egipcios, los dioses gobernaban sobre la tierra.
El Imperio Antiguo (2686-2181 a. C.)
El Imperio Antiguo, que incluye las dinastías III a VI, será un referente a lo largo de la historia de Egipto. Es un período de austeridad y grandeza que incluye el extraordinario reinado de Zoser (2668-2649 a. C.) y su arquitecto-médico-mago Imhotep, deificado por la posteridad. También se incluyen en él los faraones de la IV dinastía Snefru, Kheops, Khefren y Micerinos, a quienes aún se atribuyen las grandes pirámides de la meseta de Gizah.
Sin embargo, es curioso el constatar que, en la IV dinastía, tenemos, primero, las dos grandes pirámides atribuidas a Snefru, padre de Kheops, la roja y la romboidal, y luego, las tres de la meseta de Gizah, junto a la Esfinge (que según algunos estudiosos podrían representar el cinturón de Orión). Y de estas cinco pirámides de dimensión colosal pasamos bruscamente a tumbas coronadas por pequeñas pirámides en Saquarah, en la V y VI dinastías, como la de Unas, que contiene los llamados «textos de las pirámides», pero que son de una dimensión y de una factura muchísimo más modestas. ¿Qué ha pasado? ¿Se ha perdido bruscamente la capacidad de emprender proyectos arquitectónicos de la dimensión de aquellos que atribuimos a la III y IV dinastías? A estas construcciones podemos agregar el Templo del Valle de Gizah, de factura megalítica y precisión milimétrica en el ajuste de los enormes bloques de granito que lo constituyen.
También es curioso constatar que, en los cuentos ambientados en la época de Kheops, se hace referencia a tiempos gloriosos pasados y conocimientos perdidos, atribuidos a Thot.
El Imperio Medio: los Xesostris, fundación del templo de Karnak
El Imperio Medio es el período llamado clásico de Egipto. Incluye la dinastía XI tebana (2134-1991 a. C.), en la que destacan los faraones Mentuhotep I-III, quienes han asumido el nombre del antiguo dios de la guerra Montú. También la dinastía XII (1991-1782 a. C), la de los Amenemhet y los Xesostris, en la cual la preeminencia teológica pasa a ser la de Amón. Es el hijo de Amón y Mut, Khonsu, quien asumirá algunas de las funciones de Montú como dios de la guerra. Pero Montú no es ignorado o eliminado. El mismo Xesostris III (1887-1841 a. C.), erigirá en su honor un templo al norte de Tebas, en Nag-el-Madamoud, remodelado en el Imperio Nuevo y también en época ptolemaica y romana.
El primer faraón de la XII dinastía, Amenemhet I, introduce el sistema de corregencia a sus veinte años de reinado. Asocia al trono a su hijo Xesostris I y comparte el trono con él durante diez años, hasta ser asesinado. Xesostris I (1971-1926 a. C.), asume durante la corregencia principalmente la función de jefe militar, y en el momento de la muerte de su padre se encuentra en campaña contra los libios. La relación entre estos dos grandes faraones de la dinastía XII se encuentra reflejada en uno de los textos clásicos del Imperio Medio, las «Instrucciones de Amenemhet», en las cuales el padre se le aparece al hijo en sueños para instruirle sobre los misterios del poder, integrando su dolorosa experiencia.
De esta época podemos destacar también la fundación del templo de Karnak de Amón, dedicado a la creación del mundo y orientado hacia el este, donde nace el sol. Xesostris I, llamado «Estrella que ilumina el Doble País», esperó diez años para realizar el rito de fundación, en un momento en el que nacieran al mismo tiempo el Sol y la Luna, es decir, cuando coinciden astrológicamente el solsticio de invierno y la luna nueva.
Lamentablemente, no queda prácticamente nada del primer templo de Xesostris I, aunque aún podemos admirar la llamada capilla blanca, reconstruida a partir de trozos encontrados en el interior de uno de los pilonos posteriores del templo. En esta capilla, que podemos ver en el museo al aire libre de Karnak, todo Egipto, representado por Hapi y los diversos nomos del país, rinde sus ofrendas, cuidadosamente cuantificadas, al dios rector.
También destaca en el Imperio Medio la figura del faraón Xesostris III, verdadero gigante de dos metros de altura. En el museo de Luxor podemos ver su rostro serio y concentrado en expresiones artísticas (dos bustos en piedra), que nos asombran por su naturalismo. Nos recuerda de algún modo el poder y la fuerza que emanan de la estatua del Serdab del faraón Djoser, otra de las joyas del museo egipcio de El Cairo.
Los textos destacan que Xesostris III, que es descrito como un dios sin igual, «un señor de sabiduría», reprimió con dureza alzamientos en el país de Kush, la Nubia, y fue venerado en la misma Nubia.
Según relata Christian Jacq en su magnífico libro El Egipto de los grandes faraones:
En el paraje de Kahun se descubrió un lote importante de papiros. En uno de ellos se había redactado un himno a Xesostris III vivo. Básicamente se cuenta que se organizó una fiesta con motivo de la llegada del rey a una de sus residencias. La población está alborozada; saludan al soberano como el defensor de Egipto, como el vencedor que aplasta al adversario. Los dioses, los antepasados y el pueblo son felices. Xesostris es el pastor que da el hálito vital a los egipcios. No es fruto del azar que el primer coloso conocido, símbolo del rey deificado, date del reinado de Xesostris III (cap. 7: Xesostris y la sonrisa del Imperio Medio).
La invasión de los hicsos
Durante el Segundo Periodo Intermedio, se produjo la traumática invasión de los hicsos (dinastía XV, 1663-1570 a. C.), que aprovecharon la debilidad de un país dividido para hacerse con él con habilidad, infiltrándose en el mismo paulatinamente. Los hicsos estuvieron en Egipto unos cien años, tuvieron cinco o seis reyes y controlaron principalmente el delta desde su capital, Avaris.
La reconquista correspondería a los reyes de Tebas, y fue esforzada, heroica y sangrienta. Dejaron su vida en el altar del sacrificio de la reconquista Seqenenre (alrededor del 1574 a. C.) y su hijo Kamose (1573-1570 a. C.), gran guerrero. Pero solo Ahmose (1570-1546 a. C.), el segundo hijo, un gran estratega, logró completar la hazaña de la reconquista, con el importante apoyo de la reina y de la reina madre. Con Ahmose se da inicio a una nueva dinastía, la XVIII y el Imperio Nuevo.
El Imperio Nuevo: Tebas
Esta es la gran edad de oro de Tebas e incluye las dinastías XVIII a la XX.
Los primeros faraones de la XVIII dinastía, Ahmosis (el rey de la reconquista), su hijo Amenhotep I y el gran militar Tutmosis I (no emparentado con los anteriores, aunque no funda una nueva dinastía), marcan un espíritu guerrero de conquista.
En la etapa siguiente se producirá una primera crisis de legitimidad. Para legitimizar completamente a Tutmosis II (1518-1504), hijo de una esposa secundaria de Tutmosis I, se casa con su hermana mayor Hatshepsut, la hija mayor de Tutmosis I y por lo tanto «de sangre real». Tutmosis II reinará unos catorce años en compañía de su mujer, Hatshepsut. A la muerte de Tutmosis II, su sucesor legítimo, Tutmosis III (a partir del 1504 a. C), hijo de una concubina, es aún un niño, por lo cual Hatshepsut asume el rol de regente. Pero Hatshepsut quiebra el orden sucesorio legítimo a partir del segundo año de reinado del joven Tutmosis III, siendo coronada faraón con el apoyo del sumo sacerdote de Tebas, y gobernando del 1498 hasta el 1483 a. C., en lugar de Tutmosis III, el faraón legítimo. Para legitimizar a Hatshepsut se acude a una doctrina esotérica, y se proclama que la reina es hija predilecta de Amón (templo de Deir El Bahari). Amenhotep III, padre de Akhenatón, reutilizará el mismo argumento más tarde, como se puede ver en las escenas del nacimiento real en las paredes del templo de Luxor.
Para la historia conocida, Hatshepsut desaparece misteriosamente, y su nombre es eliminado en secciones de su famoso templo funerario de Deir el Bahari. Como su eliminación simbólica y ritual no es completa (quedan cartuchos con su nombre y esculturas con su rostro), no apoyamos la tesis de que su eliminación fue ordenada por Tutmosis III, pues, de otro modo, su nombre realmente hubiese desaparecido.
Cabe notar que no se puede justificar la usurpación del poder por parte de Hatshepsut alegando que Tutmosis III era un incapaz, pues, por el contrario, demostró ser uno de los más grandes faraones de Egipto. También es interesante el ver la ausencia de los cartuchos de Hatshepsut y Akhenatón, ambos considerados ilegítimos, y por ello mismo «inexistentes», en la lista real del templo de Abydos de Seti I y Ramsés II.
Tutmosis III (1504-1450 a. C.), llamado a veces el Napoléon egipcio, lleva el Imperio a su máxima expansión. No solo conquistará Palestina y Siria, sino que también cruzará el Éufrates en embarcaciones desmontadas y transportadas por el ejército egipcio.
Hatshepsut había practicado una política de relaciones comerciales y pacifismo, pero le legó a Tutmosis III una situación internacional inestable y revueltas de los enemigos tradicionales de Egipto, que el faraón guerrero reprimió con energía.
En general, observamos que el pacifismo unilateral dio malos resultados, pues fue campo de cultivo para los enemigos de Egipto. No solo fue parte de la política de Hatshepsut, sino que también lo fue de Amenhotep III y IV (Akhenatón), y llevó a renovadas crisis que debieron resolver faraones guerreros como Horemheb, Seti I, Ramsés II y Ramsés III, tal vez el último gran faraón guerrero.
La herejía de Akhenatón
Cien años más tarde tenemos la herejía de Akhenatón (1350-1334 a. C.), que fue especialmente compleja por sus consecuencias. Como explica Fernand Schwarz en su libro Geografía sagrada de Egipto, y podemos ver en tumbas del Egipto Medio, por ejemplo, Akhenatón eleva el disco solar Atón al nivel supremo, en detrimento de los demás dioses tradicionales. También se autoproclama como su único intermediario con la humanidad. Se constituye así en el padre-madre de todo Egipto, adoptando la iconografía del único dios andrógino del panteón egipcio: Hapi, el que da la vida al país.
También faltó al primer deber de todo faraón, el de proteger al país. No solo se niega a abandonar su nueva capital, Tell El Amarna, cuando sus aliados le imploran apoyo militar frente a enemigos comunes, sino que tampoco envía a sus generales y ejércitos a apoyarlos.
Ramsés II: los hititas
Ramsés II (1279-1212 a. C.) es el fiel heredero de la obra de restauración teológica que sigue a la herejía de Akhenatón. Debemos el reencauzamiento de Egipto hacia los principios regentes tradicionales a Horemheb (1321-1293 a. C.), Ramsés I (1293-1291 a. C.) y Seti I (1291-1278 a. C.), los dos últimos, el abuelo y padre de Ramsés II respectivamente. Ramsés II completará esta obra.
Gran parte del Egipto que vemos lleva el sello de Ramsés II, desde el célebre templo de Abu Simbel, pasando por la sala hipóstila del templo de Karnak, hasta el templo de Luxor. No olvidemos tampoco el Ramaseo, enorme complejo que incluía una importante biblioteca y una «casa de vida» (Per Ankh), donde se formaban los funcionarios superiores del Estado. Entre las ruinas del Ramaseo podemos ver aún los restos de la ciclópea estatua del faraón, que pesaba mil toneladas.
Después del desastre de Akhenatón, Ramsés II impulsa un importante movimiento de reenraizamiento que, entre otras consecuencias, llevará a un renacimiento del hermetismo, que llegará hasta la época tardía. También, Ramsés II simbolizará de modo claro que Egipto es uno y múltiple a la vez teológicamente. Es así como, en el templo de Abu Simbel, encontramos en el naos la estatua del faraón junto a las de Amón, Ra y Ptah. Y cuando en dos momentos especiales del año la luz solar ilumina las estatuas, la de Ptah permanece en la oscuridad. Ello demuestra también que, si bien el Imperio Medio y Nuevo han sacado a Amón (el invisible) a la luz, no se ha olvidado al elemento precósmico que antecede a la aparición de la luz y, sin embargo, impulsa «lo que será».
Ramsés II reinó durante 67 años, y combinó sabia y pragmáticamente la guerra y la paz. La dura guerra contra los hititas se selló con un tratado de paz y mutuo apoyo que fue respetado, y al que contribuyeron las reinas de Egipto y del Hati. Los textos grabados en los templos egipcios narran que los hititas lograron engañar en un momento de la guerra a Ramsés II, quien se encontró solo con su león frente al ejército hitita. Implora entonces Ramsés la ayuda de su padre Ra, el sol supremo, quien le presta oído y apoyo, saliendo Ramsés vencedor en la prueba.
Destaquemos también que, al mismo tiempo que Ramsés II busca y sella la paz, reconoce el constante peligro potencial de invasiones venidas del Medio Oriente. Es así como decide construir una nueva capital en el delta, Pi Ramsés, para proteger las Dos Tierras.
Debido a su longevidad fallecen varios posibles sucesores de este faraón, y será Merenptah (1212-1202 a. C.), su decimotercer hijo, quien le suceda en el trono.
Los Ptolomeos y el renacimiento tardío de Egipto
Después de Ramsés II, comienza una decadencia a la cual se opondrán, con intentos de restauración, numerosos faraones, desde Ramsés III (1182-1151 a. C.), pasando por el faraón negro procedente de la Nubia Piankhi (1074-1070 a. C.), hasta Nectanebo II (360-343 a. C.). El último impulso que permitió sobrevivir al amado país otros tres siglos, antes de ser absorbido en el Imperio romano, será dado por Alejandro Magno (332-323 a. C.). El cosnquistador macedonio aparece representado como faraón en el naos del templo de Luxor. Alejandro expulsó a los persas, quienes habían devastado múltiples templos desde que irrumpieron en el país en el 343 a. C.
Durante su breve paso por Egipto, en el 332 a. C., Alejandro visitará el oráculo del oasis de Siwa, donde será declarado hijo de Amón y, siguiendo un sueño profético en el que se le aparece Homero, ordenará la fundación del puerto de Alejandría.
Alejandro muere en el camino de regreso de Oriente y, en la división del Imperio, el general Ptolomeo, muy cercano a Alejandro, hereda Egipto. Ptolomeo ordena que el cuerpo de Alejandro no regrese a Macedonia, sino que se quede en Alejandría, en el Soma, en una tumba que será construida para el genio que quiso unir Oriente y Occidente.
Instalado en Alejandría, Ptolomeo I (305-282 a. C.) y sus sucesores inmediatos adoptan costumbres egipcias y se dedican a construir un refugio para el mundo clásico, que será el último en ceder ante los bárbaros casi mil años más tarde. Los Ptolomeos ejecutan rápidamente lo que parece un elaborado plan, una suerte de segunda parte de la labor de los ANAX de transferencia del legado egipcio al mundo mediterráneo.
La etapa religiosa tardía de Egipto estará marcada por el culto de Isis, que se difundió por todo el Mediterráneo, como podemos ver por la presencia de un templo de Isis en Baelo Claudia, ciudad romana cercana al estrecho de Gibraltar, que alcanza su esplendor en los siglos I-II d. C.
Alejandría reemplazará paulatinamente, durante el bien llamado periodo alejandrino, a Atenas como centro principal dentro de la filosofía del mundo mediterráneo. Plotino irá a enseñar a Roma, pero sus orígenes estarán en Alejandría.
El legado de Egipto
Los misterios se extinguen en Egipto con el cierre y destrucción parcial del templo de Isis en Philae (prontamente convertido en iglesia, lo que redujo el vandalismo) a principios del siglo VI. Cuando, poco después, viene la conquista árabe-musulmana, no estamos aún en época del islam culto, y la destrucción continúa.
El redespertar del interés en Egipto llegará a fines del siglo XVIII (pensemos en La flauta mágica de Mozart, estrenada a fines de 1791), en gran medida gracias a Napoleón. Denón, quien había acompañado a Napoleón en su expedición militar a Egipto, publica sus dibujos, que generan un gran interés en Egipto, y luego, Napoleón, ya en el poder, envía una expedición de sabios a hacer un levantamiento completo del país (la célebre Descripción de Egipto). Finalmente, Champollion, inflamado de entusiasmo por las descripciones de su hermano, quien había acompañado a Napoleón, descifra los jeroglíficos.
Mencionemos como nota curiosa que, ya en época de Luis XIV, el rey y su ministro Colbert habían enviado a misioneros jesuitas a Egipto, con el encargo no solo de cristianizar, sino también de recoger información histórica y aqueológica sobre el país.
En el siglo XIX muchos viajeros románticos, como David Roberts, visitarán Egipto, mezclando el asombro con la nostalgia. El amado país seguirá inspirando a quienes alguna vez posiblemente se contaron entre sus hijos.
Bibliografía
Clayton, Peter A. The Complete Pharaohs. The American University in Cairo Press, El Cairo: 2006.
Heródoto. Los nueve libros de la historia, 2 vols. Edit. Iberia, Barcelona: 1968.
Jacq, Christian. El Egipto de los grandes faraones. Planeta DeAgostini, Barcelona: 2001.
Plato. Timaeus. Translated by Donald J. Zeyl. Hackett Pub. Co. Indianapolis, IN: 2000.
Schwarz, Fernando. Geografía sagrada del Antiguo Egipto. Longseller, Buenos Aires: 2008.
Vercouter, Jean. The Search for Ancient Egypt. Thames and Hudson, London: 1992