Al contrario que las dos anteriores, la vida de nuestra soprano más internacional fue larga y fecunda, aunque también no exenta de sufrimientos y de duro trabajo. Ella cantó como nadie a Mozart y a Schubert, pero lo mismo interpretaba el repertorio francés que el italiano, el lied alemán o la zarzuela, con una voz prodigiosa y poniendo siempre su alma en ello. Ha sido la única intérprete española que ha cantado en el Festival de Ópera que cada año organizan en su famoso templo de Bayreuth los herederos de Wagner, pues su gran talento y su voz bellísima hacían de ella una intérprete excepcional que sabía adaptarse a todos los papeles, lo mismo líricos que dramáticos con ejemplar dedicación. Decía Jesús López Cobos, actual director musical del Teatro Real, recordándola tras su fallecimiento en 2005, que Victoria poseía «un timbre nítido y mediterráneo: la voz española ideal… Lo que más me impresionaba de ella, decía, era su gran musicalidad, su profundo conocimiento de los diversos estilos. El que viniera de cantar música antigua en su juventud, hizo que verdaderamente ese conocimiento se notara». Incluso cuando hablaba se apreciaba la musicalidad de su voz, no era necesario oírla cantar para darse cuenta de la belleza expresiva y la armonía que emanaba de su prodigioso instrumento vocal.
Victoria de los Angeles nació el dia 1 de noviembre de 1923 en la Universidad de Barcelona, en la vivienda que ocupaba el matrimonio López-García, situada dentro del conjunto universitario donde ambos desarrollaban su trabajo: él como bedel y ella en tareas auxiliares. Nació y creció bajo la dictadura de Primo de Rivera y alcanzó su adolescencia en plena República y luego durante la guerra civil, sin salir del ámbito universitario familiar, viviendo un clima de características muy contrastantes, pero de una nobleza incorruptible, que conformaría de manera natural su personalidad. Era un ambiente muy cultural, en el que la devoción por la música, y de manera especial el canto, se vivía con gran intensidad en el seno de su familia.
El padre de Victoria era un emigrante andaluz de Fuengirola, serio y con una gran inquietud natural por saber. La madre era oriunda de Puebla de Sanabria, un pueblecito de Zamora, donde cada año se celebraban festivales de zarzuela en el antiguo castillo, en las que la protagonista era siempre ella, pues poseía una preciosa voz de soprano al igual que sus hermanas, que luego heredaría la pequeña Victoria. Los dos se conocieron y se casaron en Barcelona, instalando su hogar en el recinto universitario, donde nacieron sus tres hijos. A Victoria, la segunda, la apadrinó su tío Ángel, del que aprendió los primeros rudimentos de guitarra y fue el que quiso ponerle su nombre. «Me llamo Ángeles porque él era mi padrino, y Victoria por mi madre. Los dos me querían poner su nombre y mi padre, que era muy imaginativo, consultó si era posible ponerme los dos y así fue. (…) En casa éramos muy felices -contaba Victoria-, a veces pasábamos hambre, pero nadie se quejaba. Mi familia era muy alegre y mi madre siempre cantaba. A los diez años inicié el bachillerato y mi padre estaba feliz de que pudiera estudiar».
Cuando hacía tercero de bachiller estalló la guerra civil y cuando ésta acabó, tuvo que empezar de nuevo, porque lo de antes ya no valía. Habían sido casi tres años de penalidades y miserias de todo tipo. Se metió entonces tan de lleno en el estudio de la Música, que fue dejando de lado el Instituto, algo de lo que siempre se arrepintió, pero su hermana Carmen, tres años mayor que ella y su primera admiradora, le insistía en que debía de ir al Conservatorio: «Ahora ya tienes quince años y vamos a ir a que te oigan» le dijo un día ¿Te acuerdas que te dijeron que podrías estudiar allí? Y es que en la primavera de 1936, sin decírselo a sus padres, Carmen la había llevado al Conservatorio Superior de Música del Liceo para que le probaran la voz. La profesora era entonces la soprano Mercedes Plantada, que quedó muy impresionada y sorprendida de hallarse ante una voz de tan singular belleza y tan bien impostada de forma natural con tan sólo 12 años, por lo que le había recomendado esperar a tener la edad reglamentaria para matricularse y no permitir que nadie pudiera estropearla. En Junio de 1939, cuando volvieron las dos era otra la profesora de canto, la Sra. Dolores Frau, que se convirtió en su única maestra tras profetizarle que iba a ser «una de las más grandes cantantes del mundo».
Pocos meses después, Radio Barcelona convocó un concurso para jóvenes voces y es de nuevo su hermana la que la inscribe, ahora con su verdadero nombre de pila, Victoria de los Angeles y no Victoria López, como ella siempre decía que se llamaba, con su manía de no parecer rimbombante. Como era de esperar, obtiene el primer premio, que consistía en una copa, mil pesetas y una función de ópera. La señora Frau insistió en que tenía que cantar «La Bohème» de Puccini y ella se encargó de prepararla e incluso maquillarla para el gran día. El 30 de enero de 1941 la cantó, con tanto éxito, que tuvo que hacer dos funciones más, a pesar de que sólo cursaba su segundo curso de canto. El papel de Mimí fue a partir de entonces uno de sus preferidos. Con aquellas primeras mil pesetas se compró una muñeca, por las que siempre había tenido pasión y nunca había podido tener, y una docena de huevos para su tía enferma, que murió poco después como un ángel, feliz con el detalle de su sobrina. Todo lo que ganó posteriormente, hasta que se casó, se lo entregaba a su madre, que la solía acompañar en sus giras.
Un hecho fundamental para su formación fue su entrada en el Grupo «Ars Musicae», el primero en Europa dedicado a cultivar la Música antigua española y al que algunos años más tarde se incorporó el famoso violista Jordi Savall. Su fundador, Jose Mª Lamaña, un hombre singular que trabajaba de día como oficial superior de ferrocarril, pero cuya verdadera pasión era la musicología, la acogió como a una hija. Poseía un profundo conocimiento de la Música en general y particularmente del repertorio vocal, y, en las sesiones diarias de grupo, Victoria pudo aprender con él un vastísimo repertorio que iba desde los anónimos medievales y del Renacimiento español, pasando por los grandes maestros del Barroco, el lied alemán, los compositores franceses y, obviamente, los españoles, a los que Victoria impondría siempre en sus actuaciones años más tarde. Ninguna cantante ha hecho tanto por divulgar la magnitud del inmenso tesoro de la música española para voz como Victoria de los Angeles en sus recitales por todo el mundo, algo que siempre compaginó, a lo largo de su vida profesional, con las numerosas representaciones de ópera, abarcando con ello un repertorio tan amplio, que le permitió poder actuar constantemente a lo largo de casi cincuenta años.
Tras el debut en el Palau de la Música catalana (1944) y el posterior en el Liceu (1945), en 1947 obtiene el Primer Gran Premio en el Concurso Internacional de Canto de Ginebra, por votación unánime del Jurado. Llamó inmediatamente por teléfono a su casa para decir que había ganado, y a Ars Musicae, pues sabía la gran satisfacción que le iba a dar al grupo y sobre todo al señor Lamaña, mientras le llegaban telegramas de felicitación al modesto hotelito en que se hospedaba. Nadie habia pensado que lo lograría, pues hasta entonces lo normal era que siempre ganaran este concurso las voces wagnerianas, que en ese momento tenían más éxito por su manera más altisonante de cantar, no con la dulzura y sutileza que cantaba Victoria.
Este hecho llamó la atención de la BBC de Londres, que la invita a cantar el personaje de Salud en «La vida breve» de Falla en 1948 y, a partir de entonces su carrera ya es imparable. Pero nuestra cantante no se duerme en los laureles y sigue trazando su camino cada vez con paso más seguro. Comienza a trabajar con los mejores directores y pianistas acompañantes que presidirán gran parte de su trayectoria profesional. A ella no le gustaba utilizar la palabra «acompañante», pues consideraba al piano tan importante como la voz y creía que los pianistas que actuaban con ella eran acreedores al cincuenta por ciento de sus éxitos. El más asiduo y con el que hizo grabaciones insuperables fue Gerald Moore, descrito por Victoria como «el más grande de los excelentes pianistas con los que he trabajado…Era único…Si alguna vez yo estaba en baja forma física o vocal, él tenía el poder de levantarme y proyectarme. Nunca nos dejó mal, ni a mí ni a sí mismo.» Alicia de Larrocha, la pianista española más famosa en la actualidad, unos meses mayor que Victoria, también la acompañó en una grabación que hicieron para la casa «Odeon» cuando ambas tenían tan sólo dieciséis años.
En 1949-50 comienzan sus debuts internacionales: Ópera de París, primeras actuaciones en América (Cuba, Puerto rico, Venezuela, Brasil), primera gira por Escandinavia (Estocolmo, Copenhague), Teatro de La Scala de Milán, donde estrena «Ariadna en Naxos» de R. Strauss, y donde canta también el Réquiem de Brahms junto a Boris Christoff… Allí la descubre el director del Metropolitan de Nueva York e inmediatamente la contrata para su próxima temporada.
El Metropolitan absorbió a partir de entonces una parte muy importante de su carrera artística durante una docena de temporadas ininterrumpidas, que la privaron de tener más protagonismo en Europa. No obstante, el recuerdo de su «Vida breve» en Londres hacía que los británicos y los paises de la Commonwealth la tuvieran ya consagrada y quisieron que debutara en el Convent Garden con «la Bohéme» y en el Wigmore Hall con un recital acompañada por Gerald Moore. Los 11 minutos de ovación al final de la primera de las arias de Mimí, no sólo hicieron historia en el famoso coliseo londinense, sino que acrecentaron la expectación de los norteamericanos. La gran soprano Elisabeth Schwarzkopf, gran amiga de Victoria, escribiría años más tarde: «Lloré por la insuperable creación del personaje y porque me di cuenta de que yo nunca llegaría a los niveles de su Mimí.» Cuando pocos meses después Victoria vuelve al Covent Garden con «Madame Butterfly» y «Manon», la Schwarzkopf decidió retirar estos roles de su repertorio.
Cada vez era reclamada por más directores y empresarios. En el campo del concierto no tenía rival: ella presentaba una nueva visión de lo que es un recital de canto, iniciando sus programas con arias del barroco europeo, seguidas de lieder alemanes y composiciones francesas, para finalizar con los autores españoles a los que nuestra soprano propagó por todo el mundo. Curiosamente, aquella eclosión mundial coincidiría con el silencio más absoluto por parte de España que la ignoró durante muchos años, los más gloriosos de su carrera, a excepción del Festival de Música y Danza de Granada, único reducto español donde actuó con asiduidad durante una docena de años consecutivos y en donde siempre fue bien acogida y era muy querida. En Granada pudimos disfrutar de ella desde que en 1957 vino a cantar la 4ª Sinfonía de Mahler, aún muy poco conocida en España. Aquí actuó bajo la batuta de los inolvidables Argenta y Toldrá y dió vida a la primera «Atlántida» de Falla en el Monasterio de San Jerónimo. En el Patio de los Arrayanes, en esos atardeceres mágicos de la Alhambra, la cantante catalana arrancaba lágrimas de emoción en sus recitales cuando al finalizar el programa pedía una guitarra y, acompañándose ella misma, cantaba «Adiós Granada» -esa casi «media granaína» que compuso Tomás Barrera para su zarzuela «Emigrantes» con libreto de Pablo Cases-, que ella interpretaba como nadie robándonos el corazón a todos.
Nueva York, Chicago, Buenos Aires, Viena, Méjico, Roma, Palermo, Bolonia, Bruselas, Boston, Filadelfia, Dallas, Rio de Janeiro, La Habana, Bayreuth… cantó en 53 países en el medio siglo que duró su trayectoria profesional. En 1987 fue investida Doctora «Honoris Causa» por la Universidad de Barcelona. Fue una de sus mayores alegrías verse de nuevo en ese Paraninfo tan querido que ella tan bien conocía, donde tanto había jugado de pequeña; en ese mismo recinto donde un día encontró un viejo piano vertical estropeado y lleno de polvo, que intentaba tocar como podía y cuidó con mimo durante la guerra para que no le cayeran goteras encima… qué recuerdos le venían. Fue quizá el día más feliz de su vida. Recordaba emocionada a su madre, le gustaba ir con ella cuando iba allí muy temprano para limpiar y se ponía a cantar… a veces se subía a uno de aquellos púlpitos para que la oyeran mejor sus compañeras, tenía una voz tan preciosa…«Me emocioné mucho, sí. Me pareció que estaba en una nube…En mí había tanta veneración hacia la cultura, hacia aquellos catedráticos, que yo veía aquello inmerecido. A mí la Universidad me parecía inalcanzable, un mundo en el que yo no podía estar…Me quedé como clavada…Si me hubiera puesto a llorar, habría llorado tanto que no habría podido continuar.»
En el curso 1999-2000 ofreció unas clases magistrales inolvidables en la Escuela Superior de Canto de Madrid. Las recordaba Ana Higueras en una carta que le dirigió posteriormente para agradecerle sus enseñanzas: «En mi mente tengo grabadas cada palabra, cada gesto, cada ejemplo cantado con ese timbre de voz cálido, emotivo, transparente, que produce estremecimiento cada vez que se oye. Todas esas imágenes, sonidos, palabras que nos has dado en estos cinco días con esa enorme generosidad, como fluye un torrente de alta montaña, con fuerza, con intensidad, con claridad, con transparencia. Ese análisis profundo no solamente del canto y de la música, sino de la vida misma, hecho a través de tu enorme sensibilidad e inteligencia. La sensación que tengo es de haber respirado una ráfaga de aire puro y limpio que ha llenado mis pulmones hasta el fondo. Gracias Victoria…»
Tras la muerte de su primer hijo, Juan Enrique, abandona definitivamente los hemiciclos. En su vida privada no fue muy feliz, apenas si ha habido comentarios sobre su trayectoria personal porque ella huía siempre de la publicidad. A los veinticinco años había salido de su humilde casa de la Universidad para casarse con el empresario Enrique Magriñá, del que se separó en 1970 y con el que tuvo dos hijos: el mayor murió unos años antes que ella y el pequeño había nacido con síndrome de Down. Fueron golpes muy duros que sólo la Música le ayudó a superar.
«Veo descender del cielo a la Música como una Luz sonora
que nos invita a pasear por los jardines del Señor.
Cantar ha sido para mí la alegría
de abrir mi alma a la más pura elevación.
¡Gracias a ti, Música!»
En estas palabras suyas está resumida toda la proyección de su arte. El 15 de enero del 2005, a los 81 años, se fue de nuestra Tierra esta mujer extraordinaria, de inteligencia poco común y de una ética personal y profesional ejemplar, después de una larga vida entregada enteramente a la Música. «Sólo soy una persona que canta, y así me gustaría que me recordaran» dijo en una de sus últimas entrevistas a la prensa. Con ella desaparece una generación privilegiada de músicos, capaces de hacer Música con profundo conocimiento y rigor, algo difícil de encontrar en las actuales generaciones de cantantes.